Rumer Godden y el río de la vida
[caption id="attachment_1851" width="560"]
En 1951, el cineasta francés Jean Renoir, antes de volver a Europa desde su exilio estadounidense, viajó a la India para rodar El río, versión cinematográfica de la novela homónima de Rumer Godden (1907-1998), que había sido publicada cinco años antes y que ahora ha vuelto a editar Acantilado en castellano, con traducción exquisita de Javier Fernández de Castro.
“Exquisita” es, precisamente, el calificativo que utilizó en su postfacio la escritora británica para valorar la adaptación de Renoir, quien, sin embargo, introdujo varias novedades en el argumento, conservando magníficamente el espíritu de la novela y logrando una de las películas más bellas de la historia del cine, con un inolvidable uso del color y con unos medidos toques documentales. El filme de Renoir está disponible en Blu-Ray, y vale mucho la pena.
El río narra la vida cotidiana de cuatro hermanos –Bea, Harriet, Bogey y Victoria– en Bengala, en una gran mansión ajardinada, enclavada, junto a una gran corriente fluvial, en los terrenos de una factoría de prensado de yute que su padre dirige, un padre, por cierto, cuya escasa presencia en el relato resulta irrelevante. La joven madre, de nuevo embarazada, tiene mayor importancia –aunque tampoco mucha–, mientras que Nana, la vieja tata, y, sobre todo, el mutilado y torturado capitán John, huésped y amigo de la familia, adquieren mucho mayor protagonismo y significado.
Bea está entrando en la adolescencia, y la novela pronto se centra en Harriet, la segunda hermana, que inicia con temor y vergüenza su sueño de ser escritora. Harriet bien puede ser un trasunto de Rumer Godden, que pasó su infancia en la India y que, más tarde, volvió a vivir en el país durante bastante tiempo. No hay duda de que, con las debidas diferencias y variaciones, El río recoge multitud de experiencias e impresiones de la autora.
[caption id="attachment_1850" width="560"]Con el transcurrir del tiempo y el paso de las estaciones, con los rituales de paso del calendario y los cambios de la naturaleza, El río aborda el universo de la infancia en un espacio deudor de dos culturas, la india y la británica. Y esa infancia en tránsito, sometida a los vientos intuidos del amor y de la guerra, no es sólo un confortable paraíso, plagado de dones y regalos, sino una época de crecimiento, de aprendizaje, de crisis, de morir y renacer, de pérdidas y hallazgos, de dolor y de júbilo, de desconciertos que abren camino a la primera maduración y a las primeras y pequeñas certezas, a los primeros cálculos aproximados sobre la distancia que media entre la realidad y los sueños.
Lo que la novela cuenta, al fin, es la iniciación a la vida real de Harriet, que, observando el gran río, aprende a conocer la compatibilidad de la quietud y de lo inmutable con el movimiento y las cambiantes idas y venidas. La permanencia y lo efímero, lo perdurable y lo mutable. Lo que acaba y lo que empieza en un constante trenzado. La vida.
Rumer Godden, al igual que en Narciso negro (1939), su otra gran novela –también llevada al cine de forma feliz, en 1947, por Michael Powell y Emeric Pressburger–, se revela como una consumada maestra. Brilla esplendorosamente en la descripción de los paisajes –la naturaleza en general, el jardín en particular– y de los ambientes –la casa y sus cercanías, el bazar–, pero alcanza también la máxima virtud en la creación de voces, psicologías y personajes diferenciados y, muy especialmente, en los inteligentísimos diálogos, a veces elusivos o sólo alusivos, desprovistos de obviedad, confiados a la perspicacia de un lector que ya se ha hecho con los tipos humanos que la escritora pone en juego.
El río es una novela de sublime sensualidad, en la que, junto a las proliferantes plantas y flores, las horas del día, la luz, los objetos, los animales –¡la cobra!–, los colores, los sonidos, los olores e, incluso, los sabores obtienen una fragante y envolvente representación, totalmente acorde con el sentido dramático del relato, que, sin excluir la bondad y la inocencia, también aborda con hondura los inconvenientes y los reveses de la existencia, su acechante fatalidad.
Citaré un largo párrafo sobre el río que discurre junto a la casa familiar: “Había vida en sus profundidades y en su superficie: vida de peces autóctonos, de cocodrilos y de marsopas, que surgían del agua y daban volteretas en el aire mostrando su piel de color gris y bronce, iridiscente bajo el sol; flotaban bancos de jacintos de agua que florecían en primavera. El tráfico por el río también le otorgaba mucha vida; navegaban los vapores correo con chimeneas negras y ruedas de paletas, que hacían romper las olas contra la orilla; remolcadores a vapor que arrastraban barcazas de yute; barcos nativos hechos de mimbre sobre los cascos de madera en cuyas proas tenían ojos pintados y viejas velas desplegadas al viento; había también barcos de pesca con forma de media luna flotando en el centro del río y pescadores de piernas flacas que chapoteaban en las aguas poco profundas provistos de cestas de mimbre y de unas redes pequeñas y muy finas que lanzaban para atrapar unos pececillos brillantes del tamaño de un dedo. Los peces eran parte integrante del tráfico y cada parte de ese tráfico abrigaba sus propios objetivos, pero el río los arrastraba a todos en su corriente”.
El río es, a no dudar, una obra maestra de la literatura del siglo XX. Y el río y su palpitante y variopinto tráfico son, para Rumer Godden, una metáfora de esa vida, diversa en sus objetivos, visible e invisible, que a todos nos lleva y nos arrastra.