La gran novela japonesa del siglo XX, hoy prolongada con la posmodernidad accesible de Haruki Murakami, tuvo como pórtico renovador a Natsume Soseki, evolucionó con la generación de Yasunari Kawabata, Junichiro Tanizaki y el efímero y malogrado Ryunosuke Akutagawa y se prolongó con la generación de Yukio Mishima y Kenzaburo Oé. La novelística de Yasushi Inoue (1907-1991) pertenece a una oleada intermedia, muy afectada por la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, a otro eslabón en la dialéctica, destinada al avance y vivida constantemente por el propio país, entre la tradición y la modernidad, entre Oriente y Occidente.
Cuando Anagrama publicó en 2006 La escopeta de caza (1949), tenso drama de amores adúlteros, descubrí a Yasushi Inoue, pero no di continuidad a su lectura cuando Sexto Piso editó en 2014 y 2016, respectivamente, Furinkazan. La epopeya del clan Takeda (1953) y Luna llena y otros cuentos, relatos y poemas escritos en los años 50.
Con excelente traducción de Marina Bornas, Sexto Piso publica ahora Mi madre (1975), bellísimo conjunto de tres piezas literarias, escritas a lo largo de casi una década, en las que Inoue, también periodista y poeta, narra los últimos nueve años de la vida de su anciana madre, años marcados, en sus inicios, por la reciente muerte de su marido (el padre del escritor) y por los comienzos, al cumplir los 80, de un progresivo deterioro de la memoria y por la irrupción de una demencia senil que llegó a su máxima manifestación poco antes de su muerte.
Tres piezas literarias, he dicho. ¿Y de qué género? Mi madre no es una novela, ni una obra biográfica o autobiográfica, ni una crónica, ni un ensayo. Pero participa de todos esos registros, sumida bajo una mirada poética -nada ñoña- que se manifiesta en la selección de episodios e instantes -también en su relación con lo novelesco-, en el tono y en la delicadeza de la forma, de la escritura. Mi madre, como ya cabe suponer,no es tampoco un relato testimonial, notarial, de oportunidad, que busque dejar constancia de un fenómeno de alcance general -la demencia senil- con pretensión orientadora o sociológica. Nada de eso.
Desde que la madre comienza -todavía muy vital- a repetirse parlanchinamente como un disco rayado hasta que se convierte en una niña avejentada o en una vieja aniñada, físicamente encogida y encerrada en el mutismo, Inoue va construyendo su narración sobre tres fenómenos principales: la regresión de la madre a la edad y a la mentalidad infantil, el creciente borrado de recuerdos -dosificado por épocas y de adelante hacia atrás- y del conocimiento de la identidad de las personas que la rodean y el permanente, tenaz y obstinado deseo de regresar -escapar- a la casa familiar.
En el curso de la narración, el escritor y narrador pone en pie tres escenarios principales -su domicilio en Tokio, su casa de verano y la casa familiar de sus padres- y un conjunto de personajes que interactúan con su madre y con él mismo: principalmente, sus dos hermanas, su esposa y sus tres hijos adolescentes. Estos escenarios diferenciados y estos personajes -hay más-, junto a los hechos y momentos narrados, dotan de una cierta urdimbre novelesca y, con las propias reflexiones del escritor, dan cierto pálpito ensayístico -mejor de ideas, a secas- al libro, pues todos ellos piensan, dialogan y profundizan sobre el proceso que protagoniza su madre, suegra y abuela. Abuela, precisamente, le llaman todos.
Y es que ese proceso, según vamos viendo, no consiste meramente en una mera extinción de las facultades mentales e intelectuales, sino que, en su desarrollo, contiene algunas claves internas que bien podrían revelar cuál ha sido la personalidad de la abuela -a veces tiránica, arrogante, engreída, fría-, cómo fue la relación con su marido -el primero que borra de su cabeza- y con sus hijos. ¿Por qué ese deseo permanente de huir con su maletita a la casa del pueblo y estar sola? Cuando noche tras noche se levanta de la cama y entra o trata de entrar en las habitaciones de los demás, ¿quién es? ¿una madre que busca a sus hijos o una niña que busca a su madre? ¿Acaso, viviendo en casa ajena, busca en realidad su propia habitación, la habitación de su pasado en la que ella reconocería su identidad, también desvanecida? Inoue, con la colaboración de su familia, encuentra en la demencia senil algo más que un decaimiento o supresión de las facultades cognitivas y de la memoria. El comportamiento de la madre demente es ajeno a la lógica y a las reglas que gobiernan a los demás, pero, a base de observar, se diría que la abuela, que no controla ya obviamente el mundo exterior ni su propio mundo interno, se desenvuelve dentro de este último con arreglo a unas pautas, a unas claves y a una “lógica otra” que están inducidas por lo que vivió y por cómo lo vivió, por quien ella misma fue y, en cierto modo, sigue siendo.
Mi madre es, ciertamente, un libro muy hermoso, sometido férreamente a un tono de moderación alejado tanto del dramatismo como de la tentación de lo cómico o de la banalidad de lo chocante, nivelado por una inteligencia sutil y por una prosa sencilla, elegante y disciplinada que transita equilibradamente, sin alterarse, tanto por lo luminoso como por lo oscuro, acertando a explorar, en el mismo envite, el pasado y el presente, la individualidad y el nexo familiar, el amor y la muerte.
Cuando la abuela está en la casa del escritor, es la hija adolescente de éste, Yoshiko, quien ha demostrado tener mejor mano para ocuparse de ella por la noche. Así cuenta cómo la acuesta: “Lo hago muy deprisa: la ayudo a quitarse el kimono, le pongo el camisón, la acuesto en el futón, la tapo hasta los hombros y le doy unas palmaditas por encima de la sábana. Luego le acerco unos pañuelos, su monedero y una linterna, se lo enseño todo y le digo que lo dejaré a su lado, junto a la almohada. Luego vuelvo a darle unas palmaditas por encima de la sábana, a la altura de los hombros. Si no lo hago, no se queda tranquila. Salgo al pasillo, apago la luz de su habitación y espero un rato. Si no se levanta en dos o tres minutos, es que todo va bien”.
Y después de esta conmovedora explicación, la nieta añade: “¿Sabéis por quién me toma la abuela?...Cree que soy su criada…Además, sospecho que me toma por una criada mayor que ella. Se porta como una niña mimada, se enfada…” Y, en otro momento, Yoshiko dice sobre su abuela: “Ahora piensa y siente cosas que ni siquiera podemos imaginar”.
El lector de Mi madre llega a comprender que quizás, algún día, él mismo pueda pensar y sentir cosas que ahora ni siquiera puede imaginar.