¿Leer o releer a Benito Pérez Galdós (1843-1920) también con ocasión del centenario de su muerte? Pues claro que sí, sin miramientos, ¡a ello! He escogido de mi biblioteca, sin específicas determinaciones o intenciones, un ejemplar de El amigo Manso (1882). Está fechado y firmado por mí a mano el 21 de agosto de 1976 –tenía yo 22 años- y lleva dentro una etiqueta de Editorial Gómez, la librería de la Plaza del Castillo de Pamplona, hoy penosamente desaparecida. Está editado en El libro de bolsillo de Alianza Editorial, que, junto con Crítica, sigue republicando a BPG con gran dedicación.
He tomado, sin embargo, un ejemplar de Fortunata y Jacinta (1887), editado por Planeta en 1993 (en su inolvidable colección de Clásicos Universales), para extraer de la cronología de su introducción –a cargo de los profesores Adolfo y Marisa Sotelo Vázquez- algunas pinceladas que sirvan para contextualizar la novela y, de paso, recordar algunos lances de la vida y obra de Galdós. Telegráficamente son éstos: el canario tenía aproximadamente 40 años cuando publicó El amigo Manso, dos décadas después de asentarse en Madrid; habían pasado doce años desde la publicación de su primera novela, La fontana de oro (1870); ya contaba con la crítica habitual (por lo general, favorable) de Clarín; influido por Balzac y Dickens, se movía por el realismo con un pie en el naturalismo; había hecho sus primeros viajes a París; había comenzado a veranear en Santander (aunque todavía no había comprado su finca “sardinera” de San Quintín); había publicado la segunda serie de las cinco que compondrían sus Episodios nacionales (46 novelas en total); el año anterior, con La desheredada, se había adentrado en el naturalismo y había iniciado la serie de Novelas Españolas Contemporáneas, que, dividida en dos ciclos, constaría de unos 21 títulos; había comenzado su amistad y sus polémicas religiosas con José María Pereda; se había ganado fama de anticlerical, atizada por Marcelino Menéndez Pelayo, y estaba a un paso de iniciar su relación amistosa y, muy pronto, amorosa con Emilia Pardo Bazán, que no le sacó de la soltería en la que se mantuvo hasta su muerte. Añadiré: faltaban cuatro años para su primera incursión en la política como diputado; cinco, para la muerte de su madre; siete, para su elección, por fin, como miembro de la Real Academia, y diez para el estreno de Realidad, la primera de sus numerosas obras teatrales llevada al escenario. Aquí lo dejo, que me estoy pasando. Sólo decir que El amigo Manso, como gran parte de su serie de Novelas Españolas Contemporáneas, certifica e intensifica el interés y la crítica de Galdós respecto a Madrid y a la sociedad madrileña de la Restauración (monárquica y borbónica), período abierto en 1874 con la entronización de Alfonso XII, que, pronunciamiento militar mediante, puso fin a la breve Primera República.
Este último apunte es relevante dada la prominencia otorgada por Galdós en la novela al nuevo clima político madrileño, alimentado por el afán de medro de oportunistas y arribistas como José María Manso, hermano del protagonista –que ha vuelto de Cuba porque allí ya pintan bastos para los españoles- y Manuel Peña, discípulo y rival amoroso del protagonista, el profesor Máximo Manso.
“Yo no existo…”, así empieza Máximo, el narrador, a contar su historia. Y es que El amigo Manso tiene detalles que hoy pueden sonar modernos: en el arranque, Máximo dice que es fruto de una idea, que un escritor amigo suyo –relación pirandelliana entre ficción y realidad- le ha creado en una redomita de laboratorio para acometer, con su propia contribución de sugerencias, un proyecto literario: “…salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal”. Y, a punto y seguido, uno de los muchos fogonazos del libro: “El dolor me dijo que yo era un hombre”. Y el otro detalle singular es que Manso cuenta el final de la historia después de haber muerto, observando y juzgando desde el Limbo, sin compasión y con desdén, a los principales personajes que le han acompañado en su peripecia.
La peripecia –frondosa, populosa, llena de protagonistas y secundarios, de situaciones y derivas- es la peripecia de la educación: la educación que Máximo Manso aborda con su joven vecino Manuel Peña, el hijo de la carnicera, y, de otra manera, con Irene, la sobrinita huérfana tutelada y utilizada por la temible Calígula, una amiga arruinada, fantasiosa y sablista que su difunta madre encomendó en mala hora a su cuidado.
