Anagrama publicó el año pasado El Gatopardo, la única novela del príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957). Su autor no pudo verla publicada en vida tras sufrir su manuscrito el rechazo de editoriales tan prestigiosas como Mondadori y Einaudi. Una gestión de Giorgio Bassani remedió tanta ceguera y tantos rencores personales gracias al buen ojo del inclasificable Giangiacomo Feltrinelli, que la publicó en su editorial en 1958 como poco antes había publicado, contra viento y marea, Doctor Zhivago, de Boris Pasternak. El posfacio de Carlo Feltrinelli a la edición de El Gatopardo en Anagrama visualiza -aunque no haga falta- la compra de la editorial de Jorge Herralde por el italiano y la buena relación entre ambos editores.
Ahora, siguiendo el hilo, Anagrama ha publicado Relatos, libro que recoge cuatro textos de Lampedusa, introducidos y anotados con irrefutable conocimiento de causa por su pariente y ahijado -¿o hijo adoptivo?- Gioacchino Lanza Tomasi y puestos al cuidado de su esposa, Nicoletta Polo. Ambos preservan y miman todo el legado del príncipe.
Tres de los textos son cuentos y, entre ellos, por encima de La alegría y la ley y Los gatitos ciegos, destaca, por su calidad y extensión, La sirena, elogiado vivamente por Marguerite Yourcenar. Pero voy a dejar a un lado estas hermosas ficciones para detenerme en Recuerdos de infancia, el esencial y fundamental texto que abre el volumen y que, pese a su carácter fragmentado e inacabado, es sustancial, se lee con sumo agrado y permite comprender a la perfección el trasfondo y el sustrato de El Gatopardo, la gran novela sobre los cambios y tensiones sufridos por una imponente familia aristocrática en los agitados tiempos “garibaldinos” de la Sicilia de 1860. El príncipe de Salina, protagonista central de la narración, estuvo inspirado en el abuelo de Lampedusa y la lectura de esos Recuerdos de infancia nos hace entender -y ver prístinamente- la entraña familiar y el modo de vida que el escritor reflejó en su novela. Por cierto, sugiero un programa, tan ambicioso como placentero, consistente en leer estos recuerdos, releer -o leer por vez primera- El Gatopardo y ver en Filmin o en Blu-ray la extraordinaria versión cinematográfica que Luchino Visconti hizo de esta novela en 1963.
Estamos en 1955. Lampedusa ha terminado de corregir la primera parte de El Gatopardo y ha releído con sumo gusto Vida de Henry Brulard, el libro autobiográfico de su inspirador Stendhal. Entonces se plantea e inicia un proyecto memorialístico, que habría de estar dividido en tres partes correspondientes a su infancia, juventud y madurez, proyecto que queda interrumpido por su dedicación a la redacción final de El Gatopardo y queda inconcluso por su prematura muerte. Lo que ahora podemos leer se divide, a su vez, en dos partes tituladas Los recuerdos e Infancia, precedidas por una introducción del autor de la que es preciso retener cuatro apuntes: la proclamación de su deuda con Stendhal y su propósito de imitarle; la confesa intención de seguir “el método de agrupar los recuerdos por temas, tratando de dar una impresión global en el espacio más que en la sucesión temporal”; la observación de que “no hay memoria, por insignificante que haya sido su autor, que no encierre unos valores sociales y expresivos de primer orden” y, por último, la jubilosa declaración de que para él “la infancia es paraíso perdido: todos eran buenos conmigo, yo era el rey de la casa”.
¡Y qué casa! O, mucho mejor dicho, ¡qué casas! Los recuerdos es un texto brevísimo en el que el autor apenas evoca cómo se enteró de la muerte del rey Humberto, cómo vivió el terremoto de Messina y cómo fue besado en la villa de veraneo de unas amistades por una anciana que resultó ser Eugenia de Montijo. Estas pocas páginas, sin embargo, ponen en suerte para más adelante el rango aristocrático de su familia, entronizan a su madre, a su padre y a otros parientes (y a parte de su numeroso servicio) y dan idea de sus relaciones.
Lo sustancioso y bellísimamente escrito empieza en Infancia, cuando Lampedusa recuerda su casa del viejo Palermo -prefiere llamarla casa-, un formidable palazzo situado en la calle que llevaba y lleva el apellido familiar y en una de cuyas habitaciones nació y, según dice, habría querido morir. Pero el escritor murió en Roma, entre otras razones porque su palacio palermitano fue destruido por las bombas norteamericanas el 5 de abril de 1943, doce años antes del momento en el que Lampedusa abría este “laboratorio de reminiscencias”, como muy acertadamente llama Lanza Tomasi a los recuerdos de infancia del escritor, marcados por la luz y la felicidad.
