Por su estructura, contenido y tono, El cine de las sábanas blancas (Huerga & Fierro), de Augusto M. Torres, es uno de los libros más raros e insólitos que se han publicado en los últimos tiempos. El texto yuxtapone y baraja constantemente fragmentos ensayísticos y memorialísticos, cruzando éstos con frecuencia –sin que exista aviso o completa certeza de ello– la tenue línea que puede separar la memoria de la ficción. A día de hoy, no es ésta, ciertamente, la principal característica que dota de excepcionalidad al libro. La extrañeza se hace patente al comprobar la naturaleza de los contenidos yuxtapuestos: en lo ensayístico, minuciosas e informativas descripciones y glosas de la construcción y cualidades arquitectónicas de la inmensa mayoría de los coliseos y salas de cine madrileños –en su mayoría, desaparecidos–, que, frecuentados por el autor en su infancia, juventud y primera madurez, dan pie a M. Torres a evocar y valorar críticamente las películas que en ellos vio y su relación con su educación sentimental y su proceso formativo. Esta veta, aquí y allá, y en todo momento, se complementa tanto con apuntes sobre su propia trayectoria como crítico e historiador del cine y cineasta (productor, cortometrajista, guionista y director de largometrajes independientes y de perfil ajeno a los cánones de la industria y de la narrativa convencionales) como, sobre todo, con la constante expresión de opiniones y juicios sobre los rumbos tomados por el cine, en todos sus aspectos, desde las últimas décadas hasta hoy mismo.
Pero este filón de las salas madrileñas y las películas habilita a Augusto M. Torres para convocar a sus abuelos –es nieto del otrora popular escritor Augusto Martínez Olmedilla–, padres, hermanos y amigos (amigas, especialmente, como se verá), a sus familiares, conocidos y próximos, abriendo así la espita de una narración memorialística y autobiográfica –no vamos a hacer aquí distinciones–, en la que, en diversos pasajes, se vislumbra la posibilidad de incurrir en la autoficción o, si se prefiere, en la novelización de los hechos, sean éstos reales o imaginarios.
Este último aspecto rebasa la condición de la sospecha cuando el autor –siempre yuxtaponiendo–, adquiriendo su plena condición de narrador, cuenta incesantes y abundantes peripecias eróticas y sexuales vividas sea en el contexto de las salas de cine o en el ámbito del hogar y, en ocasiones, en la concurrencia o sucesión de ambos escenarios, sea con amigas y novias incipientes y primerizas o con empleadas del servicio doméstico familiar.
Sabido es que, durante el franquismo y sus epígonos, por la vía de la estimulación, la imitación y el consiguiente aprendizaje, el cine y el sexo –sobre todo en fase de iniciación transgresora– mantuvieron estrechas relaciones.
Esas relaciones alcanzan en El cine de las sábanas blancas una cumbre paroxística, tanto por su inusitada abundancia como por el lenguaje explícito y naturalista empleado por el narrador en las minuciosas, detalladas y muy físicas –órganos, jugos, olores– descripciones de tales lances.
Esta veta nos permite pasar a hablar, después de mencionar la estructura y el contenido del libro, de su tono y también de su estilo literario, culminación de la extraña y peculiar, atrayente y sorprendente índole de este libro, que nos hace transitar, siempre con interés, por el pasmo, la perplejidad y el regocijo.
Dejemos de lado, una vez nombradas para aviso del lector, las largas parrafadas en las que Martínez Torres, con reminiscencias benetianas, ferlosianas o del Nouveau Roman, encadena subordinadas, ignorando la posibilidad de introducir puntos y aparte o puntos y seguido –o guiones o paréntesis–, llevando al lector a surfear, con la respiración contenida, por altas olas de palabras y de frases. No todo el libro, ni mucho menos, está escrito así.
En cuanto al tono, y amén de las ya mencionadas descripciones de los proliferantes y a menudo delirantes lances sexuales –que hacen pensar en un Bukowski infiltrado en una atmósfera costumbrista–, El cine de las sábanas blancas reúne un sinfín de opiniones deslenguadas, incorrectas, chocantes, independientes e irreductibles en las que se agazapa, como en otros aspectos del libro, una voluntaria o involuntaria intromisión del sentido del humor y de la parodia, que, muchas veces, en lo que concierne al narrador, es plena y jocosa autoparodia.
De algún modo, El cine de las sábanas blancas completa y prolonga –a veces, repite– otro muy interesante libro de Augusto M. Torres (Las películas de mi vida, Espasa, 2002) y, en su vertiente erótica, sigue la línea de varias de sus novelas. Estoy pensando, por ejemplo, en Diálogos con una francesa (1990).
Cine, familia, sexo. Ensayo, memoria, ficción. El caso es que, como de rebote, y como ya sucedía en Las películas de mi vida, con una aparente apelación digamos que cinéfila y erótica, Augusto M. Torres vuelve a pergeñar, con el cine como epicentro, un valiosísimo libro sobre la ciudad de Madrid, la vida cotidiana y familiar de las clases medias durante el franquismo y el proceloso camino de toda una generación, hombres y mujeres, en su iniciación al sexo.
Veamos: “…Al igual que había ocurrido en las más obscuras escenas de la aburrida película, nada hicieron, ni dijeron, dejaron de reírse, o, mejor, la risa pasó de ser divertida a nerviosa, poco a poco subía las manos por los pecosos, suaves y calientes muslos, hasta llegar a las entrepiernas, que volví a notar húmedas, en ese momento la situación varió por completo, una vez más al unísono pasaron de ser pasivas, como habían sido en el cine, a convertirse en activas”.
En fin, tal vez por pudor, he entrado en una escena del libro "in media res", sin abordarla en sus lúbricos inicios ni en su lujurioso desarrollo posterior. El pasaje me sirve para proporcionar dos o tres detalles más. La galería de personajes del libro es abundantísima y bizarra a más no poder. Como las situaciones, por lo demás, ojo, tremendamente cotidianas a la vez. Aquí estamos ante una de las mejores y más extravagantes creaciones del narrador: "las gemelas pelirrojas anglicanas". Y la escena me permite recordar otra característica del libro: es frecuente la irrupción en él de auténticas set pieces, es decir, de escenas o pasajes, como el de las gemelas pelirrojas anglicanas, que, aunque con un sentido religado al conjunto, constituyen un relato autónomo y completo en sí mismo. Otra característica estructural de este caleidoscópico, divertido e infrecuente libro.