“Y ahora se llevan a los caballos para que descansen sin que sepamos jamás qué les ha parecido la carrera que han corrido”. Esta cita de la novelista norteamericana Elizabeth Hardwick encabeza uno de los ocho cuentos (Buena madre) de Los mejores días (las afueras), de Magalí Etchebarne.
Es sorprendente que la retirada de los caballos a las cuadras del hipódromo suscite un interrogante (y un lamento implícito por desconocer la respuesta) acerca de su opinión sobre la carrera que acaban de protagonizar. En la frase de la autora de Noches insomnes hay una sorpresa, un quiebro y una irrupción brillante de lo inesperado que se corresponden perfectamente con la narrativa de Etchebarne.
Magalí Etchebarne, nacida en Remedios de Escalada (provincia de Buenos Aires) en 1983, publicó en Argentina Los mejores días, su primer libro, a los 33 años. Libro tan potente, de tan fuerte personalidad literaria, de mirada tan personal hacia la vida, anuncia a una escritora de singular y larga carrera.
En un mundo de locos y de cuerdos –cita inicial de Claire Keegan–, intercambiables con frecuencia, que tropiezan en sus existencias oscuras y confusas sin saber ni lo que buscan ni lo que quieren –como no sea, claro, la esquiva felicidad–, se desenvuelven peor que mejor los personajes de Etchebarne.
La escritora se ocupa fundamentalmente de familias –abuelas, madres, hijas y niñas– y de parejas en imposible aspiración al amor, la tranquilidad y el equilibrio. A veces, ni lo intentan. Saben o llegan a saber que les toca convivir y sobrevivir con anomalías dolorosas, con destinos inciertos, con golpes raros de la suerte que no permiten hacerse ilusiones.
En los relatos hay apuntes de sexo bronco, manotazos de la enfermedad, giros de la fortuna, animales inquietantes –conejos, perros, palomas, burros–, maternidades complejas y hombres a la deriva. A la deriva, en realidad, están todos los personajes, agarrándose cuando pueden a lo que pueden, de manera que el título del libro, Los mejores días, concentra sabor a amarga ironía.
Un malestar espiritual persistente se traduce en una atmósfera muy física –de una fisicidad que duele–, del mismo modo que el lenguaje de Etchebarne, su uso de la palabra, también configura, más allá de lo literario, un escenario material, más rocoso que vegetal, tan plástico como sonoro. Además, Etchebarne tiene una facilidad enorme para ir de una cosa a otra, de un personaje a otro, de un tiempo a otro, de dentro a afuera (y viceversa), a base de transiciones veloces, por corte, que dan extraordinaria movilidad a los relatos, dinámicos como el choque del amor y el odio, tan frecuente en sus historias.
En La nuez de Adán, la narradora escribe sobre una muchacha amiga: “Pero Natacha estaba ahí, esponjosa y antigua, con un olor horrible mezcla de comida y talco, y yo podía estar con ella y olvidarla después y a ella no le importaba. Era como una casa abandonada con todo adentro arrasado, listo para explorar y huir sin que nadie lo note ni reclame”.
Una chica que es como una casa abandonada y arrasada, propicia para ser recorrida y abandonada. En Los mejores días abundan y refulgen las comparaciones, las equiparaciones y las metáforas. Nunca consabidas ni previsibles, siempre apretados hallazgos: “Las novelas autobiográficas pueden ofender más que la foto de un culo”.