La ciudad negra de Pío Baroja
En los veinte textos de 'Las calles siniestras' queda más que patente la vocación del escritor por el vagabundeo y, como observador, por el lado oscuro de la ciudad y de la vida
La portada negra, muy en consonancia con la línea editorial de La Felguera, es muy acorde con el título que, en letras doradas, aparece impreso: Las calles siniestras. Así tituló Pío Baroja (1872-1956) uno de los cuarenta artículos que publicó en el diario Ahora -entre 1932 y 1934- y que un año más tarde recogió en Vitrina pintoresca. De este libro proceden siete de los antologados ahora en Las calles siniestras, mientras que ocho vienen de otra recopilación de textos de prensa, El Tablado de Arlequín, que el escritor donostiarra publicó en 1904, el mismo año en que vio la luz su trilogía novelesca de La lucha por la vida: La busca, Mala hierba y Aurora roja.
En los arranques de su carrera literaria, después de sus primeras novelas vascas y sobre la vida fantástica, Baroja ya dejaba sentada su predilección por las afueras, por los suburbios, por las vidas sombrías, por las gentes en el límite o más allá del límite de la ciudad, de la pobreza, de la moral y de la ley.
Esa predilección era prolongación de otra, de su gusto por pasear, de noche a poder ser, entre descampados y chabolas, por los barrios madrileños del infortunio, el delito y la golfería, y entrar en sus tugurios, tabernas y casuchas, y hablar con sus moradores. Como recuerda el editor Servando Rocha en su prólogo -y documenta una adecuada selección fotográfica-, eso lo hizo Baroja -y queda reflejado en esta antología- también en sus estancias en París y en Londres.
En los veinte textos de Las calles siniestras -donde sólo hay cinco que no proceden de Vitrina pintoresca y El Tablado de Arlequín- queda más que patente su vocación por el vagabundeo –“mi corazón es vagabundo”, escribió de veinteañero- y, como observador, por el lado oscuro de la ciudad y de la vida. Baroja se acercaba a lo oscuro y a lo negro y, a su vez, arrojaba sobre ello, y sobre todo, una mirada oscura y negra, muchas veces sin contemplaciones, con fría óptica de indiferente aunque curioso indagador, y otras veces con secreta complicidad y con algún atisbo de piedad. Siempre, con pesimismo, con un pesimismo que parecía congénito, propio de sus humores y fluidos, aunque también resultado inevitable de lo observado y reflexionado. El mundo es ansí, podría decir citando el título de una de sus novelas, qué le voy a hacer yo, qué quieren que les diga: todo lo bueno se ha ido perdiendo y, si algo de bueno queda, todo indica que se perderá.
Biblioteca Nueva publicó en 1955 sus Paseos de un solitario, y no cabe duda de que, amén de un solitario -un individualista, sobre todo-, Baroja fue, hasta casi su último suspiro, un paseante. El subtítulo del libro que comento es Antología del eterno paseante. Tal vez, para quienes no tengan muy presentes algunas consideraciones hechas más arriba y para quienes resulten seducidos por cierto perfume que emana de ese subtítulo, convenga hacer un par de precisiones.
Se escribe y se publica mucho hoy sobre el paseo y el paseante, sobre las benéficas propiedades de lo primero y las airosas cualidades del segundo, a quien se acaba concibiendo, bajo las ilustres y muy francesas condiciones del flâneur, como una especie de diletante ocioso que deambula y callejea sin rumbo por la ciudad cosechando impresiones y experiencias satisfactorias para su temple ilustrado. No era exactamente ésa la actitud de Baroja.
Ni tampoco los escritos aquí reunidos -debe saberse por si acaso- describen propiamente el paseo, ni lo detallan bajo cláusulas de itinerario, espacio y tiempo, creando un mapa o una geografía del trayecto y consignando sus azares y circunstancias.
Lo que podemos leer, y con sumo gusto, en Las calles siniestras -advertidos de la veracidad de la presencia y emanaciones de lo siniestro- es, más bien, el resultado del paseo, de muchos paseos e incursiones, el botín, entre costumbrista y sociológico, ya clasificado con aptitud de entomólogo y servido con desahogo literario, de las observaciones y testimonios -Baroja recopila anécdotas, da voz a la gente con la que habla- del paseante por los oscuros derroteros que ha decido llevar.
Aquí y ahora, no voy a hablar otra vez de las ya sabidas y hace bien poco recordadas y refrescadas -con la aparición de los libritos de Baroja y yo- propiedades de la escritura barojiana y de su muy personal visión del mundo. Me limitaré a orientar la curiosidad del lector citando los títulos de los textos que, agavillados de Vitrina pintoresca, mejor informan, en el escenario de esas calles siniestras (ahora sin cursiva), de la fauna humana retratada y glosada por Baroja: Los charlatanes ambulantes, Verdugos y ajusticiados, Los vagabundos, Los mendigos, Gente de las afueras, Los horrores de las antiguas ferias…Si añadimos Familias trepadoras, Bohemia madrileña, El vago, Historia de anarquistas, Crónica: Hampa, Patología del golfo y Los gamberros, el lector podrá hacerse una perfecta idea del paisaje y del paisanaje por el que va a transitar y que le va a acompañar.
Sin embargo, citaré estas palabras que se salen y parecen pronunciarse fuera de la demarcación de la ciudad: “El vagabundo es comunista por temperamento; el labrador es individualista. El labrador no comprende la vida sin la propiedad; el vagabundo comprende la vida y odia la propiedad.
El labrador construye tapias y vallados, el vagabundo los salta; el labrador acota campos, el vagabundo los cruza.
El uno quiere que su heredad sea para él; el otro, que la tierra sea para todos (…)
El labrador ve en la tapia la defensa de sus intereses; el vagabundo, un obstáculo para su vida (…)
El vagabundo es romántico, andrajoso y espléndido; el agricultor, práctico, rico y miserable; el uno tiene familia, tiene hogar, tiene hacienda, tiene dinero; el otro no tiene nada más que la libertad, el cielo azul…”
Este texto, que forma parte de uno muy breve, atípico en este libro y atípico en la producción periodística recopilada de Baroja -también raro por su sinóptico esencialismo de prontuario-, procede de El Tablado de Arlequín. De 1904, recordemos. Trae ecos de juventud, de romántico anarquismo. Y recuerda los riesgos que tantas veces, joven o viejo, Baroja se tomó al expresar sus muy personales opiniones.