Impedimenta tuvo el acierto de editar con perseverancia y confianza varias novelas de la escritora inglesa Penelope Fitzgerald (1916-2000) bastante antes de que su nombre se hiciera definitivamente familiar entre nosotros gracias a la adaptación al cine de La librería (1978). De hecho, esta novela fue publicada por Impedimenta en 2010, siete años antes del estreno de la estupenda película de Isabel Coixet. Entre medias, Impedimenta tradujo Inocencia (1986), El inicio de la primavera (1988), La puerta de los ángeles (1990) y La flor azul (1995). Después, el pasado año, A la deriva (1979). Con el concurso pionero de dos ediciones de Mondadori, Fitzgerald ya estaba registrada, antes del éxito de la película, por los lectores españoles atentos.
Ahora Impedimenta ha editado Voces humanas (1980), con traducción de Eduardo Moga, que corresponde al primer ciclo novelístico de esta escritora tardía, que comenzó a publicar ficciones tras la muerte de su marido y que, en esa primera etapa, se inspiró en experiencias personales. En este caso, en su trabajo en la BBC durante la Segunda Guerra Mundial.
Despejemos cuanto antes un factor: ¿es Voces humanas una novela sobre el periodismo? La respuesta, en rigor, es no. Pero no cabe duda de que Fitzgerald despliega numerosos apuntes sobre el trabajo en la emisora en fechas tan cruciales, sobre la dificultad de sacar adelante su compromiso con la verdad, sobre el zoo de sus profesionales acechados por las interferencias políticas y por el clima bélico del momento.
Despliegue. Sucede en esta novela algo no muy habitual. Durante páginas y páginas, Voces humanas se manifiesta como una novela apaisada, en los terrenos de la coralidad, describiendo el microcosmos de la BBC y sus aledaños mediante un tejido de anécdotas pequeñas que van creando una visión panorámica no sólo de un trabajo profesional, sino, desde luego, de una sociedad que está viviendo con dificultades personales y colectivas en un tiempo excepcional, tiempo de guerra, del que se hace crónica. Con personajes secundarios, dos jefes de la emisora y tres de sus jóvenes asistentes femeninas vertebran principalmente el relato, que va más allá de los estudios, los despachos y los muros de la emisora.
De pronto, en la página 85, llega a la BBC una chica nueva, Annie Asra, hija –huérfana reciente– de un afinador de pianos, y, a partir de ese momento –de esa página–, la novela, sin dejar de ser la misma, es otra, pues se concentra y se intensifica en la nada fácil relación sentimental que esa muchacha llegará a tener con uno de los jefes, Sam.
Hay un realismo tranquilo –me invento esta expresión– que me parece propio de cierta novela inglesa del siglo XX, y en este realismo se inscribe la escritura de Penelope Fitzgerald: diálogos vivos y pinceladas que, por acumulación, van construyendo personajes y ambientes. Hay una fluidez tanto para lo dramático como para lo más liviano que sólo a veces se condensa en situaciones de mayor y necesaria intensidad, en las que la propia escritora, consecuentemente, parece cultivar el texto con deliberado detenimiento.
Precisamente, cuando tan entrada la novela, aparece Annie, Fitzgerald dedica seis páginas a su presentación –lo que no está exento de lógica–, concretamente a la relación entre la chica y su padre y, todavía más en concreto, a su trabajo común en el afinamiento de pianos: “A menudo, la afinación propiamente dicha tardaba mucho en empezar. Primero tenía que poner los achacosos pianos en buenas condiciones: había que calzar las grietas y suavizar los chirriantes pedales con vaselina. Annie estaba autorizada a pulsar las teclas, una tras otra, para comprobar si se quedaban atascadas. En ese caso, había que limar la madera con delicadeza. A veces, era menester aflojar los fieltros, o incluso quitarlos, para humedecerlos y plancharlos a continuación en la cocina o en la sacristía de la iglesia. Bajo la plancha, olían a oveja mojada, y, alineados en la tabla, parecían ovejas rojas o verdes. Luego había que volverlos a pegar a los martillos. El señor Asra nunca hacía nada ni deprisa ni despacio”.
Penelope Fitzgerald, igualmente, no cuenta las cosas ni deprisa ni despacio. Pero este párrafo, que es uno de los seis que, con idéntica atención a los detalles, la escritora dedica a la afinación de pianos del padre y la hija, no deja de ser curioso. En cierto modo, parece de otra novela, menos apaisada y mucho más literaria, intimista, psicologista, incluso plástica y sensorial. La librería, por ejemplo.