Alejandro Dumas retrata a María Estuardo
El escritor francés establece un canon de belleza para su protagonista y una estrategia de fascinación como hilo emocional y estético al que se aferren sus lectores
No frecuento la lectura de novelas históricas. Tampoco las biografías de grandes personajes de la Historia. Pero digamos que el verano puede ser un buen tiempo para las excepciones. He leído María Estuardo, de Alexandre Dumas (1802-1870), prolífico maestro del género, tantas veces situado en la frontera entre la novela y la biografía.
Publicado por Gatopardo, con traducción de Teresa Clavel, el libro pertenece a una serie de dieciocho obras que el escritor francés publicó, en la primera etapa de su agotadora carrera, bajo el título general de Crímenes célebres. Todavía no había dado a la imprenta las que serían sus novelas más famosas, Los tres mosqueteros (1844) y El conde de Montecristo (1845), y tampoco, por cierto, siempre tan viajero, había efectuado su periplo por España (1846).
“Hay, entre los reyes, nombres predestinados al infortunio”, sentencia Dumas padre en el arranque de su obra. María I de Escocia o María Estuardo (1542-1587) fue, al igual que sus ascendientes y descendientes, uno de esos nombres, y buena prueba de ello es la enorme cantidad de bibliografía tanto académica como de ficción acumulada ya sobre su familia y ella misma, así como la atención constante que le han deparado el cine y las series televisivas. Este mismo año pudimos ver María, reina de Escocia (Josie Rourke, 2018), cuando todavía coleaban en nuestra memoria diversas series.
El infortunio del que habla Dumas no es, claro, un infortunio repentino e inesperado que malogra de improviso vidas felices y cumplidas, sino un infortunio pertinaz, sostenido en el tiempo, forjado por reveses constantes, que nutren de desgracias y lances adversos, y casi sin tregua, una trayectoria de principio a fin. Esto es lo que convierte esas vidas en pasto fértil para novelistas y biógrafos, que depararán a sus lectores un carrusel incesante de emociones.
La vida de María Estuardo fue prácticamente una completa calamidad, y Dumas se centra en el período comprendido entre su abrupta viudez tras haber pasado unos buenos años en Francia y haber reinado muy brevemente en ese país como consorte y, desde los diecinueve años, el agitado tramo que transcurre desde su regreso a Escocia y a su trono y su decapitación, al tercer intento y tras dieciocho años y pico de cautiverio, por orden de su prima, la reina Isabel I de Inglaterra.
Consulten los datos donde prefieran, que aquí no hay cabida ni para un sucinto resumen de su azacanada existencia. El caso es que María, católica, bella y culta, se vio envuelta y fue víctima de las conspiraciones y los conflictos internos de Escocia y de las disputas entre Escocia y la anglicana Inglaterra. Pero no sólo fue víctima, ya que ella misma agitó complots, planeó asesinatos, se casó varias veces de forma imprudente y temeraria, tuvo amoríos prohibidos e inconvenientes, creó camarillas, se enfrentó a familiares que, a su vez, la confrontaban, perdió el trono y lo recuperó, vivió cautiverios y protagonizó fugas hasta el hachazo postrero.
De todo este copioso material –amores, crímenes, batallas, encarcelamientos, rebeldías, conjuras…- está hecho el libro de Alejandro Dumas –a quien nunca leí en mi juventud y que sólo he conocido a través del cine-, cuyas técnicas, al fin, me ha interesado conocer.
La inmensa mayoría de las novelas históricas actuales son primordialmente prolijos artefactos argumentales, repletos de lances de sangre y pasiones, en los que, al parecer, la enjundia literaria no se alcanza y en los que prima, para satisfacción de un lector meramente ávido de acontecimientos, una escritura directa, sencilla y mínimamente aseada.
No otra cosa muy distinta, como sabrán sus seguidores y conocedores, es, con mayor densidad y lustre, la escritura de Dumas, que maneja en su obra abundante información y, como se sigue haciendo ahora, se adentra en la intimidad de escenas de las que no pudo ser testigo, pone en pie diálogos eficaces como si los hubiera escuchado, describe con naturalismo, plasticidad y detalles suficientes acciones y escenarios y, en fin, logra esbozar los perfiles psicológicos de sus principales personajes, particularmente, como es natural, de esta trágica María Estuardo, propensa a llorar por sus desventuras y debilidades, pero también altiva, entera y resolutiva en sus errores, contratiempos y maquinaciones. Es de suponer que los historiadores, a día de hoy, dispondrán de datos más exactos.
Escribe Dumas muy al comienzo: “María Estuardo estaba entonces en la flor de su belleza, más esplendorosa aún bajo sus ropajes de luto; una belleza indescriptible que desprendía a su alrededor una fascinación a la que no escapó ni uno solo de aquellos a los que quiso gustar y que resultó fatal para casi todos”.
No existía, ciertamente, el cine hacia 1840, cuando Dumas publicó su libro, pero el escritor francés ya establece desde el principio, como en las películas que buscan captar públicos amplios, un canon de belleza para su protagonista y una estrategia de fascinación que habrá de ser el hilo emocional y estético al que se aferren sus lectores para disfrutar y sufrir con las peripecias, abocadas al drama final, de su personaje.