Una cosa es que me gusten y cultive la lectura de los libros tirando a breves y otra cosa es que pretenda batir algún récord -va a ser que no- trayendo aquí un libro que ni de lejos llega a las cien líneas de texto. El motivo de mi elección es Thurber, James Thurber (1894-1961) y la devoción militante y proselitista que le profeso. Y también, claro, la serena e inocente belleza de La última flor (Elba), una sencilla parábola en imágenes que ha traducido su editora Clara Pastor, quien, por cierto, acaba de publicar su primer libro, Los buenos vecinos y otros cuentos (Acantilado).
La ocasión la pintan calva para recordar la otra gran y constante actividad del escritor y periodista James Thurber, gloria y emblema de The New Yorker desde 1927 hasta 1961: el dibujo. No podemos llegar a todo, se supone, y bastante hemos hecho en España en los últimos años, de momento, con rescatar al Thurber cuentista para adultos y al delicioso fabulador de historias para niños y jóvenes que... ningún lector maduro debería perderse si quiere gozar de la inventiva, la fantasía, el humor y la pirotecnia verbal de uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX.
Con problemas de visión por causa de un accidente infantil que, finalmente, le llevaría a la ceguera, James Thurber hizo miles de dibujos, caricaturas e ilustraciones, aprovechando cualquier soporte, y en Estados Unidos está considerado como un gran artista plástico. Su obra gráfica se exhibe en museos, se publica en libros y es objeto de estudios y tesis. The New Yorker publicó centenares de sus dibujos, que dieron carácter a la legendaria y sostenida línea visual de la publicación, para la que también realizó al menos media docena de portadas en su época más mítica.
El autor dedicó en 1939 La última flor a su única hija, Rosemary Thurber, que por entonces tenía ocho años y que, si no me equivoco, todavía vive y se sigue ocupando del extenso legado de su padre: "Para Rosemary -dice la dedicatoria-, con la esperanza melancólica de que su mundo sea mejor que el mío". Lo que empeora el mundo es la guerra, la guerra que surge del disgusto e inconformidad de los humanos hacia sus opciones y situaciones, que agitan los libertadores demagogos y que libran los militares enardecidos y marciales. El libro, sí, es una breve fábula antibelicista -pergeñada en tiempos de conflictos desgarradores-, un alegato contra esas guerras que todo lo destruyen, que no dejan piedra sobre piedra y que aniquilan el alma y la belleza del mundo. Thurber, en su elemental discurso, parece tener la pesimista impresión de que la guerra es cíclica y siempre vuelve -la Segunda Guerra Mundial sucedió a la Primera en poco más de tres décadas-, pero también el optimista anhelo de que, tras toda hecatombe, baste la supervivencia de un hombre, una mujer y una flor -la última flor- para que el amor vuelva a animar y a hacer renacer el mundo. Es un cuento para niños, desde luego.
Los textos que narran este ciclo -no haré una cita esta vez- apenas ocupan entre una y tres líneas en las páginas pares y van enfrentados a los dibujos de Thurber en las impares, dibujos que, a veces, cuando se trata de ilustrar el desfile de los soldados o su enfrentamiento en la batalla, ocupan excepcionalmente dos o más páginas seguidas para acentuar el ritmo y el significado.
No soy un experto en ilustración, ni mucho menos, y sobre el arte de Thurber sólo puedo constatar la sencillez casi infantil de los dibujos, la línea clara y apenas marcada de los trazos, los pocos elementos -posiciones de los cuerpos, apenas unas cortas rayas o puntos, o ni eso, para dar los rasgos faciales..- con el fin de expresar -y lo hace muy bien- emociones, sentimientos y actitudes, rasgos de una humanidad alternativamente doliente, vacía, alegre o enamorada. Thurber dibuja también animales y, amante de los perros -tuvo varios a lo largo de su vida-, muestra aquí varias veces a su famoso "perro Thurber", especie de sabueso bonachón de largas orejas.
Aunque adaptado a la edad infantil de su hija Rosemary, Thurber ofrece aquí con ingenuidad -aunque con algún toque malicioso- una muestra del antibelicismo que, con ocasión de las dos grandes conflictos del siglo XX, compartieron muchos intelectuales. Y sirva esta recomendación de La última flor, casi a modo de homenaje, para recordar, una vez más, el inmenso placer que es leer a un Thurber mucho más negro, crítico y ácido con la sociedad y la condición humana en libros de cuentos tan imprescindibles como Carnaval y La vida secreta de Walter Mitty (ambos en Acantilado) o en relatos supuestamente para jóvenes como Los trece relojes y La maravillosa O (ambos en Ático de los Libros). Aún queda mucho por editar en España de James Thurber, y no sé a qué estamos esperando, la verdad.