Parece ser que Beatriz de Moura, editora de Tusquets, leyó en Le Monde un entusiasta artículo de Milan Kundera (autor de la casa) sobre El cuarto oscuro de Damócles (1958). Eso le llevó a publicar en 2009 la novela de Willem Frederik Hermans (1921-1995), continuando, al año siguiente, la difusión en España del escritor holandés con la edición de No dormir nunca más (1966). No he leído ninguna de estas dos novelas, y mi curiosidad hacia La casa intacta (1951), que ahora publica Gatopardo con traducción de Catalina Ginard Féron, se ha activado por el epílogo que firma el también holandés Cees Nooteboom (Desvío a Santiago), quien admite la equiparación que la crítica alemana hizo entre Céline y Hermans, bien entendido que este último no comparte el antisemitismo del francés.

De formación científica (Matemáticas, Física, Geografía), interesado por la filosofía del lógico positivista Ludwig Wittgenstein (sobre quien escribió), cultivador intenso de todos los géneros literarios, polemista desafiante con el establishment político y cultural de su país (que le buscó las cosquillas y forzó su traslado a vivir en París y Bruselas), Hermans -según todos los indicios- fue una persona difícil y un personaje complejo, con un fuerte acento individualista y radical. Nooteboom recuerda una esclarecedora autodefinición suya: “Nihilismo creativo, compasión agresiva, total misantropía”.

La casa intacta, una de sus primeras obras -el autor frisaba los 30 años- es una novela tan corta como contundente y demoledora. Causó un profundo malestar en Holanda, al ser interpretada como un cuestionamiento del discurso oficial sobre el heroico papel de la Resistencia holandesa durante la invasión nazi. Pero ése es un aspecto, nada más, del relato y, desde luego, no el más obvio ni relevante, al menos a día de hoy.

Cuando está terminando la Segunda Guerra Mundial, en algún lugar no especificado de Europa central, hacia el Este, un partisano se separa de su compañía y ocupa una casa señorial aparentemente vacía, enclavada en una pequeña población. El partisano se instala y, al mismo tiempo, se oculta en ella y utiliza sus enseres e intendencias para llevar una vida lo más confortable posible. La irrupción de sus propietarios, la constatación de que una habitación permanece inquietantemente cerrada y la llegada de tropas alemanas serán -sin añadir otros detalles y episodios a este resumen- algunos de los factores que alterarán gravemente la complicada permanencia del partisano en la mansión.

Es preciso, sin embargo, decir que la violencia más atroz, despiadada y seca, irá marcando la peripecia del anónimo protagonista de La casa intacta. Como parece natural, cabe interpretar la novela como una angustiada denuncia de la crueldad y el sinsentido de la guerra, de toda guerra, enfatizada por el nihilismo del protagonista y narrador -que sólo busca sobrevivir a cualquier precio- y por la inclusión de los personajes concurrentes -cuya ideología ni se expone, ni se examina, ni importa- en lo que Nooteboom llama un “universo sádico”.

En un momento dado, y muy decisivo, refiriéndose a la casa, dice el narrador: “Era como si todo ese tiempo ella hubiese representado un papel y sólo ahora se mostrara tal como había sido siempre en realidad: una cueva ventosa, llena de escombros e inmundicia”.

La casa, en efecto, como también señala Nooteboom, es un personaje de la novela -como también lo son un gato y unos (muchos) peces-, pero estas palabras del narrador certifican algo que el lector va sintiendo en la boca del estómago: la guerra, sí, pero “esa cueva ventosa, llena de escombros e inmundicia” es también el mundo, la sociedad, la condición humana, la vida y la existencia mismas. De manera que, bajo este prisma posible, La casa intacta se levanta sobre la guerra y su concreción histórica para erigirse como una metáfora, como una fábula universal e intemporal: vivir -que, entre otras cosas, es sobrevivir- es estar en guerra, con todo el absurdo, con toda la falta de sustancia moral y con toda la desazón existencial que acompaña a tal situación.

La casa intacta es, como dije, una novela breve y gracias, entre otros motivos, a esa brevedad, no le es difícil a Hermans -o eso parece- mantener un ritmo regular, un pulso y una respiración constantes que potencian y avivan la intriga y que se sustentan en una escritura de frases cortas, directas, sin grasa, que dan ritmo rápido al relato e incrementan su desolador objetivismo, a punto, por otra parte, de crear un clima onírico.

Me ha llamado la atención que sea un oficial alemán -ahora sí, dado el contexto histórico tanto de la acción como de la publicación del libro- el portavoz de un pensamiento -“mensaje”- en el que, a mi juicio, Hermans hace hincapié. Dice el militar, que es un militar profesional (eso cuenta): “Desde que estoy en el ejército -dijo-, me he afeitado todas las mañanas a las seis y media en punto, con agua caliente. Hoy hace exactamente cuarenta años que sirvo en el ejército. ¡Y me he afeitado siempre con agua caliente, con o sin guerra! ¡Eso es lo que yo entiendo por cultura! (…) ¡La cultura no perdona! ¡La cultura es unidad! ¡Las circunstancias excepcionales no son más que un subterfugio! ¡Vergüenza para aquel que se doblegue ante las circunstancias excepcionales, pues simplemente dejará de ser un hombre de cultura!”.

Ciertamente, el narrador, que escucha estas palabras, afirma a renglón seguido que no soporta al oficial alemán y que le trae sin cuidado lo que él entienda por cultura. ¿Quería Hermans poner en evidencia el lado ridículo del disciplinado rigor castrense?, ¿quería -todavía más- desenmascarar el cinismo de un militar instrumento de un régimen como el nazi que había desatado el horror y el crimen en Europa? ¿Afeitarse a las seis y media todos los días con agua caliente y calificar de subterfugio las “circunstancias excepcionales” que podrían malograr o desaconsejar esa costumbre es cultura? No sé qué pensarán ustedes si leen, como les recomiendo, La casa intacta, pero yo, obviando el contexto y a quien emite el dictamen -¿es posible obviar eso?-, he considerado interesante la reflexión del alemán, bajándole bastante, eso sí, el sonido. Tal vez porque pienso que una de las formas de la cultura -salvadora, además- consiste, sí, en practicar y no renunciar a determinados ritos y protocolos enraizados que suponen respeto y dignidad para uno mismo y para los demás. ¿En un centro de tortura también?, puede preguntar algún lector. No había pensado en eso, la verdad. Terrible pregunta, acorde con la novela.