“Llegué a Tokio disfrazado de árabe”.
Así empieza, con el énfasis de un punto y aparte, Canción (Libros del Asteroide), la última novela del escritor guatemalteco y judío Eduardo Halfon. Este comienzo y las primeras páginas del libro nos hacen pensar que podemos estar ante una farsa, ante un relato humorístico aderezado con cavilaciones sobre la identidad -o “los disfraces”- del escritor. El humor tiene sus dosis constantes y oportunas. La cuestión de la identidad no deja de latir. Pero, sin que nada estorbe a nada, Canción se erige, pese a su brevedad -119 páginas- como una tragedia con epicentro en la violenta y desgraciada historia de un país, Guatemala, representada en sus papeles principales, siempre con el autor y su devenir biográfico y familiar de por medio, por dos protagonistas principales: el abuelo paterno y libanés de Halfon, secuestrado durante 35 días por la guerrilla en enero de 1967, y Canción, el apodo de uno de los guerrilleros que lo secuestró, carnicero de oficio en su vida anterior.
Novela muy fragmentada en breves escenas o capítulos sin numerar, Canción se constituye como un formidable puzle de espacios, tiempos y personajes, que podemos seguir sin el menor problema gracias a la habilidad constructora de Halfon y a dos hilos consistentes que operan como hilván y contenedor: la estancia del autor en Tokio, invitado inopinadamente a un congreso universitario de escritores libaneses, y una también guadianesca, y muy mimada, larga secuencia en un bar que conforma una logradísima especie de “set piece”, de pieza narrativa con palpitante vocación de autónoma.
Halfon dice en algún momento que ya ha escrito en cuatro libros sobre sus abuelos -y lo recordamos, sin ir más lejos, los lectores de Duelo (2017)-, sobre sus abuelos y sobre buena parte de su familia, que vuelve a estar presente, en torno a la figura primordial de ese abuelo paterno y libanés -sirio, en realidad-, con sus vicisitudes, sus costumbres y sus actores secundarios, mayormente evocados autobiográficamente en la infancia del escritor.
Pertenecer a una de las sólo cien familias judías -según Halfon- que puede haber en Guatemala, y con orígenes en Polonia y en Oriente Medio, aporta una singularidad rara y chocante que no será poca en el contexto de un país hispano calificado por el propio escritor como “surrealista”. Tantas cosas que suceden en esta novela tienen ese tinte, pero su savia es la desquiciada historia política y social de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX -y antes y después-, imposible de resumir aquí precisa y justamente: golpes de estado, dictaduras militares o tuteladas por militares, guerrillas insurgentes, paramilitares, intromisión y control político y económico de los Estados Unidos, secuestros y asesinatos individualizados, pobreza, inacabable guerra civil…
En un tramo relevante de ese continuo histórico tan trágico, se producirá el secuestro del abuelo paterno libanés y rico de Halfon, secuestro incentivado por la denuncia de un miembro de la comunidad judía -asunto delicado- y efectuado para -con el rescate que la familia pagó- financiar las actividades de las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes), fundadas hacia 1962 y no disueltas, en teoría, hasta 1996.
El relato del secuestro, su evolución y sus consecuencias en la familia es una parte sustantiva de la novela, que nos trae además la creación del personaje de ese guerrillero inusitado apodado 'Canción', la evocación de Rogelia Cruz, el formidable esbozo del guerrillero “bueno” que custodiaba al abuelo y, entre otros trazos, el personaje de Sara, la mujer del gabán rojo, una de las secuestradoras del abuelo, con la que el narrador, pasado el tiempo, tendrá una cita.
Dos notas: primera, Rogelia Cruz fue una estudiante de arquitectura, elegida Miss Guatemala y aspirante al título de Miss Universo, que se sumó a la guerrilla y que apareció asesinada, torturada, descuartizada y embarazada en enero de 1968. No digo más. Segunda nota: la creación de las FAR y los acontecimientos entre los que se inscribe el secuestro del abuelo -y otros hechos mencionados en la novela- tuvieron su origen más inmediato en el derrocamiento en 1954, con intervención estadounidense, del presidente electo, democrático y progresista Jacobo Arbenz, falsamente acusado de prosoviético, entre otras cosas, por intentar poner freno a los abusos de la compañía norteamericana United Fruit Company, prácticamente dueña de todo el país. Se da la circunstancia de que la figura de Arbenz y los hechos ocurridos en torno al golpe de estado que recibió -y que Halfon menciona de pasada, aunque con rotunda claridad-, configuran el argumento de Tiempos recios (2019), la última novela de Mario Vargas Llosa, de mirada favorable hacia el presidente depuesto.
