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En la mañana del 10 de marzo de 1920, en el interior de la mina El Bordo, en la ciudad mexicana de Pachuca, se declaró un incendio. Decenas de mineros pudieron salir al exterior en los primeros minutos y salvar sus vidas. Las solidarias acciones de evacuación tuvieron sus héroes y sus víctimas. No se sabe cuántas personas trabajaban dentro en el turno, si más de trescientas o cuatrocientas. Cuando seis días después las autoridades inspeccionaron definitivamente la mina encontraron 87 cadáveres y 7 supervivientes. Las investigaciones oficiales sobre las causas y las responsabilidades del incendio concluyeron con el archivo del caso, con el silencio y el olvido. Sin embargo, un hecho crucial de la tragedia fue que, con el pretexto de detener la propagación del fuego, las autoridades ordenaron muy pronto –horas después del inicio del incendio– el sellado de los tiros de la mina, sin saber cuántos mineros quedaban dentro vivos e intentando salir.
A estas alturas, ya no es necesario ponderar la existencia y potencialidades de las narraciones de no ficción. El escritor mexicano Yuri Herrera (Actopan, 1970), nacido a 37 kilómetros de Pachuca, hace una excelente aportación a las virtualidades y versatilidad del género con El incendio de la mina El Bordo (Periférica).
El celebrado autor de las novelas Trabajos del reino (2004), Señales que preceden al fin del mundo (2009) y La transmigración de los cuerpos (2013) –todas ellas editadas por Periférica– reconstruye los acontecimientos y lo sucedido en las horas, días e, incluso, años posteriores basándose en los informes y expedientes de las autoridades administrativas y judiciales y de los peritos, en las crónicas periodísticas del momento, en la tradición oral emanada de los supervivientes y sus familias y también en dos crónicas y en una novela posteriores a los hechos. Y en varios documentos fotográficos.
Dejando a un lado –aunque es muy importante en el libro– el señalamiento de las deficiencias, errores y omisiones sobre el terreno en la actuación de las autoridades y de los responsables de la investigación –el cierre prematuro de los tiros, siempre en el centro–, el apasionante relato de Herrera cuenta magníficamente unos hechos atroces y tiene como propósito restablecer el rostro humano de la tragedia, devolver a las víctimas su entidad y dignidad como personas y, al hilo, describir las condiciones de vida –analfabetismo, pobreza, ignorancia…– de los mineros y sus familias.
La apretada, rítmica, seca, sencilla y muy bien estructurada narración de Yuri Herrera logra integrar, en un texto de gran riqueza lingüística, los recursos literarios propios de un gran escritor con el lenguaje retórico, despersonalizado y deshumanizador de las instancias judiciales y periodísticas de la época, de manera que una emoción intangible va surgiendo entre las líneas de un aparente dossier en el que los nombres, los datos, las fechas, los oficios y los objetos se suman al tejido estético de la narración y van conformando su dimensión ética: se percibe la voz de quienes no tuvieron voz.
Las crónicas periodísticas y las pesquisas oficiales presentaron a los mineros como gente indolente y sin aprecio por su infortunada vida; elogiaron a la empresa norteamericana propietaria de la mina por sus esmeradas condiciones laborales y de seguridad; obviaron o redujeron a la nada a las mujeres de los trabajadores; encomiaron “el perfecto estado de salud” de los siete supervivientes, no censuraron que los médicos declararan muertos a todos los mineros que se encontraban dentro antes de examinar sus cuerpos y no criticaron la ausencia de autopsias; nada objetaron al entierro masivo y rápido de los restos carbonizados de los muertos en una fosa común y sin escuchar los deseos de los familiares; tampoco objetaron el sistema y monto de las indemnizaciones, ni tuvieron nada que decir de un ridícula placa que donó la colonia americana y en la que no figuraron ni el suceso ni los nombres de los muertos (que Herrera cita uno a uno). Y, por supuesto, aceptaron que nada se concluyera sobre la causa y origen del incendio y sobre la decisión de cerrar los tiros.
En una nota preliminar, Herrera dice que su libro “es una reticencia frente a la verdad jurídica que convirtió la historia en un episodio archivado”. Y también: “El silencio no es la ausencia de historia, es una historia oculta bajo una forma que es necesario descifrar”. A eso se aplica el libro, a expresar una reticencia y a descifrar una historia oculta.
Herrera insiste varias veces en el papel impersonalizador, cosificador y ocultador del lenguaje judicial, y escribe al fin: “Los secretarios del juzgado son traductores de voces: escuchan a ciudadanos sin calificación para dialogar con la ley y convierten su voz, singular, pedestre, en una voz universal y neutral que pueda encajar en los códigos con que funciona el proceso”.
Esta observación, muy atinada, va mucho más allá de los hechos que el libro de Yuri Herrera trata de esclarecer. Y es una observación que, indirectamente, apunta a la tarea de la literatura y del escritor: dar voz singular a los personajes. A las personas.