Vuelve a editarse, esta vez a cargo de Mármara, Los huevos fatídicos, novela corta del dramaturgo y novelista ruso Mijaíl Bulgákov (1891-1940), publicada en 1924, es decir, cuatro años antes del inicio de la larga escritura, durante más de una década, de El maestro y Margarita, su indiscutida obra maestra, editada póstumamente en Fráncfort, en su primera versión no censurada y completa, en 1967.

Con traducción de Marta Sánchez Nieves, Los huevos fatídicos -también conocida con el título de Los huevos fatales- forma claramente un díptico con Corazón de perro (1925), de la que me ocupé aquí hace poco más de un año. Ambos relatos, entre otras similitudes, se adscriben estratégicamente al género de la ciencia ficción, presentan un agudo tono de farsa -o sátira- y tienen como segunda intención, o primera, efectuar una feroz, divertida y amarga crítica, expresa y metafórica a la vez, de las prácticas y resultados del régimen comunista soviético. Lo que se puede decir sustancialmente de uno se puede decir del otro.

Bulgákov, como es sabido, fue censurado, prohibido y empujado al ostracismo por las autoridades soviéticas y, si no corrió peor suerte todavía, fue por la “milagrosa” -y conocida por sus represores- circunstancia de que Josef Stalin era un rendido admirador de su obra teatral Los días de los Turbín -que escribió para el Teatro de Arte de Konstantin Stanislavsky- y que el dictador, según parece, llegó a ver más de una decena de veces.

Dadas las evidentes circunstancias imperantes, sorprende que Bulgákov pudiera tener la ingenuidad, el valor o la terquedad, o todo a la vez, de escribir obras como Los huevos fatídicos y Corazón de perro y, con la que ya estaba cayendo, pensar que podría salir indemne.

Por azar, el eminente e hiperventilado profesor Pérsikov descubre, en su laboratorio del Instituto de Zoología de Moscú, un “rayo de la vida” -inmediatamente bautizado por los propagandistas como “rayo rojo”-, un rayo de luz que tiene la propiedad básica, en principio, de aumentar extraordinariamente el tamaño de las amebas, de provocar su masiva y vertiginosa reproducción y, ay, de suscitar un comportamiento violento entre los organismos afectados. Los medios informativos y policiales “rojos” -así se nombra todo lo gubernamental- conocen enseguida el descubrimiento, se interesan por él con fines publicitarios de autobombo, pretenden controlarlo y lo difunden tergiversado entre las masas.

Sin embargo, Pérsikov y sus atrabiliarios colaboradores, siguiendo un tanto las reglas del estereotipo del “científico loco”, no logran sujetar los efectos de su hallazgo -como en Corazón de perro-, y el fenómeno se desmadra y salta fuera del laboratorio con consecuencias funestas, destructivas y apocalípticas: a la larga, la proliferación de animales gigantescos y sanguinarios que habrán de ser combatidos con las más efectivas armas militares para su eliminación.

Parece que Bulgákov era un gran lector de H. G. Wells y que bien pudo inspirarse para Los huevos fatídicos, al menos parcialmente, en su novela El alimento de los dioses (1904), en la que dos científicos británicos obtienen en una granja un suero que aumenta muy considerablemente el tamaño de los pollos y, lamentablemente, también el de las personas, y el de las avispas, y el de las ratas… Existe una abracadabrante versión cinematográfica de El alimento de los dioses, muy “serie B”, que dirigió Bert I. Gordon en 1976, veinte años antes, por cierto, de que el cineasta ruso Sergei Lomkin hiciera una versión, no estrenada en España, de Los huevos fatales.

El gigantismo arrollador de animales (o personas) sobrevenido por una incidencia en la experimentación científica es uno de los palos clásicos de las novelas y películas de ciencia ficción y, entre otras intenciones, suele servir como aviso de los riesgos que entraña la audacia desmandada de la ciencia y de los peligros de su utilización y manipulación interesada más allá de límites razonables.

Pero no parece ser este toque de atención el objetivo primordial de Bulgákov, quien, médico de profesión con varios años de ejercicio, maneja con profusión, sobre todo en el primer tramo de su relato, el lenguaje científico, que pasa a formar parte de la textura literaria de la narración.

En una primera dimensión, la hilarante zarabanda que se va desencadenando sirve para propinar pullas a discreción a los tipos humanos, hábitos, objetivos, modos de actuación, emblemas y también carencias y miserias propiciados por el sistema soviético -como Bulgákov hace en Corazón de perro- y, enseguida, tanto las masas enloquecidas como los devastadores monstruos no dejan de ser metáforas de una especie de sueño de la razón del comunismo autoritario y homogeneizador que transforma y aniquila a los individuos.

Si en los inicios de la catástrofe predomina un humor acerado y hasta esperpéntico, conforme la cosa pasa a mayores y se encamina hacia un gorigori trágico de fatales y apoteósicas consecuencias, el tono de la novela, que nunca prescinde tanto de las ocurrencias variadas en su trama como de los hallazgos visuales y plásticos, se atempera en lo satírico y se adentra en la épica global propia del género y en el cierre de las historias y los dramas personales, coincidiendo en la común oscuridad que envuelve a lo uno y a lo otro.

Cuando sólo está comenzando el bochinche, escribe Bulgákov a propósito de la dueña de una explotación avícola ya afectada por las primeras derivas de la hecatombe: “Hay que decir que la viuda del protopresbítero Savvati Mirlov, fallecido en 1926 de disgusto antirreligioso, no se quedó con los brazos cruzados, sino que empezó a criar unas gallinas estupendísimas. En cuanto los negocios de la viuda empezaron a ir como la seda, los gravaron con tantos impuestos que la cría de gallinas hubiera cesado, de no ser por la buena gente. Le comentaron que presentara un escrito a las autoridades diciendo que ella, la viuda, estaba creando una unión obrera gallinera. Formaban parte de la unión la propia Myrolova, su fiel criada Matrioshka y una sobrina sorda de la viuda. Le quitaron los impuestos y la explotación floreció tanto que para el año 28 en el patio polvoriento de la viuda, orlado de gallineros, paseaban hasta doscientas cincuentas gallinas, entre las que había hasta gallinas de la Cochinchina”.

Olvidé decir que el ingrediente anticipatorio, propio de muchos relatos de ciencia ficción, lo incorpora Mijaíl Bulgákov, cabe pensar que de forma irónica y a mala idea, situando la acción sólo cuatro años después de la publicación de su novela. Puro chiste. Y advertencia: al paso que vamos, esto está al caer. Y ya vemos en estas líneas citadas que el escritor no pierde ripio: sólo para contextualizar la granja en la que está a punto de eclosionar un aquelarre gallináceo, Bulgákov no desaprovecha la ocasión para, con el dardo del humor, disparar contra el sistema soviético: disgusto antirreligioso, impuestos, burocracia, unión obrera gallinera…  

@manuelghidalgo