Colette, del rosa al negro
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A Colette (1873-1954) le fue negado un funeral católico, pero fue la primera mujer despedida por la República con honores de Estado, tras recibir la Legión de Honor y alcanzar la presidencia de la Academia Goncourt. La vida y la obra de Colette fueron constante motivo de escándalo en Francia durante más de medio siglo. La popularidad de su producción como novelista, periodista, dramaturga y guionista de cine compitió con el rechazo que entre los sectores más conservadores suscitaron sus tres matrimonios, sus numerosos amantes, su bisexualidad, su feminismo, sus ideas ateas y el carácter libertino y rompedor de su obra literaria.
También actriz y bailarina, Colette publicó Chéri en 1920, en la cima de su fama, poco antes de divorciarse de Henry de Jouvenel, su segundo marido, y de hacerse notorias, a sus más de 45 años, sus relaciones con su hijastro, Bertrand de Jouvenel, un joven de 17 años.
43 años tiene la bella cortesana Léa de Lonval, enriquecida después de una vida pródiga en amantes, y 19 años tiene el hermoso Fred Peloux, hijo de su vieja amiga y rival en maledicencias, Charlotte, cuando ambos, que se conocen desde que él era un niño, inician un lujurioso y apasionado romance que ya dura más de seis años. Fred, apodado por todos “chéri” (querido, en francés), es un joven ocioso e indolente, prófugo de sí mismo, un “niño malo” y consentido que se deja querer y que otorga a la madura Léa la plenitud de sus favores sexuales, a los que ella corresponde con su entrega más placentera, pero sin lograr jamás de él la expresión de su confidencialidad, de su intimidad, de algo que se parezca al reconocimiento del sentimiento amoroso.
Léa, insatisfecha por esta carencia, aunque finge poder prescindir del amor, percibe ya en su todavía muy atractivo cuerpo las huellas de la edad madura y atisba las tribulaciones del envejecimiento, cuando conoce la noticia del inminente matrimonio de Fred, por mera conveniencia, con una virginal muchacha de 19 años, rica por casa. Estalla la crisis, si bien Léa aparenta fortaleza, hace como que nada y emprende un viaje en busca de aventuras. A partir de aquí, Chéri, la novela, gana en compleja densidad y avanza hacia su desenlace mostrando su verdadero significado.
Ni Léa es la marquesa de Merteuil, con su malignidad manipuladora, ni Fred es el vizconde de Valmont, con su perverso cinismo, pero, al leer Chéri, que transcurre en 1912, es inevitable percibir los ecos de Las amistades peligrosas (1782), de Pierre Choderlos de Laclos, y de ciertos relatos eróticos de Guy de Maupassant o, incluso, de En busca del tiempo perdido, cuya publicación se inició en 1913, siendo Colette una declarada admiradora de Marcel Proust. Ecos, ciertamente, sin que sea procedente buscar intenciones semejantes o coincidencias literales, ecos que provienen del tronco de la tradición libertina de la novela francesa desde, al menos, finales del siglo XVII, que se vuelven más explícitos al mostrar el hipócrita y teatral tejido social de la alta burguesía y de la aristocracia, los juegos amorosos de sus cortesanas, “madames” y caballeros, la licenciosidad de sus costumbres –fiestas, alcohol, drogas, adulterios– y la importancia del dinero.
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Chéri –editada ahora por Acantilado, con traducción de Núria Petit– tuvo una primera versión cinematográfica en 1950 a cargo de Pierre Billon, y no parece casual que el cineasta británico Stephen Frears, que había llevado al cine con calidad y gran éxito Las amistades peligrosas en 1988, recuperara a Michelle Pfeiffer como protagonista de su adaptación de la novela de Colette en 2009. Para esta traslación, Frears utilizó a modo de epílogo el oscuro desenlace de La fin de Chéri, novela de 1926 en la que Colette prolongó de forma muy dramática la peripecia de Léa y Fred, sus dos desiguales amantes, no tan lejanos, al fin, al amor y a los vericuetos de un esquema maternofilial de sacrificada e inmoladora relación.
Colette maneja con hábil dosificación la textura y la atmósfera eróticas de su relato, sugiriendo con lo implícito y arriesgando con lo explícito, del mismo modo que derrocha incisivo ingenio en sus categóricas observaciones y en la constante esgrima verbal que caracteriza los diálogos –entre el cinismo y la ironía– de sus personajes. Pero, más allá del entretenimiento y del crudo retrato social de fondo, no desdeña –todo lo contrario– profundizar en cierta angustia esencial: el paso del tiempo, el sentido de la vida, el horizonte de la vejez y de la muerte, la soledad y el íntimo fracaso.
Léa de Lonval –por su edad, por el peso de su experiencia, por su inteligencia- es principal portadora de esta angustia esencial y existencial: “Estuvo largo rato considerando su futuro, ora con temor ora con resignación. Al relajarse se quedó dormida. Recostando la mejilla contra un cojín, soñó con su inminente vejez: se imaginó la monótona sucesión de días, se vio junto a Charlotte Peloux, la rivalidad que compartían haciendo pasar el tiempo más rápido. Así se ahorraría unos años la bochornosa desidia que lleva a las mujeres maduras a prescindir primero del corsé, luego del tinte y finalmente de la lencería fina. Anticipó los pérfidos placeres de la tercera edad, que no son más que la agresividad pasiva, los deseos homicidas y la recurrente esperanza de que suceda alguna catástrofe de la que sólo se salve una persona, una punta del mundo; y se despertó sorprendida, bañada por la luz de un crepúsculo rosa idéntico a la aurora”.
Excesivo sería decir que Chéri esconde, entre su revuelo de sábanas, el augurio de un desengaño que comporta cierta visión moralizante. Pero Colette vislumbra un crepúsculo rosa con reflejos negros.