Como es natural, he rendido tributo en estos días a Alfred Hitchcock, volviendo a ver varias de sus películas y, entre ellas, Yo confieso (1952), una de las más endebles, vaya por Dios. A continuación, como hago siempre, releí las opiniones del genio sobre su película en el libro de conversaciones con Francois Truffaut. Hitchcock dice que no quería a Anne Baxter como protagonista, sino a la actriz sueca Anita Björk, que se presentó en Estados Unidos “con su amante y un bebé ilegítimo”. Temerosa de un escándalo -dentro de la doble moral que imperaba entonces-, la Warner, productora de la película, devolvió a Anita Björk “a sus fiordos” e impuso a Anne Baxter como protagonista.
El amante de Björk -y luego marido por muy breve tiempo- no era otro que el escritor sueco Stig Dagerman (1923-1954), que se suicidaría dentro de un coche muy pocos años después. Tanto Hitchcock como Dajerman habían apreciado con entusiasmo el trabajo de Anita -gran actriz de teatro e inminente intérprete de Ingmar Bergman- en La señorita Julia, la película de Alf Sjöberg que ganó el Festival de Cannes de 1951, basada en la obra teatral homónima de August Strindberg, cuyas tenebrosas angustias tanta influencia tenían sobre el escritor sueco.
Puede parecer esta introducción un modo demasiado oblicuo e, incluso, ligero de abordar un texto tan categórico como Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…, que ha editado Pepitas con traducción de José María Caba, pero el caso es que el librito contiene también un perfil u obituario sobre Dagerman (La tragedia del genio) que Federica Montseny, dirigente anarcosindicalista y efímera ministra de Sanidad durante la II República, publicó en 1954 en Cénit, revista del exilio anarquista español de Toulouse. Montseny, evocando la muerte en soledad de Dagerman en un garaje, pregunta -grita, más bien- con crudeza: “¿Dónde estaba Anita Björk?”.
Montseny, amiga personal de Dagerman, en su interesante y muy bien escrito artículo-retrato, se muestra rotundamente partidaria de Anne Marie Götze, fiel y entregada esposa del escritor desde 1943 y madre de sus dos primeros hijos, a la que él abandonó para unirse a Anita Björk, quien, puestos a decirlo (casi) todo, tuvo un romance con Graham Greene. Anne Marie, de nacionalidad alemana, era hija del exilio anarquista español, hilo que unido al ideario anarquista del padre del novelista, dramaturgo, poeta y ensayista sueco, da razón y contexto a la militancia anarquista del autor.
El libro de Pepitas fija nítidamente el anarquismo de Stig Dagerman con dos textos más. Uno, escrito por el editor y activista francés Marc Tomsin, y el otro, muy revelador, publicado por el propio Dagerman a los 23 años. Este texto, que deja noticia de su simpatía hacia el anarquismo español, propone el “primitivismo intelectual”, que el escritor libertario sea ”un gusano de tierra en el humus cultural” para fertilizarlo y un “político de lo imposible en un mundo donde los políticos de lo posible son muy numerosos”. En su artículo, Dagerman carga contra los sistemas estatales, sean autoritarios o democráticos, pues el Estado, de una clase o de otra, es un productor de terror y de angustia.
Y, de la mano de la angustia o con la angustia en la mano, llegamos a Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…, el trágico, intenso, poético y cegador texto que Dagerman publicó en mayo de 1952, dos años y pico antes de suicidarse, presagio absoluto de su fatal desenlace. Dagerman, cuando murió a los 31 años, era la figura joven más consolidada y prometedora de las letras suecas e, incluso, nórdicas. Había tocado todos los palos de la literatura -ensayo, poesía, cuento, periodismo-, había estrenado cuatro piezas teatrales y había publicado cuatro novelas: La serpiente (1945), Gato escaldado (1948) y La isla de los condenados (1949) están publicadas en España. A partir de la última, y pese a constantes tentativas, Dagerman entró hasta su suicidio en unos años de bloqueo creativo. En 1950 ingresó una temporada en una clínica psiquiátrica; en 1953 intentó quitarse la vida por primera vez.
Un inciso (más). Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…ya se publicó en España, por lo menos, en 1997. Pero no me crucé con él. Tampoco con sus novelas. Descubrí muy tardíamente a Stig Dagerman cuando en 2014 Nórdica publicó El hombre desconocido, una compilación de veinticinco de sus relatos que comenté aquí mismo. Y ahora viene lo gordo: en esa antología también está Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…Consulto el volumen de Nórdica y resulta que lo subrayé abundantemente, incluso subrayé -no siempre- las mismas líneas y párrafos que ahora he subrayado en la edición de Pepitas. Sin embargo, lo que son las cosas, está visto que no me produjo el impacto que me ha producido ahora y que ni lo mencioné en el “post”, que hoy me parece claramente insuficiente. Mea culpa.
¿Existe la etiqueta “pensamiento confesional”? Pues si no existe, me la invento ahora para etiquetar este libro de ideas y confesiones, este hermoso, estremecedor, poético, político, filosófico y, pese a todo, pese a estar muy asomado al precipicio de la muerte, muy vitalista texto de Stig Dagerman, quien -sin que yo quiera obviar aquí sus ideas anarquistas- tal vez seguía siendo -como el Strindberg que amaba- un adolescente inconformista, soñador, idealista y, por tanto, angustiado con las desazones de la vida y con las oscuridades del mundo, un mundo que, además, había conocido el horror de las dictaduras comunista, nazi y fascista, la guerra, el Holocausto y la posguerra, el mundo en que le había tocado crecer al escritor y que ya había alumbrado -notoriamente, a partir de los años 40- el pensamiento existencialista, cuyo enfoque del absurdo, de la sinrazón y de la angustia de vivir no le es ajeno.
Dajerman había vivido su infancia en el campo y lejos de sus padres, y siempre añoró un mundo rural que iba desapareciendo y desapareció a sus ojos, mientras su inmenso talento derivaba en una creciente disconformidad con la limitada vida que salía a su paso, en una impotencia ante la imposibilidad de modificar la realidad a mejor y en una ambición desmedidamente exigente por lograr la obra literaria perfecta. Se siente esclavo de su talento, amenazado por el poder del exceso y de la amargura, entre la desesperación y la espera, preso -pues ninguna libertad disponible es suficiente- e insatisfecho pese a los consuelos parciales (y falsos, dice) y a las maravillas de las que disfruta en ocasiones. Se siente solo, sin interés ni por el dinero ni por la gloria: “sólo me importa aquello que nunca consigo: la confirmación de que mis palabras conmueven el corazón del mundo”.
¡Conmover el corazón del mundo! Ahí es nada. Lo que es seguro es que las apenas diez apretadas y esenciales páginas de Nuestra necesidad de consuelo es insaciable…conmueven y han de conmover, y también deslumbrar, al lector, al escritor y al pensador -hay unas sugerentes reflexiones sobre el tiempo- que las lean despacio, temerosos de llegar a su final, a la terrible ambigüedad del final.