Las cartas, bocarriba desde el principio. El revés de la trama arranca con una cita del escritor católico francés Charles Péguy (1873-1914): “El pecador ocupa el centro mismo de la cristiandad… Nadie es más competente que él en materia de cristianismo. Nadie, salvo el santo”.
Graham Greene (1904-1991) se convirtió al catolicismo a los veintidós años. Las cuestiones de la fe y de la conciencia, a la luz de la moral católica, ocupan un lugar muy relevante en las novelas del escritor inglés, especialmente en tres libros que, a su vez, son probablemente sus obras maestras: El poder y la gloria (1940), El final del affaire (1951) y, entre ambas, El revés de la trama (1948), que ahora edita Libros del Asteroide con excelente traducción de Jaime Zulaika.
Como en otras ocasiones, El revés de la trama se nutre de las experiencias personales de Greene. Amén de acoger los conflictos derivados de su agónica y poco convencional vivencia del catolicismo, la novela se sitúa en una colonia británica de África occidental durante la II Guerra Mundial. Aunque no lo nombra en el texto, Greene reconoció más tarde que el país en el que se desarrolla la acción es Sierra Leona, donde el escritor -como hiciera en otros lugares- acababa de prestar sus servicios como espía para el MI6. La pelea de conciencia que vive el protagonista al estar escindido entre el amor (relativo) a su esposa y la pasión (descriptible) por otra mujer es reflejo del largo debate interior que Greene experimentó en distintos momentos de su vida entre el deber de fidelidad a su esposa Vivien Dayrell-Browning y sus múltiples adulterios. En la época de escritura de El revés de la trama, ya había iniciado su muy importante relación con Catherine Walston -por la que dejó a su mujer y a sus dos hijos, sin divorciarse-, relación tratada de manera más ajustada al caso en El final del affaire, novela también publicada por Libros del Asteroide.
Henry Scobie es un policía británico, oscuro y anodino, que frisa los cincuenta años y no parece tener posibilidades de ascender a comisario, pese a la pulcritud con la que desempeña sus tareas, especialmente la de registrar, en busca de diamantes, los barcos que atracan en el puerto de la ciudad (¿Freetown?). Su esposa, Louise, también católica y más devota, lo ama, pero está descorazonada tanto por el escaso porvenir de su agrisado marido como por la falta de amistades entre los miembros británicos de la colonia, que la consideran una intelectual por su afición a la poesía. Sin romper con Henry, Louise desea marcharse una temporada a Sudáfrica, cosa que acabará haciendo complicando la estricta honradez de su marido, que no dispone del dinero para pagar su pasaje.
Esta situación de partida se embarra con la intervención de tres personajes más, básicamente, que otorgan gran densidad al nudo argumental y contribuyen decisivamente a la explosión de los conflictos morales que
forman el núcleo esencial de la novela: el recién llegado y muy siniestro Wilson, un posible espía e informante camuflado, que se enamora de Louise y la pretende sin pamplinas; Yusef, un poderoso comerciante sirio metido en asuntos delictivos, que busca estrechar su amistad con Henry para sus turbios fines y, después, la muy joven y poco agraciada Helen, superviviente de un naufragio, que inicia, en ausencia temporal de Louise, un peligroso y desigual romance con Henry. Más allá -o más acá- de los enjundiosos asuntos de la fe y de la moral -el mismo Dios es un personaje incómodo metido en el lío- que conforman la novela, este elenco de personajes -más el fantasma de una hija muerta- está magníficamente definido, presta una sólida urdimbre dramática al argumento y, mediante su interacción, da lugar tanto a situaciones muy comprometidas como a la creación de una expectativa y de una intriga de las que el lector no podrá despegarse.
El propio Greene -como también hicieran sus críticos- distinguió en su novelística entre novelas mayores y novelas de entretenimiento. El revés de la trama pertenecería al primer grupo, pero ni las “novelas mayores” de Greene son ajenas al mandamiento de propiciar el ávido interés del lector hacia sus peripecias, ni las historias de “entretenimiento” -salvo alguna excepción- dejan de contener temas de notable sustancia.