Esa peripecia de la educación –reflejo del ideario krausista de BPG- se saldará con el fracaso, la decepción y el pesimismo. Considerado trasunto del propio Galdós, Máximo Manso, profesor soltero y solitario, es hombre cultivado, racionalista, metódico y ordenado, cualidades que en vano intentará inculcar a sus próximos. Al contrario, su entorno familiar –el hermano trepa venido de Cuba con los suyos-, vecinal –la arrolladora doña Javiera, madre de Peña- y amistoso –la tal Calígula y su sobrina Irene-, lejos de asimilar sus enseñanzas y de atenerse a su buen criterio y empeños, le arrastrará a un desbarajuste y malestar personal que, unido a la que está cayendo –una sociedad preocupada sólo por el dinero, el medro, el figurar y el lujo de nuevos ricos-, le llevará, y casi mejor así, a la tumba.
Tanto más cuando el iluso Manso se enamora como un tonto de la joven Irene, convertida en maestra bajo sus auspicios, que le ignora y le sale rana entregándose al emergente y ambicioso Peña, el chico que él mismo había educado a sus pechos con altos propósitos.
Aquí he de decir que los amores de Manso hacia Irene se me antojan, a día de hoy, amén de quiméricos, un poco bobos y entre cursis y propios de un viejo verde que, a sus treinta y muchos o cuarenta y algo, él no debería ser si su poderosa cabeza le hiciera comportarse con sentido común. Pero esa cabeza, tan ilustrada y filosófica, no sólo no le servirá a Manso para eludir o retener a Irene (ni a nadie), sino que, además, hace de él, en ocasiones, un tipo un tanto tostón y coñazo, demasiado autosuficiente y desdeñoso, aunque, para colmo, incapaz de imbuir a su entorno de las altas ideas que profesa y proclama. Son los tiempos, sí, los que juegan en su contra, pero el caso es que acaba resultando patético.
Galdós, ya se sabe, es deslumbrante, un superdotado en todo. Y muy pillo y artero en sus argucias para hilvanar –¡y titular!- uno tras otro –ligando el final de un episodio, el título precisamente y el comienzo del siguiente episodio- los breves y muy bien medidos capítulos de la novela, que va amasándose y creciendo en todas direcciones como un novelón –dicho sea en sentido coloquial- cuya lectura no se puede abandonar.
De estirpe cervantina y quijotesca, Galdós es óptimo en todo: la descripción de Madrid, del paisaje y paisanaje urbanos; la fijación de la identidad de cada personaje -¡y son muchos!- y de su modo diferenciado de hablar y comportarse; el equilibrio entre un riquísimo lenguaje culto y un lenguaje coloquial procedente de la calle, este segundo patente en los diálogos; la exposición de sus propias ideas y el reflejo crítico de las ideas y tendencias de la época; la perspicacia en el retrato psicológico de los personajes; el sostenimiento de un ritmo homogéneo en la construcción de la frase, el párrafo, el capítulo y, en suma, la narración entera; la expresión de multitud de proposiciones brillantes, sean de calado literario o/y también reflexivo; la mezcla de la gravedad y el humor en el punto de vista; el dominio y control sobre una trama caudalosa, compleja y sinuosa… En fin, lo que ya sabemos de Galdós, su maestría y virtuosismo en el logro y cumplimiento de los requisitos de una novela en verdad completa. Sepa el interesado, pues, que leer El amigo Manso –y hay otras muchas opciones, claro- es asomarse al Galdós esencial y total.
He comprobado, una vez más, lo que siempre sucede en las relecturas distanciadas muchos años de la primera lectura: hay variaciones en los puntos de interés que motivaron mis subrayados. El libro es el mismo, pero el lector y las incitaciones de su tiempo han cambiado. Por ejemplo, Manso pasea con su joven y, de momento, prometedora pupila Irene, que ya ocupa un lugar en su corazón, y dice: “Nuestras conversaciones en aquellos gratos paseos eran de asuntos generales, de aficiones, de gustos y, a veces, del grado de instrucción que se debe dar a las mujeres. Conformándose con mi opinión y apartándose del dictamen de tanto propagandista indigesto, manifestando antipatía a la sabiduría facultativa de las mujeres y a que anduviese en faldas el ejercicio de las profesiones propias del hombre; pero al mismo tiempo vituperaba la ignorancia, superstición y atraso en que viven la mayor parte de las españolas, de lo que tanto ella como yo deducíamos que el toque está en hallar un buen término medio”.
“Profesiones propias del hombre”. Don Benito era mucho más avanzado que la mayoría de sus colegas masculinos en lo que respecta a la educación y al ejercicio profesional de las mujeres, pero hoy ese “buen término medio” entre la sabiduría “facultativa” –especializada, experta, antes que opcional, supongo- y la ignorancia de las mujeres se queda corto. Emilia Pardo Bazán estaba a punto, ya entonces, de hacérselo saber.