Cuando O. Henry huyó a Honduras
[caption id="attachment_1664" width="560"] O. Henry[/caption]
En un post que escribí aquí sobre su póstumo Rolling Stones (1912) dí algunas pinceladas sobre la procelosa y borrascosa vida de O. Henry (1862-1910), uno de los mayores cuentistas de todos los tiempos.
Para lo que hoy interesa, diré que el bancario William Sidney Porter –su verdadero nombre–, abandonando a su familia, huyó de Texas acusado de desfalco y que al regresar –por la enfermedad de su mujer, que murió al poco– pasó tres años y medio en la prisión de Columbus (Ohio).
El fugado, entre medias, estuvo seis meses, hacia 1896 y 1897, en Honduras, nada menos, dedicado a actividades indiscernibles –aparte de beber–, de las que puede haber algún indicio más que sintomático en Repollos y reyes (1904), su primer libro, que ahora publica Ediciones del Viento, con brillante traducción de Miguel Temprano García.
La acción (mucha) transcurre en una ciudad, Coralio, de la también imaginaria república caribeña y bananera de Anchuria, que, digo yo, ha de ser un trasunto de Honduras: en vez de “lo hondo” (Honduras), “lo ancho” (Anchuria). Así es, sólo en parte, el humor de O. Henry, igualmente uno de los mayores humoristas (sector patético) de todos los tiempos.
¿Es Repollos y reyes –título tomado de un poema de Lewis Carroll– una novela o un conjunto hilvanado de cuentos? A mi juicio, es una novela, con unidad de acción, tiempo y lugar –pese a excursiones–, que se presenta como un trenzado de historias íntima y sucesivamente imbricadas, con personajes principales y secundarios comunes –aunque algunos salgan de cuadro– y que, desde luego, en absoluto puede leerse en desorden.
En el inconfundible escenario caribeño, O. Henry cuenta dislocados lances políticos, amorosos y de incalificables negocios, todos muy aventureros, protagonizados básicamente por norteamericanos buscavidas –sea cual sea su profesión y pelaje–, por líderes e ilustres locales y por transeúntes también aborígenes.
Personaje muy central es un tal Frank Goodwin –¡ojo al apellido!–, a quien O. Henry describe, de buenas a primeras, cuando está a punto de conocer un telegrama crucial para sus inconfesables asuntos, así: “Goodwin fue calle arriba hasta alcanzar al muchacho que llevaba el telegrama. Las mujeres de ojos de vaca lo miraron con tímida admiración, pues los hombres como él les resultaban atractivos. Era corpulento, rubio e iba elegantemente vestido de lino blanco con “zapatos” de ante. Sus modales eran corteses, con una especie de amable truculencia atemperada con una mirada compasiva. Una vez entregado el telegrama y despachado su portador con una propina, el populacho volvió aliviado a la sombra de donde lo había sacado la curiosidad: las mujeres a cocer en los hornos de barro debajo de los naranjos o a peinar interminablemente su pelo largo y lacio; los hombres a sus cigarrillos y a sus cotilleos en las cantinas”.
Salvo por los naranjos, falta aquí el paisaje caribeño, al que O. Henry dedica líneas y párrafos memorables en el libro. Me entusiasma la descripción de alguien por su “amable truculencia atemperada con una mirada compasiva”, una de tantas insuperables definiciones u observaciones imposibles que parecen ser pan comido para el ingenio del descreído y nihilista O. Henry. Por lo demás, no es que el citado sea un fragmento excepcional del libro, pero lo traigo a colación porque fija –eran otros tiempos– la superior mirada colonialista en la apostura del americano –un truhán, por otra parte–, el desdeñoso trato a las mujeres y el desprecio a los varones indígenas –con frecuencia borrachos, cobardes, ignorantes, descalzos y ociosos–, si bien es preciso advertir que tal mirada, de puro remarcada e incorrecta, es harto probable que forme parte de la caricatura, la ironía y la farsa sobre la que el autor construye el paisaje y el paisanaje (incluido el yanqui) de su obra.
En el propio texto, O. Henry –que se reía de su sombra– habla de vodevil y de “comedia remendada”. Con gran finura, O. Henry, y valga la paradoja, pone en pie una comedia, una farsa, una astracanada, sí, de humor grotesco e infalible. Me recuerda un poco, para que se hagan una idea, al Evelyn Waugh de ¡Noticia bomba!,o por ahí. También –como ya escribí una vez– a Jorge Ibargüengoitia, pero esto último puede ser por una mera coincidencia en el ámbito temático.
El lector se divierte de lo lindo con los personajes y lances que desfilan por Repollos y reyes, disfruta con las descripciones más literarias y goza, a cada momento, con infinidad de apuntes de imprevisibles contrastes (“amable truculencia”...) ¿Un libro menor para quien haya leído en castellano los inmejorables cuentos de Historias de Nueva York o La voz de Nueva York? Cuentos como El regalo de Reyes hay pocos, desde luego. Pero dejémoslo. ¡A divertirse!