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El colosal y colosalista Honoré de Balzac (1799-1850), con las herramientas del realismo y la gasolina de su hiperactividad narrativa, estuvo dos décadas empeñado en el descomunal ciclo novelesco que llamó La Comedia Humana, un portentoso y minucioso análisis de la sociedad francesa de su época y de los tipos y grupos sociales que la componían. Sus abundantes relaciones amorosas y su malhadada dedicación a los negocios ruinosos –con la consiguiente preocupación por el dinero- no lograron distraerle –o eso parece- de su incesante consagración a la escritura.
En 1838 publicó Los empleados (“Les employés ou la femme supérieure”), novela inscrita en el apartado de “Escenas de la vida parisina” de La Comedia Humana, en la que ya abordaba la vida funcionarial y administrativa, a la que, dos años después, aproximadamente, dedicaría Fisiología del funcionario, el ensayo satírico y entomológico que ahora edita Mármara con traducción de Hugo Savino e ilustraciones –con toque Daumier- del infortunado Louis-Joseph Trimolet, quien moriría en la pobreza muy poco después.
Estamos en la Francia de la “Monarquía de Julio”, esto es, bajo el reinado de Luis Felipe I, quien ocho años más tarde sería desalojado del poder por otra revolución. Balzac cita en su texto a reconocibles personalidades y políticos del momento –por lo general, con ánimo crítico y zumbón-, pero, ciertamente, su ensayo se mantiene bien vigente, pues, realidad o no, responde al imaginario colectivo –hecho de tópicos y de criterios fundados- sobre el funcionariado y su proceder. Entre el costumbrismo, el realismo, el humor caricaturesco y las excursiones surrealistas y kafkianas, ya hay una amplia literatura sobre el comportamiento funcionarial, la vida oficinesca y administrativa y la pasión burocrática por el requisito y por el papeleo.
“¿Qué es un funcionario?”, empieza por preguntarse Balzac, y, a partir de ahí las páginas de su ensayo -¿panfleto?, ¿caricatura?, ¿farsa?-, muestran y describen, del derecho y del revés, bajo todos los ángulos y desde todas las nomenclaturas y clasificaciones posibles –y sintetizando sus prolijas observaciones en punzantes axiomas- el universo de la administración del Estado: por escenarios, por cargos y ocupaciones, por caracteres psicológicos y actitudes, por vicios y defectos…
Con el dinero público y privado (y sus cuitas) casi siempre de por medio, Balzac trasciende el universo propio de su estudio y espolvorea su libro con infinidad de pinceladas alusivas a la sociedad y a la vida en general (modas, innovaciones, política, familia, matrimonio, mujeres…). Balzac mueve su muñeca de escritor con soltura y agudeza extraordinarias y parece disfrutar de su propósito entre risas y risotadas. Con jocosidad, sí, con ironía y autoironía, pero también deslizando una mirada triste y sombría que acaso esconde cierta intención moralizante.
Veamos lo que dice Balzac, por ejemplo, del despilfarro: “El despilfarro consiste en hacer trabajos que no son urgentes o necesarios, en construir monumentos en lugar de hacer vías férreas, en quitar y poner galones a la tropas, en ordenar la construcción de navíos sin preocuparse por saber si hay madera y si la pagan muy cara, en prepararse para la guerra sin hacerla, en pagar las deudas de un Estado sin pedirle el reembolso o garantías, etcétera, etcétera. Pero este gran despilfarro es algo que no le interesa al funcionario. Esta mala gestión de los asuntos del país le concierne al hombre de Estado. El funcionario no comete estas faltas como tampoco el escarabajo profesa la historia natural; pero las comprueba”.
¿No hablábamos de la vigencia de Fisiología del funcionario, de las disquisiciones que van más allá del estricto tema acotado? Y abundan los daguerrotipos y viñetas que muy bien podría ser notas de trabajo para un desarrollo novelesco.