“…Cuando caminas por la calle, /no hay nadie a tu lado,/ cuando tienes miedo, nadie te da la mano (…) Entonces, cuando llorabas, estaba su voz serena./ Entonces, cuando reías,/ estaba su risa apagada…”
Estos cuatro hermosos versos pertenecen al poema titulado Recuerdo. Natalia Ginzburg (1916-1991) lo escribió en memoria de su primer marido -el periodista y escritor Leone Ginzburg (1909-1944)- y al poco de su muerte a resultas de las torturas de la Gestapo. Antes, con sus tres hijos y con Natalia, Leone había vivido tres años en un pueblo de los Abruzos, desterrado por las autoridades fascistas.
El marido, la familia, el mundo rural y el destierro están presentes -aunque no en exclusiva- en Domingo (Acantilado), con traducción de Andrés Barba, un libro cuyo carácter misceláneo queda patente en su subtítulo: Relatos, crónicas y recuerdos.
Los relatos -cuentos breves- son siete, magníficos sin excepción, algunos tan extraordinarios como, precisamente, Domingo, que narra el casi inexplicable lazo amoroso que une a un hombre con su exmujer, que tanto daño le hizo y le sigue haciendo. La familia, sí, la niñez, el verano, la casa, el jardín, la fraternidad, la amistad, la escuela, el dinero (su ausencia) o los contrastes entre ricos y pobres son algunos de los asuntos que Natalia Ginzburg trata, sobre anécdotas mínimas, con su habitual delicadeza y finura, con su estilo claro, como de pictorialismo impresionista, sensorial y poético (sin remarcar lo lírico), dando cabida, igual que a la plenitud en algunos momentos, al dolor, a la violencia, a la tensión por el sexo -hay uno que insinúa un incesto- o a la tristeza que pueden darse en el ámbito familiar, en la infancia o en un contexto social empobrecido.
Los siete cuentos tienen una unidad básica, aunque Domingo -más urbano y digamos que adulto- se separa de los demás, como también se separa, precioso y terrible, El paso de los alemanes por Erra, que transcurre en un pueblo italiano tras el armisticio y señala el absurdo de la guerra, el brote de sangre y violencia sobre el arraigo del odio y el miedo.
El mencionado poema, Recuerdo, abre paso a la segunda parte del libro, las crónicas y los recuerdos, donde, ya siempre en primera persona, Natalia Ginzburg vierte una mirada testimonial propia y recoge sentimientos y episodios directamente autobiográficos. Hay también en esta parte -aunque no se diga- algunos artículos periodísticos.
Aquí está -creo que por tres veces- el pueblo de los Abruzos, cuando el destierro con su marido, y el tono se hace más duro, más dramático, más comprometido, y aparece la Natalia Ginzburg que aboga por las mujeres y denuncia las malas condiciones y los despidos de las fábricas, la pobreza extrema de los campesinos o el terror ante los ocupantes alemanes y los fascistas. Prima siempre la palabra literaria, pero se hace nítida la reivindicación feminista, social y política de la mujer de izquierdas (PCI) que fue Natalia Ginzburg.
En este segundo apartado de Domingo, hay, sin embargo, dos textos especialmente personales y muy distintos. En uno, Verano, Ginzburg hace una descarnada confesión del alejamiento que, durante una profunda crisis íntima y tras la muerte de su primer marido, quiso tener respecto a sus hijos, del “asco” que sentía, de su intento de suicidio. En el otro, La casa -excelente, juguetón y malicioso-, cuenta los avatares, dudas y contradicciones de la búsqueda en Roma de una vivienda para comprar y de las diferencias que, en tal misión, tenía con su marido.
Cabe pensar -es seguro- que este marido era el segundo de Ginzburg -el profesor Gabriel Baldini, de quien también enviudó-, pero La casa, como el resto de los textos, no está datado en esta edición. ¿Costaba mucho haber puesto las fechas de todos los textos? Habría sido muy interesante hacerlo para poder valorarlos mejor, apreciar la evolución del estilo de la escritora y ponerlos en relación con el resto de su obra.
Buscando alguna pista sobre este particular, he encontrado en la web de Einaudi -la editorial italiana que publicó el libro en 2016, su editorial turinesa habitual- que en el subtítulo original se añadían dos fechas: 1933-1988. Eso no es decir mucho, pero es decir algo porque evidencia un periodo muy dilatado de tiempo y, por ejemplo, que alguno o algunos de los textos pudieron haber sido escritos por Ginzburg cuando tenía, aproximadamente, 17 años. También he sabido que la edición de Einaudi de este libro contaba con 37 textos, mientras que la de Acantilado tiene 20. Acantilado, en la página de créditos, recoge su título original en italiano, que no es Domingo, sino Un’assenza (Una ausencia). Este cuento no aparece en esta edición, pero sí aparecía -digo yo que será el mismo- en El camino que va a la ciudad y otros relatos (1945), la estupenda primera novela de Ginzburg, publicada por Acantilado y comentada aquí con entusiasmo en 2019.
En La casa -uno de mis textos preferidos de este maravilloso libro, ajeno a las inclemencias de ciertas colecciones misceláneas-, Natalia Ginzburg aprovecha la referida busca con su marido de una casa para hacer un extraordinario fresco de Roma y de la vida urbana, para deslizar noticia de las desavenencias, manías o áreas de fricción que los separaban o enfrentaban a veces, para autorretratarse también a sí misma sin remilgos y para hacer una divertida, clavada y comprensible caricatura de su suegra y de su cuñado, que los acompañaban y opinaban de sus pesquisas. Por eso me gusta tanto La casa, amén de por su escritura, por su riqueza de contenidos.
Sobre su cuñado -el largo fragmento vale mucho la pena- escribe Ginzburg: “En cuanto a nuestro cuñado, se plantaba habitualmente en la entrada y observaba atentamente las paredes, alto y serio, golpeándose rítmicamente el pecho con los dedos de una mano por debajo de la chaqueta y balanceándose sobre los talones. Siempre tuvo una opinión negativa de las casas y, por encima de todo, de la mera idea de comprar una, en todas encontraba algún defecto, siempre distinto y alarmante, o aseguraba que sabía de buena tinta que la empresa no era seria o que justo enfrente iban a construir un rascacielos que nos taparía las vistas, o sabía que toda esa zona no iba a tardar en demolerse tras expropiar a los propietarios, que se verían obligados a marcharse a otra parte; no había casa que no le pareciera oscura, húmeda, mal construida o maloliente, y sostenía que las únicas casas que debíamos considerar eran las que se habían construido hacía veinte años, ni antes ni después, y ésas eran exactamente las que no nos gustaban”.
La autora de Léxico familiar (1963) fue fantástica en todo. Todo lo conocía y lo comprendía bien, todo sabía plasmarlo con plasticidad y buen ojo psicológico. Tenía fuerza, naturalidad, sutileza, inteligencia, convicción, ternura, indignación y gracia (o todo a la vez) para contarlo todo. Soy adicto a Natalia Ginzburg, la verdad.