Seguramente, y por falta de costumbre, algún lector se sentirá sorprendido e, incluso, descolocado – y al borde de perder la conexión con la novela-, al encarar la relevancia que para Henry y Louise adquieren asuntos como rezar, ir a misa, confesarse, comulgar en estado de gracia, incurrir en sacrilegio o estar pendientes del juicio y de la misericordia de Dios. No son éstos, ciertamente, temas de frecuencia corriente en las novelas actuales. Greene los bordó en su fondo, pero también los usó con gran eficacia como elementos instrumentales tanto para un objetivo dramático como para alimentar la mera intriga de sus argumentos. En 1953, George More O'Ferrall dirigió una película de título homónimo, con un gran reparto encabezado por Trevor Howard.
Con todo, Henry Scobie es, en efecto, un gran personaje dramático, comparable a cualquier otro gran personaje de la novela del siglo XX. Su grisura rayana en la indolencia, su mediocridad drástica en contraste compatible con su entereza, la sensación de perdedor que acarrea sobre sus espaldas, su tonta sensación de ser feliz sin felicidad ni paz, su estricto afán por decir la verdad y ser íntegro -que chocará con la necesidad de mentir y de trampear-, el combate que mantiene con su conciencia -con su afán de virtud, con el pecado, con la culpa, con el arrepentimiento-, su arriesgada tendencia a la compasión y a la piedad -tan difíciles de combinar con el amor- y, en fin, su modo mismo de vivir el amor sin entrega, sin resultado, sin vibración reconocible, sin apariencia, hacen de él un tipo extremadamente patético, de un patetismo que, a mi juicio, se inscribe en el universo de desorientación y absurdo propio del existencialismo de la época, aunque se trate de un existencialismo de heterodoxa y muy dubitativa entraña católica. Ni Unamuno ni Camus -ni tal vez Dostoievski- están lejos de esta novela.
Novela, El revés de la trama, que, para crear el clima físico, el ambiente exterior que acompasa a la asfixia del alma, va acumulando constantes pinceladas sobre el calor agobiante, la lluvia, las cucarachas, las ratas, los mosquitos, los buitres, la enfermedad, la muerte, el crimen y otra serie de ingredientes que, con el eco de la guerra y la evidencia de la pobreza, configuran un infierno, el escenario de abismo y condena que da sostén a una historia de pérdidas y de fracasos.
Scobie ya ha iniciado su relación con Helen, y así escribe Greene sus pensamientos: “Cuando Helen se volvió y la luz le dio en la cara le pareció una chica fea, con la fealdad transitoria de un niño. La fealdad era como unas esposas en las muñecas de Scobie (…) Él no tenía sentido de responsabilidad para con los hermosos, los agraciados, los inteligentes. Podían encontrar su propio camino. Era la cara por la que nadie se desviaría de su ruta, la cara que nunca sorprendería una mirada codiciosa, la cara que pronto se habituaría a los desaires y a la indiferencia la que reclamaba su vasallaje. La palabra “compasión” se usa con la misma ligereza que la palabra “amor”: la terrible pasión promiscua que pocos experimentan”.
Ya dije, el amor y la compasión -y su confusión- juegan un importante papel en esta historia. No sé de dónde sale la monserga de que Graham Greene fue un novelista menor. Siempre lo tuve por mayor. Se ha dicho que empleaba un vocabulario sencillo, eficiente por encima de todo. Desde luego, y muy brillante a la hora de los diálogos y de la construcción de ideas sentenciosas. Lo que sucede es que ese vocabulario sencillo logra con gran frecuencia -y a diferencia de lo que consiguen estilistas más rimbombantes e impostados- crear y describir mundos, sentimientos y pensamientos en verdad complejos y de gran peso específico.