La omnipresencia de la muerte, como camino y como destino, unifica los tres relatos, muy diversos, que componen El alumno aventajado y otros cuentos, narraciones en las que el amor, por motivos distintos, resulta ajeno a las vidas de los personajes y carece, por tanto, de propiedades salvadoras, aunque eso habrá que matizarlo en el caso del tercero.

El tercero es nada menos que La leyenda del santo bebedor (1938), el célebre y póstumo cuento largo de Joseph Roth (1894-1939), que, curiosamente, está emboscado en la cubierta de esta edición de Nórdica en esa coletilla (“y otros cuentos”, sólo dos) que acompaña al título del primer relato.

Primero en todos los sentidos, ya que El alumno aventajado, si no el primero, debió de ser uno de los primeros cuentos publicados por el autor de Hotel Savoy (1924) y La marcha Radetzky (1932). Fechado en 1916, precede en el volumen a Barbara (1918), traducidos ambos por Alberto Gordo.

Estamos hablando, pues, de dos cuentos escritos por Roth en los alrededores de sus veinte años, cuando el escritor austrohúngaro había terminado sus estudios universitarios en Viena y en el tiempo, más o menos, de su participación en la I Guerra Mundial y de sus primeros trabajos periodísticos. No se había estrenado aún en la novela.

Las tres narraciones son desoladoras de diferente manera. En El alumno aventajado, Roth hace el “experimento” de contar toda una vida, desde la niñez hasta la tumba, de Andreas Waltz, el hijo del cartero, impoluto, calculador, siniestro y ambicioso desde pequeño, que trepa en la escala social, desdeñando un posible amor verdadero, pero sin conseguir frutos de felicidad. El relato fluye sin brusquedad con elipsis y saltos, mantenidos a un ritmo constante que conjuga bien con el trazo acerado e inclemente del retrato del personaje.

Barbara se organiza en torno a un flashback en el que su desdichada protagonista recuerda su infancia de orfandad, las penurias de su modesto y extenuante trabajo, su desafortunado y breve matrimonio y los cuidados ilusionados de su hijo, que le llevan a renunciar a un amor benéfico. La tristeza y la amargura consumen en soledad a Barbara –“una vida desperdiciada”- ante la mirada fría y distante de su hijo, ahora convertido en teólogo, incapaz de devolver a su madre ni un solo gramo del cariño y el sacrificio que ella le entregó.

La leyenda del santo bebedor, traducido por Juan Andrés García, es de sobra conocido. Ahora estamos, en contraste con los anteriores, en el final de la trayectoria literaria y vital de Joseph Roth. El novelista está más que hecho y la persona está deshecha, en las últimas, por todas las calamidades que le afligieron -políticas, económicas, sentimentales- y que le condujeron prematuramente, destrozado por el alcohol, a la tumba.

Rutger Hauer en 'La leyenda del santo bebedor, dirigida por Ermanno Olmi

En 1934, en el París donde Roth vivió tanto tiempo y murió, un emigrante de Silesia sin papeles, Andreas Kartak, borracho habitual que ni recuerda su nombre, minero en otro tiempo, malvive bajo un puente del Sena, con su vida rota tras su paso por prisión después de haber asesinado al marido maltratador de su infausta enamorada, Karoline.

Un inesperado benefactor le presta doscientos francos con la condición de que, cuando pueda, los devuelva a santa Teresita de Lisieux, de la que es devoto, en la mano del párroco de la iglesia de Santa María de Batignolles.

El extenso y magistral relato, que reactivó su fama y actualidad al ser llevado al cine por Ermanno Olmi (1988), en la película homónima interpretada por Rutger Hauer, desarrolla los acontecimientos de los días siguientes. La mala cabeza de Andreas le hace recaer vez tras vez en el alcohol (Pernod, a ser posible) y despilfarrar su dinero, al tiempo que mantiene sin éxito -es un hombre de honra- la buena voluntad de cumplir con el compromiso acordado con su bienhechor. El alcoholismo y sus desdichas son los otros protagonistas de la narración -y también el dinero, su ausencia-, y sobre ellos hace Roth, gran experto, un minitratado con muy explícitas y concretas observaciones.

Encuentros y desencuentros, ascensos y caídas, mejoras y nuevas ruinas de la fortuna de Andreas, se van alternando en las jornadas sucesivas, marcadas por tropiezos sombríos, pero también por una nueva luz: el azar le trae a Andreas momentos y episodios de evanescente plenitud, que el narrador atribuye a los milagros. Los milagros son posibles, piensa el judío Roth, convertido años antes al catolicismo y ahora muy capaz de ver comportamientos generosos en algunos de sus personajes y la posibilidad providencial de un amor redentor en el bellísimo, poético y trágico desenlace del relato.

“Que Dios nos conceda a todos los borrachos una muerte tan dulce y tan bella”.

Esta frase, ya de antología, cierra a modo de epitafio propio La leyenda del santo bebedor. Hay algo muy parecido a la felicidad que Joseph Roth, al borde del abismo, consigue deslizar con su insuperable maestría por los entresijos y en el epílogo de una vida infeliz.

@manuelghidalgo