El inicio de la lectura de Un amor (Anagrama) puede resultar incómodo. Es incómodo. Aun conociendo la literatura de Sara Mesa, el lector —que no escarmienta— se aferra a los signos de realidad que encuentra, pero pronto, sin embargo, se le hace todo extraño y puede experimentar la necesidad de rechazar esa extrañeza. El relato no fructifica, pese a algunas apariencias, pese a los indicios de realismo que contiene, pese a lo reconocible de algunos rasgos en una narración realista. El lector debe readaptarse, aceptar que la escritora tiene, como siempre, otros planes, sus planes. El lector no debe tropezar, dañarse con esa extrañeza, sino entrar en ella, explorarla, dejarse llevar.
Dejarse llevar significa entrar abducido —aunque también uno se lesione— en un territorio de misterio, inseguridad y miedo, en una abstracción figurativa —¿no es eso extraño?— en la que, indefectiblemente, volverán a manifestarse las enfermedades del alma que son siempre el objeto de la narrativa de Sara Mesa. El alma de todos y cada uno de sus personajes está enferma y el mundo y la sociedad también. Una cosa lleva a la otra en un círculo cerrado.
Nat, una mujer en la treintena, ha alquilado una casa barata y averiada en el pueblo de La Escapa. Iremos sabiendo algunas cosas (pocas) de ella: va a dedicarse a la traducción literaria por vez primera. No sabemos nada de su pasado ni de las personas con las que se relacionaba. Nadie del mundo que dejó atrás entra ahora en su vida. Más tarde sabremos que fue expulsada de la empresa en la que trabajaba —en la traducción comercial— por un pequeño hurto sin sentido. Mucho después conoceremos que sufrió abusos en su infancia. No sabemos muy bien qué pinta tiene; no nos haremos una idea de cómo es la casa que ha alquilado; no conseguiremos tener una idea ni un mapa visual del pueblo de La Escapa, tutelado por una montaña con el desasosegante nombre de El Glauco; no sabremos apenas del conjunto de sus habitantes; no tendremos noticia de la rutina cotidiana de sus horas, salvo de su dedicación a la traducción… Es decir, no dispondremos de un paisaje físico amplio e identificable como real ni tampoco encontraremos una verosimilitud psicológica que explique el comportamiento de Nat (Natalia), que se verá a sí misma como “anómala y defectuosa”, siempre presumiendo que sus decisiones y sus pasos son erróneos, siempre haciéndose preguntas, siempre inconforme y hostil a los demás, descontenta, temerosa, insegura. ¿Es una neurótica? Lo es. Lo son sus pesadillas. Parece destinada a vivir una.
Y Nat, aunque rechaza involucrarse en los problemas de la comunidad, va entrando en relación inevitable con algunos habitantes de La Escapa: el ordinario, intimidante y violento casero que le regala a Sieso, un perro enfermo y evasivo; Píter, un hippie según ella, que hace vidrieras y se muestra protector e interesado; la episódica muchacha que atiende la tienda del pueblo; una pareja de ancianos, ella, Roberta, demenciada; la familia de la ciudad que ejerce de dominguera en el chalet vecino durante los fines de semana y Andreas, conocido como El Alemán, un hombre solitario, maduro e incógnito. Con motivo o sin él, Nat recela de todos ellos, no cree que nada bueno pueda derivarse del trato con ellos. En principio.
Antes de seguir, lo que vamos comprendiendo con la lectura es que, con estos ingredientes y pese a ellos, no estamos exactamente ante una novela que, como otras más o menos recientes, nos va a explicar la frustración —o los peligros y desengaños— del consabido sueño urbanita de irse a vivir al campo. ¿O sí? Estamos ante el sello de Sara Mesa que consiste en alejarse de aquello a lo que parece aproximarse, en tratar de un asunto distinto del que parece estar tratando (y de hecho trata), en poner el foco en lo real para ir fraguando un clima irreal (¿o es al revés?), en trascender las angustias palpables con una angustia cuasimetafísica, al borde de un terror que no anida tanto —aunque se nutra de ellas— en las amenazas externas como en las tormentas interiores. A la postre, hay un juego de espejos entre lo de afuera y lo de adentro.
Contra todo pronóstico, Nat recibe una propuesta inesperada e indecente. Contra todo pronóstico, responde afirmativamente. Nat no es un prodigio de coherencia, ciertamente, pero su decisión nos pilla por sorpresa. Ahora vamos a saber algo en verdad sustancial de ella, algo que quizá ni ella misma sabía, de sus deseos —manos que le recorran los costados—, de su necesidad fatal de amor y de sexo. La novela, entonces, se concentra y se centra, se adensa, gana carne, se hace carnal, destapa cajas que permanecían cerradas. Pero sigue por los senderos de lo extraño, de lo que se explica sólo como inexplicable, sobre suelos en los que el lector corre el riesgo de pisar en falso y fracturarse un tobillo.
Creo que son algo gruesos —por más que estemos viendo a un tipo de macho intolerable que conocemos— los trazos que dibujan al casero y no acierto a ver la rentabilidad de significado que se desprende de la sobrevenida actividad como traductora literaria de Nat y de las reflexiones (breves) que Mesa introduce sobre las palabras y su uso pertinente. Pese a estos pequeños reparos, Un amor nos conduce magistralmente a través de una perturbadora niebla que nos empapa de un malestar esencial. Lo que identificamos como propio de las graves deficiencias y patologías de la sociedad y del mundo que hoy nos rodea —productores de personalidades enfermas y enfermantes, de brotes de desquiciada violencia—, no nos impregna ni nos agobia tanto, siendo mucho, como la propia enfermedad latente y palpitante en el relato mismo, en los más intangibles pliegues, hilvanes, costuras y dobladillos que llevan, una vez más, la sugestiva textura literaria urdida por la mirada nocturna de Sara Mesa a un universo de incómodos enigmas y acechantes sombras.
Escribe Sara Mesa, piensa Nat: “¿Es una obsesión? Sí, claramente es una obsesión. Pero no sólo eso, se dice. Es un rapto, una metamorfosis, una transformación radical de lo esperado. Lo que estaba fuera, en la lejanía del paisaje, lo que era invisible y carecía de interés, está ahora dentro de ella, habitándola, sacudiéndola”.
Rapto, metamorfosis, transformación. De algún modo, Sara Mesa está describiendo también la experiencia que vive el lector, que hace vivir al lector, al quedar sumergido en sus relatos.