Y entramos ya en el universo “gatopardiano” al penetrar de la mano del escritor, y siguiendo un muy detallado recorrido, en los mil seiscientos metros cuadrados de la casa, en el populoso mundo familiar de abuelos y tíos solteros, en el numeroso contingente de criados, doncellas, institutrices y otros sirvientes, en el mapa de una construcción con tres patios, cuatro terrazas, jardín, caballerizas, cocheras con carrozas, salones nombrados según el color de sus paredes y, en fin, en el panorama de una decoración y mobiliario exquisitos, cuya descripción se entrevera con algunas anécdotas protagonizadas por sus habitantes y con la referencia a algunos de sus usos y costumbres. Leídas estas páginas, ya hemos hecho, como decía una inmersión en el “planeta” de El Gatopardo.
Pero queda mucho más, queda lo mejor. Lampedusa pone en nuestro conocimiento que la “casa” de Palermo era el núcleo de seis propiedades familiares más -villas, castillos, casas de campo, palacios…- situadas en localidades más o menos cercanas. Hay que decir a estas alturas que la precisa y hermosa prosa de Lampedusa habla de todo esto con la naturalidad propia de la gente de su abolengo y con el consiguiente conocimiento, culto e ilustrado, de su rico y artístico patrimonio. Y con agradecimiento. Y comunicando, sobre todo, la mencionada felicidad que experimentó en un paraíso de belleza y afectos familiares que ya había comenzado a perder cuando escribía sus recuerdos y que, en buena parte, el futuro se encargaría de malograr. Y también hay que decir que Lampedusa gasta un humor agudo y puntilloso en no pocas anotaciones críticas sobre personas y hechos.
Pero volvamos a las seis casas de fuera de Palermo. Al final de estos recuerdos, Lampedusa se ocupa muy brevemente del palacio de Torretta, que detestaba, que era para él “un símbolo asociado con la enfermedad y la muerte”, y tiene muy duras palabras para con el atraso y la insalubridad del pueblo, la hosquedad de los lugareños, la fealdad del paisaje circundante y los efluvios a excrementos e inmundicias de las calles.
Pero antes hay casi cuarenta preciosas páginas -que comienzan con el increíble y habitual viaje de doce horas desde Palermo de la familia y el servicio-, dedicadas a la casa amada por encima de todas, la casa de Santa Margherita - “una de las casas más bellas que jamás he visto”, dice-, propiedad de los también principescos ancestros maternos, en la que pasó muchos largos veranos y también inviernos de su infancia y juventud.
Situada en el centro del pueblo de Santa Margherita, en una plaza sombreada, era “una especie de Vaticano” o, si se prefiere, “una especie de Pompeya del siglo XVIII”. Disponía de casi trescientas habitaciones -sí-, de un enorme jardín y de un gran huerto y, además de todo lo imaginable, disponía igualmente de una notable iglesia y de un teatro de trescientas butacas, ambos privados.
“Yo vagaba como por un bosque encantado”, dice el escritor. Pero no se trata sólo de recorrer con Lampedusa maravillosos salones y habitaciones, que también, sino de sentir su emoción al recordar su infancia de niño solitario y lector en esa casa en la que, literalmente, se perdía jugando y explorando y de sentir también su ternura -casi siempre- al recordar a la constelación de familiares, invitados, vecinos y empleados que la habitaron o visitaron y las anécdotas y sucedidos -algunos desagradables para el autor- que en esa casa se vivieron, que él vivió hasta, aproximadamente sus veinticinco años. Los párrafos o páginas dedicados a la galería de retratos de los antepasados -¡el primero, del año 1080!-, a la biblioteca, a las veladas en el salón de baile, al jardín, a la caza, a la capilla, al teatro -y a las compañías que actuaban en él-, al comedor, a los paseos, a las excursiones, a la cocina, al estudio y, en fin, a muchas de las personas que, a cuenta de estos escenarios y actividades, comparecen en la memoria de Lampedusa, son, en verdad, memorables.
Y me quedo, de vuelta al palacio de Palermo, con una imagen escueta que, a mi entender, da el tono del libro, de la escritura, del talante y de los sentimientos del autor de El Gatopardo: “Desde entonces hasta el instituto pasé todas mis tardes en la via Lampedusa leyendo detrás de un biombo en el salón de los abuelos maternos. A las cinco mi abuelo me llamaba a su estudio para darme la merienda: un trozo de pan añejo y un gran vaso de agua fresca, que sigue siendo mi bebida favorita”.
Ese gran vaso de agua fresca que Giuseppe Tomasi di Lampedusa trae a primer plano y que -digo yo de mi cosecha- pudo haber pintado Jean Simeón Chardin en el siglo XVIII, resume cuanto hay de bello, bueno y verdadero en este libro.