La Nochebuena mágica de Nikolái Gógol
[caption id="attachment_1624" width="560"] Nikolái Gógol[/caption]
El cuentista, novelista y dramaturgo ucraniano Nikolái Gógol (1809- 1852) fue, sabido es, un gigante, maestro y predecesor de los grandes maestros de la literatura rusa del XIX. Diario de un loco (1835), Tarás Bulba (1835), El inspector (1836) y Las almas muertas (1842) son títulos sonoros que bastan y sobran para evocar la alta estatura del escritor de alma atormentada y vida breve.
Nochebuena (1832), que ahora edita Nórdica con traducción de Marta Sánchez-Nieves, pertenece a otra obra mayor, Las veladas en Dikanka, que reúne ocho historias publicadas en dos volúmenes a lo largo de dos años. Nochebuena forma parte del segundo, y todo el conjunto supuso la aparición de un escritor deslumbrante que apenas había sobrepasado los veinte años de edad y que, por entonces, se inspiraba de una forma muy directa en el folklore, las leyendas y las narraciones orales del ámbito rural, de la región de Poltava, en la que, hijo de un terrateniente, Gógol había nacido, en una aldea, todavía más pequeña que Dikanka.
¿Estamos ante un cuento –una novela corta– de Navidad? Pues sí, fuera cual fuese la intención de su autor, pues la acción transcurre, como su título indica, en Nochebuena y, a la postre, se imponen –con ironía y no sin antes transitar por accidentados terrenos– los buenos sentimientos propios del género y de las fechas.
El telón de fondo de la historia no es otro que la tradición tan extendida de que los mozos y las mozas del pueblo, en excitado tropel y con gran algarabía, vayan cantando por las casas, en la víspera de Navidad, para recoger donativos y golosos alimentos.
La noche es helada, el vodka corre, los cuerpos están desmandados por la alegría, la bebida y el deseo. Afloran los encuentros y los encontronazos, las rivalidades y las críticas, las diferencias de clase y posición, pero, en fin, no parece que la sangre pueda ni deba llegar al río, pues son las fechas que son y las ganas de hacer sangre no son las principales ganas que flotan en el ambiente.
El ambiente sería y, en gran medida, es muy realista, propio de la descripción precisa de las costumbres, los hábitos, los comportamientos y los lugares de una población aldeana, que, si acaso, y por vivir la noche que vive, está tocada por un pálpito de irrealidad y ensoñación.
Pero Gógol introduce de forma decisiva las presencias de un diablo volador, de una bruja no menos voladora y de una luna que, robada malignamente por el avieso demonio, sume a los lugareños en una oscuridad cerrada y propicia a mayores trapisondas y dislates.
¿Estamos, por ello, autorizados a definir Nochebuena como una muestra de realismo mágico? Pues sí, si así lo deseamos, pues el escamoteo de la luna y las argucias de un diablo y de una bruja voladores no se ven todos los días en la pura realidad (si es que tal cosa existe).
Ahora bien, señalado el marco, el contexto y, por así decirlo, la partitura de la acción y su coreografía –que podría recordarnos a la imaginería de Marc Chagall, que no en balde ilustró Las almas muertas–, el meollo central de Nochebuena está dedicado a una incierta historia de amor, al amor sincero que el joven herrero y pintor del pueblo siente por una bella muchacha presumida, coqueta, inmadura y propensa al cálculo, a las veleidades y a los trucos.
Con estos mimbres, Nikolái Gógol puso en pie una historia trepidante y divertida, llena de humor, con situaciones de ocultamientos, tensiones y sorpresas plenamente vodevilescas, en la que deja caer sin acritud pullas y palos.
Pero no estaríamos –o sí– ponderando Nochebuena por ser sólo un entretenido e ingenioso carrusel de personajes e incidencias, un fresco de costumbrismo a lo fantástico, sino por la extraordinaria prosa con la que está todo contado. Estamos hablando de literatura, claro. Leamos esta descripción: “Si en ese momento hubiera pasado el delegado de Soróchintsy en una troika de caballos comunales, en gorro con cintillo de piel de cordero hecho a la manera de los ulanos, en zamarra azul forrada de astracán negro, con un zurriago diabólicamente tejido con el que tiene la costumbre de apremiar a su cochero, pues seguramente habría reparado en ella, porque no hay bruja en el mundo que se le escape al delegado de Soróchintsy. De cada mujer se sabe al dedillo cuántos gorrinos le pare una cerda, cuántas telas tiene en el arcón y qué prendas de ropa o enseres empeña un buen hombre el domingo en el figón”.
¡La textura de este texto!, por así decirlo. En unas pocas líneas, con palabras sabrosas, sensoriales y plásticas, se dibuja todo un mundo. Soróchintsy, por cierto, fue el poblacho en el que nació Nikólai Gógol.