“Vamos a ver, Dinah, responde a mi pregunta. ¿Qué piensas de nuestros Estados Unidos? Llevas aquí un mes”
La pregunta de la entonces reportera Djuna Barnes (1892-1982) no tiene nada de particular, salvo que va dirigida a una gorila africana llevada a Nueva York por la Sociedad Zoológica de la ciudad en 1914. Barnes, que entonces tiene veintidós años, “entrevista” al animal en el interior de su jaula. ¿Anecdótico?
Es una anécdota, sí, pero con rango de categoría. Barnes, que nunca había estudiado regularmente en un colegio, tuvo la imaginativa osadía de reportear la novedosa aparición de la gorila en Nueva York en forma de personal conversación, ofreciendo a sus lectores, además, los datos pertinentes sobre el animal y aprovechando sus presuntas “opiniones” para deslizar apuntes sobre el elevado precio de los taxis neoyorkinos o la ya extendida costumbre de mascar chicle.
En La chica y la gorila, la joven reportera no se limita a escribir en primera persona, sino que se hace co-protagonista de su narración y, con un lenguaje fresco y desenfadado, y en los límites de la ficción, y como sucede otras veces, casi redondea un pequeño cuento. Por ello es pertinente que, en su entusiasta prólogo, la escritora y traductora María Ángeles Cabré diga que Barnes “no anticipa el nuevo periodismo surgido en los años sesenta, pero sí preludia algunas características del mismo”. O sea que, en realidad, sí lo anticipa, y más al incluir en sus reportajes sus propios sentimientos y puntos de vista, así como retazos de su vida pasada y presente.
Elba edita, con traducción de Amalia Anaya y Jorge Patiño, Mi Nueva York. 1913-1919, selección de dieciocho reportajes escritos por Djuna Barnes en ocho publicaciones entre las fechas señaladas en el subtítulo. Mondadori editó hace cerca de treinta años una más amplia antología de estos trabajos periodísticos con el título de Nueva York.
La neoyorquina Djuna Barnes, autora ya de un libro de poesía y próxima a debutar como dramaturga, todavía estaba lejos de convertirse en icono de la novela modernista y lésbica con libros como El almanaque de las mujeres (1928) y, sobre todo, El bosque de la noche (1936), su compleja obra maestra, que T.S. Eliot canonizó para siempre con su elogioso prólogo. A Barnes le faltaban por vivir los largos años del París de entreguerras con los escritores norteamericanos expatriados, años de amantes femeninas y alcoholismo creciente en la Rive Gauche, los años de su prolongado, discontinuo y frenético romance con la escultora y dibujante estadounidense Thelma Wood, años de los que fue finalmente rescatada por su amiga y protectora financiera, la simpar Peggy Guggenheim, que le pagó el viaje de vuelta a Nueva York, a su querido Greenwich Village.
En Greenwich Village vivía Djuna Barnes cuando escribió estos pimpantes y burbujeantes reportajes, llenos de humor y de gracia, entre los que no faltan varios dedicados, precisamente, al ambiente y a la gente del bohemio barrio al oeste de Manhattan, entre el río Hudson y la calle Broadway. En el Village volvió a vivir Barnes, ahora recluida y huraña, hasta morir a los noventa.
Gentes y ambientes, sí, y oficios, espectáculos y acontecimientos cotidianos en las calles y locales de un Nueva York bullicioso y lleno de contrastes que Barnes patea no ya sólo como periodista en misión de trabajo, sino como mujer resuelta a no perderse nada de lo que la ciudad le ofrece en la plenitud de su juventud.
Habla con unos y con otros, transcribe diálogos y conversaciones, sazona sus textos con citas de escritores que ya ha leído y admira, anota nombres de conocidos y de desconocidos… Del Bronx a Coney Island, de Brooklyn a Chinatown, la ciudad vibra y Djuna Barnes –irónica, zumbona, desprejuiciada, ávida y curiosa- vibra con ella. La escritora lo tenía claro. Un interlocutor le pregunta si el reportaje que está preparando va a ser “exclusivamente personal”, y ella, sin pestañear, contesta: “Lo soy, lo es todo el que escribe bien”.