“…Cuán mudables y próximas a lo incierto son todas las cosas”. Con esta frase termina Prosas y mitos, el libro del escritor francés Pierre Michon (Châtelux-le-Marcheix, 1945) editado por Jus hace más de año y medio con traducción de Nicolás Valencia Campuzano y que, por azares de la atención y la paciencia, adquirí hace unas semanas en mi visita a una de esas librerías nuevas que florecen por doquier en Madrid.
El librito descansaba en una de las mesas de novedades, diciendo llévame, y eso significa que algunos autores privilegiados, sea por mérito o por despiste, tienen más larga vida que el común de los, nunca mejor dicho, mortales.
La frase, en tono casi exclamatorio, que encabeza estas líneas le conviene mucho a la literatura de Pierre Michon, escritor que acostumbra, mediante la invención, a mudar las cosas hacia lo incierto, sea esto lo no verdadero o lo sometido a duda, empleando la deliberada confusión -fusión, muchas veces- entre la realidad y la ficción, entre la historia y la leyenda.
Así es Prosas y mitos, que no tuvo excesiva acogida en su momento tal vez por ser el reagrupamiento de libros ya editados con anterioridad por Alfabia y originalmente publicados en su día por Michon en Francia por separado. Son, en orden de aparición en la presente edición, éstos: Mitologías de invierno (1997, con dos partes y un total de doce historias); El emperador de Occidente (1989, dos partes); El rey del bosque (1992) y Abades (2002, tres partes).
Pierre Michon es por lo general un escritor concéntrico en la brevedad y en la fragmentación: libros breves, divididos en partes breves y, a su vez, en capítulos o epígrafes breves. Concéntrico, sí, pero también concentrado, esa brevedad se pierde en sus párrafos extensos, aunque elaborados con frases cortísimas, donde la escritura de Michon se adensa y se vuelve intensa con su riquísimo y exquisito uso del lenguaje y certera precisión, con la prosa llevando de contrabando a la poesía y con una diamantina (por tallada) capacidad de crear imágenes e ideas, sea para reconstruir siempre a su modo la famosa realidad, sea para inventarla o recrearla por completo en atmósferas pictóricas y veladas por la pátina del tiempo.
La sañuda pulcritud y la engañosa contención de Michon se adornan con sorpresas ortográficas, yuxtaposiciones, elipsis y giros de sentido que no pocas veces -y sin dejar de proporcionar disfrute, un disfrute que paradójicamente tiene que ver con lo sencillo y con lo complejo- obliga o, al menos, invita a releer lo leído, no tanto para no perder el hilo -que también- como para extraer todo el fruto y el placer de lo que tan generosamente se nos ofrece.
Anagrama ha publicado varios de los libros más importantes de Pierre Michon -Vidas minúsculas (1984), Señores y sirvientes (1990), Rimbaud el hijo (1991), Los Once (2009)…-, seis en total, y sus fieles lectores españoles ya saben de su nervatura historicista y culturalista que, mediante semblanzas y pequeños relatos, conecta un mundo bronco de deseos eróticos y de pendencias de poder que no contradice a otro más espiritual de creencias y conocimiento entre los que el escritor acaba por dar noticia y juicio de su visión personal de las cosas. De esas cosas mudables que, sin embargo, tienden a permanecer.
Con Prosas y mitos, Michon nos hace viajar por los paisajes y por el pasado de Europa, recorriendo sucesivamente la antigua Irlanda de San Patricio, el Macizo Central francés en varias épocas, los estertores del Imperio Romano, la Italia del Barroco y la isla normanda de Saint-Michel en el siglo X con santos, reyes, guerreros, emperadores, monjes, sabios, artistas, pobres diablos y gente del común, todos tocados, por vocación o destino, por una pulsión hacia lo extraordinario.
En El rey del bosque, donde comparecen nada menos que Claudio de Lorena y sus amigos pintores, un porquero que trajina a sus animales en el bosque y que explica la suciedad embarrada, grasienta y apestosa de las campesinas, ve oculto, como una aparición, a una bella mujer que desciende de un carruaje para…: “Hay que tener manos blancas para mear sombríamente. Sí, era otra carne, otra especie. Y se me había aparecido, evidentemente; había tenido mi Visitación; una dama celestial de encaje y azur había descendido de una de esas carrozas en las que las llevan en procesión, con gracia había caminado hacia mí, bajo los árboles, sobre el satén de sus pequeños zapatos, con toda su pompa se había remangado alto y, temblando por saberse profanada por sí misma, había salpicado un poco el satén de sus pequeños zapatos. Habría dado mi vida por volver a verlo”.
Pues he aquí cómo Pierre Michon hace irrumpir el sexo, la escatología y hasta la blasfemia para “profanar” no sólo su propia escritura, sino el muy estético escenario de los paisajistas del clasicismo, al tiempo que señala sin contemplaciones los contrastes entre las clases y entre el vuelo de lo espiritual y el peso de lo terrenal. Ocurren más veces estos contrastes, pero la escritura de Michon nunca pierde su temple y su, ya que estamos, satinada elegancia.