Vidas breves (1991) cuenta una historia de amistad y odio entre dos mujeres muy distintas, Fay y Julia. La amistad y el odio -o, si lo prefieren, la manía, el desprecio, la incompatibilidad y el reproche mutuos- no son sucesivos, sino que se producen desde el principio de su relación y se manifiestan simultáneamente, a lo largo de varias décadas, hasta la vejez de ambas mujeres, lo que dota a la novela de una complejidad psicológica llena de matices. Fay, la narradora de la historia, procede de una familia de la clase media periférica, tuvo una infancia razonablemente feliz, adquirió cierta fama como cantante radiofónica y abandonó su carrera a petición de su marido, Owen, un hombre muy guapo que la deslumbró y con el que dejó muy pronto de sentir mariposas en el estómago, aunque permaneció fielmente a su lado y a su sombra. Julia, más mayor que Fay y también sin hijos, había nacido en una familia militar de corte aristocrático, había alcanzado la celebridad como actriz y estaba casada en segundas nupcias con Charlie -socio de bufete de Owen-, hombre complaciente, resignado a servir a la única causa de Julia: ella misma.
Julia, en efecto, mujer muy bella, se comportaba siempre como una diva despótica, extendiendo su poder caprichoso no sólo a su marido, sino a las mujeres a su servicio y, claro, a la pobre Fay, también atractiva, tendente siempre a la sumisión, a aceptar la infelicidad, a sobrevivir en soledad con pequeñas compensaciones cotidianas y a una generosidad de la que todos se aprovechaban.
Anita Brookner (1928-2016) pone su lupa -¡y de qué manera!- en un pequeño microcosmos de personajes y, a través de sus relaciones, indaga al detalle en el universo de las mujeres de una época, en su modo de entender la vida y su destino según la educación recibida o según su capacidad o incapacidad para deshacerse de un bagaje heredado. Vidas breves -a la larga, vidas mediocres y en buena medida insignificantes- recoge acontecimientos dramáticos, muertes y pérdidas, pero, más que su trama y sus acciones digamos exteriores, lo que cuenta en ella es la prodigiosa minuciosidad de Brookner para exponer, describir y analizar el mundo interior de sus personajes, su perfil psicológico, los movimientos de su alma, los vaivenes y las evoluciones de sus sentimientos, su manera de verse a sí mismos y de ver a los demás. El tiempo y la novela pasan con una cierta lentitud -y así llega también la vejez, asunto importante del libro-, pero no será por que cada página no contenga un auténtico aluvión de observaciones e ideas, hasta el punto de que parece mentira que Brookner pueda mantener su texto -su mirada, sus muchas anotaciones- a salvo de incurrir en contradicciones, escribiendo siempre con una brillantez deslumbrante que, paradójicamente, da lugar a un tono discreto e, incluso, apagado que, sin duda, resulta en consonancia con la vida de Fay y con su percepción de sí misma.
Vidas breves, con traducción de Catalina Martínez Muñoz, ha sido editada por Libros del Asteroide, que ya publicó hace dos años Un debut en la vida (1981), la primera novela de esa prestigiosa estudiosa del arte y escritora tardía, aunque luego prolífica -veinticinco títulos-, que fue Anita Brookner. Escribí en “Galería de Imprescindibles”, a propósito de Un debut en la vida, un perfil de la novelista británica y puede venir al pelo recordar algunos apuntes que den luz a la lectura de Vidas breves: Brookner permaneció soltera y no tuvo hijos; se consideró que sus novelas tenían muchos ingredientes autobiográficos; llevó una vida retirada y solitaria; reconoció haber elegido mal sus amores; se le llamó “la reina de la tristeza”; el Telegraph dijo en su obituario que los dilemas éticos, las emociones reprimidas y las presiones ocultas de mujeres que no encuentran su sitio fueron sus constantes temáticas y ella se definió a sí misma como “una pobre y desafortunada mujer que escribe sobre pobres criaturas desafortunadas”. Puede que exagerara en la primera parte de esta afirmación, pero estas palabras sirven -con las anteriores- para aproximarse a Vidas breves y para entender mejor a Fay, tal vez para indagar en las zonas de sombra y quien sabe si de culpa y fisuras de su asumida condición de víctima.
Fay repasa su vida y su relación con Julia desde el inicio de su vejez, cuando tiene unos setenta años, y Anita Brookner publicó su novela cuando cumplía los sesenta y dos años. El primer capítulo es magistral. “Julia ha muerto”, así arranca, y Fay hace un formidable balance y resumen de lo que han sido sus vidas desde que, décadas atrás, se conocieron. Y escribe: “Julia no era una mujer simpática, pero tampoco yo lo soy. Si conseguimos llevarnos bien fue porque teníamos algunas cosas en común, principalmente nuestros maridos, mientras vivieron, y nuestra experiencia en la profesión, ámbito en el que yo siempre le mostraba respeto. Julia esperaba cierta deferencia. Además, a las dos se nos daba bien catalogar a la gente, nos animábamos mucho hablando de nuestros conocidos, y Julia era una imitadora excelente. En resumidas cuentas, ella a mí me asustaba y yo a ella la aburría, pero en nuestra época de apogeo, mientras las dos estuvimos sanas y casadas, lo normal era que hablásemos por teléfono dos o tres veces a la semana. Nuestras conversaciones eran completamente intrascendentes, y con el tiempo se fueron espaciando. Ninguna de las dos tenía ganas de enterarse de los achaques y dolores de la otra, y la viudez no contribuye precisamente a ampliar el número de temas de los que una puede hablar”.
Lo que les decía: ¡qué cantidad de información consigue concentrar Brookner en unas pocas líneas! No digamos en un capítulo. De hecho, este primer capítulo, en el que la escritora no se priva de avanzar algún acontecimiento para cucamente suscitar el interés del lector, es casi una pieza aparte. Con menos, otros escritores -y la misma Brookner- podrían haber redondeado y cerrado un estupendo cuento de amargo sabor.