Colección de doce cuentos, Tamouré, ahora reeditado por Austral, fue el primer libro que publicó Francisco Umbral (1932-2007), en 1965, un año en el que irrumpió con otros dos: la novela corta Balada de gamberros y el ensayo Larra. Anatomía de un dandy. Este último, a la larga, daría más que hablar, sobre todo por fijar, mediante el protagonismo del escritor romántico, dos referencias que serían fundacionales de la trayectoria umbraliana: el articulismo periodístico y el dandismo.
Umbral se estrenó con una docena de historias que, en general, desarrollan o ensanchan una anécdota mínima, cuando no la congelan en su condición de viñeta, sin que tome volumen un conflicto o un antagonismo de entidad dramática, aunque siempre apuntando bastante más allá de lo que estrictamente se cuenta.
Así, en Tamouré se habla de la boda de la hija de un zapatero con un deshollinador; el encuentro en la azotea de una vivienda popular de un bombero, un flautista, una moza y un niño desescolarizado que roba membrillos; el recorrido cotidiano por las tiendas de una desventurada embarazada sin hombre; la fiesta casera, bailona, alcohólica y tentativamente erótica de un grupo de chicos y chicas bien; las bromas crueles que recibe un macero municipal con un hijo crónico; la excursión dominguera a una huerta de una familia que deja en casa a un niño enfermo; las especulaciones asfixiantes de tres tías con una sobrinita al parecer dotada para la música y la declamación; las cavilaciones sobre las palabras esdrújulas de unos menesterosos volcados en el morapio; los balbuceos vitales de una chica especial que va a la universidad, fuma, juega al baloncesto y parece gustar del ambiente tabernario; la charla sobre los caminos y los pueblos de España de dos mendigos andarines; la búsqueda de la chica amada en El Escorial al final de unas vacaciones y la observación nocturna desde una ventana de unos adolescentes pobres de barrio elegante que tocan la guitarra en la calle. Los dos últimos cuentos, El Escorial, fin de temporada y Tamouré, están narrados en primera persona, lo cual es una excepción y una posible pista de experiencia personal, de eco autobiográfico.
Con especial atención, como se desprende del anterior resumen, a los personajes de entraña popular, el tapiz de la realidad se teje con hilos realistas entreverados con hilos costumbristas. Dicho de otro modo, no hay aquí la mirada seca y crítica de los realistas de la Generación de los 50, sino una visión que contempla al ser humano -el tipo madrileño, de la calle- en su circunstancia precaria y desfavorable y en un paisaje social bañado por una lluvia fina que condena a la tristeza. La tristeza es la dueña de estos relatos, de estos personajes que, más que candidatos a un destino aciago, parecen destinados a no tener destino, a quedar varados en su momento de contrariedad y desventura.
Y la voluntad de estilo también manda. El pequeño asunto y el retazo de vida de todos los días son importantes, pero sobre ellos se impone la deliberación de Umbral de someterlos a su estilo y de que, prácticamente, el estilo prevalezca. La palabra es rica, el adjetivo es selecto, el escritor crea metáforas e imágenes felices y brillantes, reluciendo la prosa con esa pátina lírica que siempre sería tan suya.
Tamouré, que lleva un precioso prólogo de Manuel Llorente, es ya un libro de un escritor con oído privilegiado: oído para captar el habla de la calle en sus diálogos abundantes y oído para lograr el ritmo y la musicalidad de las palabras y de las frases, generalmente cortas. Es Tamouré, en efecto, un libro de gran musicalidad -toma su título de un baile tahitiano-, pero es, más aún, un libro sinestésico que procede de la aprehensión de lo real por todos los sentidos y que apela a todos los sentidos del lector.
Y, junto a la sensorialidad, la puesta en página de un intangible: la mentalidad y las aprensiones de unos personajes y de una época teñidos de resignación e infortunio, que ocasionalmente desmienten unos jóvenes de guateque y clase media que beben cubalibres, fuman Pall Mall y escuchan a Johnny Hallyday. Aquí está el apunte sobre los hijos del desarrollismo sesentero que empezaban a asomarse a un mundo distinto por hacer. Que a ellos les tocaría hacer.
El cuento titulado El guateque termina así: “En el cuarto de baño, María José cerró la cremallera de su falda y se miró al espejo. Antes de salir al pasillo para marcharse, probó a abrir el cuello de su blusa, y optó por dejárselo cerrado”.
Y es que, en 1965, todavía faltaba bastante para la España abierta de la que Francisco Umbral sería el mejor cronista.