Estas dos notas -creo que interesantes y útiles- nos pueden hacer pensar en una novela documental de contenido histórico y político. No, no. De documental, nada. Volvamos a ella. La tragedia histórica y política guatemalteca es el telón de fondo, el contexto en el que se desarrolla la historia familiar y del secuestro del abuelo, un telón de fondo que, evidentemente, Halfon ha querido tratar de forma suficiente, no siendo la menor de las causas, previsiblemente, el desconcierto y la desubicación que al escritor le generan, en su identidad personal y en sus ideas, las distintas capas y vetas de los sucesos vividos por su país, su familia y él mismo.
Pero Canción es una historia -una ficción- de personajes y de escenas que conservan su intimidad, su personalidad íntima, engarzada en ese doble viaje al pasado y a Tokio en el que, por encima de todo y como veremos, palpita afectivamente la figura, no sin aristas, del abuelo.
Los lectores de Eduardo Halfon -que van siendo muchos en España, yo diría que sobre todo a partir de Monasterio (2014)- ya conocen la mencionada pericia con la que urde sus mosaicos, la sólida eficacia de sus estructuras narrativas, el control musical del ritmo y la escrupulosa y virtuosa dedicación, centímetro a centímetro, a cada página, párrafo, frase y palabra. Halfon, buscando los grandes logros parciales además del logro global, sigue abriendo y cerrando escenas que casi quedan resueltas como microrrelatos exigentes e independientes y no desdeña -¿por qué había de hacerlo?- ciertas estrategias propias de un guión cinematográfico: rimas internas, desaparición y aparición de emblemas y personajes, giros y sorpresas… eso sí, siempre con la palabra y el temple literarios como mimbre y argamasa. Y con ese humor cambiante que esponja tantas situaciones.
Canción nos depara en su desenlace, además, un despegue que es también un nuevo vuelo y, a la vez, una síntesis emocional y argumental: una preciosa, incipiente, esbozada y elíptica historia de amor en ese congreso literario -que se rompe y se recompone de otra manera, casi epifánica, para el escritor- y en el que se unen melancólicamente -lean el libro- dos países, dos abuelos, dos tragedias, Eros y Tánatos. Gran final.
Quizás uno sólo es, o quisiera ser, de quien ama y de quien le ama.
Escribe Halfon, cuando el congreso hace aguas y se desparrama para el narrador: “Luego, un periodista con saco y corbata comentó solemne -sin verme- que no había entendido qué sentido tenía relatar ahí, en un congreso de libaneses, la historia de un ganadero guatemalteco y su rebaño de vacas. Una académica literaria ya mayor brincó a defenderme, más o menos, diciéndole al periodista -también sin verme y hablando de mí como si no estuviese- que lo mismo hacía Halfon cuando escribía, que todas sus historias parecían extraviarse y no llegar a ninguna parte”.
No es Canción una de esas desopilantes novelas a lo David Lodge sobre congresos literarios, pero son divertidos -y más- el comienzo y el final de ese congreso nipón de escritores libaneses. Halfon no se priva de jugar, parece que juega al desdoblamiento y, desde luego, juega un poco a la autorreferencia, a la metaliteratura. ¿Parece extraviarse también esta historia y no llegar a ninguna parte? En absoluto. Halfon le ha dicho a Nuria Azancot que no tiene un plan previsto cuando escribe, que la historia y los personajes le van llevando, que no conoce el final…De acuerdo. Pero quienes escriben así -y escriben bien- no improvisan todo el rato, reflexionan, hacen ajustes hacia adelante y hacia atrás cuando lo juzgan conveniente, van buscando y encontrando contenido, estilo y sentido. Halfon no se pierde, no, y llega a alguna parte: yo creo que a su corazón.