El espejo (negro) americano
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Otra muestra de la fuerza que ha tomado la ficción televisiva en el universo cinematográfico fue comprobar cómo en el pasado Festival de Toronto, en septiembre, el estreno de la tercera temporada de Black Mirror se convirtió en uno de sus grandes eventos. El creador de la serie, Charlie Brooker, mostró a los periodistas, en pantalla grande y bajo los fastos de una gran premiere, los dos primeros de los seis capítulos de esta tercera temporada, que ya ha puesto Netflix al alcance de sus suscriptores. El gesto promocional respondía tanto a las expectativas generales frente a una de las series más sorprendentes de los últimos años como a que, para su tercera entrega, la teleficción británica ha migrado su producción (casi en su totalidad) a Estados Unidos.
Los instintos depredadores de la plataforma digital (que ya superó largamente en suscriptores americanos a la HBO y ha entrado con fuerza en el mercado europeo) han acogido la extravagante criatura de Brooker bajo sus amplias alas para que vuele más lejos, aunque no necesariamente más alto, en su creciente expansión internacional. No en vano, el corazón dramático de la serie late precisamente en esa dirección, en trazar los efectos alienantes y destructivos de la globalización tecnológica, en esa brecha de la civilización, la que estamos probablemente viviendo, donde el hombre desaparece al otro lado del espejo (negro) tecnológico o encuentra el modo de convivir con él y sus potenciales efectos sin renunciar a su naturaleza humana.
La anterior entrega de Black Mirror fue el capítulo White Christmas, un episodio especial de Navidad –en línea con la tradición televisiva británica– protagonizado por John Hamm, el Don Draper de Mad Men, que volvía a colocar al espectador en una infernal distopía tecnológica, en este caso a partir de la clonación hiperrealista y virtual. Se trataba de una entrega digna, un capítulo de transición y de prueba sobre el potencial “americano” de la serie, pero en todo caso aún lejos de las mayores conquistas de Black Mirror, que considero que son los capítulos The Entire History of Me, en la primera temporada, y The Waldo Moment, en la segunda. Fiel a su espíritu de antología, cada capítulo de esta tercera temporada funciona como un mediometraje autónomo de alrededor de una hora, en el que Brooker convierte las fantasías tecnológicas en pesadillas sociales, dibujando un diagnóstico de la naturaleza humana en el siglo XXI absolutamente esclavizada a las máquinas, fabulando en modo apocalíptico con las consecuencias fatales y aterradoras en nuestras formas de vida.
La tercera temporada de Black Mirror, que tiene el doble de capítulos que las anteriores, se distingue obviamente en la “americanización” de las formas y las tramas, que básicamente pierden su singularidad británica. Aunque algunos episodios, como 3.3. Shut Up and Dance, bien interesante, transcurren aún en suelo británico, y otros como 3.2. Playtest maridan ambas culturas y acentos (un turista americano en Londres), la migración cultural se nota sobre todo en el humor y en las pulsiones realistas de la puesta en escena y las interpretaciones, pero sobre todo en relatos en los que el género está más marcado y definido, y por lo tanto pierden su carácter sorpresivo. El efecto de higienización de imagen y de tono que se produce cuando el cine americano se apropia de una ciencia-ficción europea y de autor –el Solaris de Tarkovsky versus el de Soderbergh, por ejemplo– hace acto de presencia casi inmediata en esta nueva entrega.
Nosedive, el primero de los capítulos, protagonizado por Bryce Dallas Howard, imagina un mundo no demasiado lejano en el que la popularidad en las redes sociales se traduce directamente en estatus social, de modo que convierte la dinámica entre el hambre y la necesidad de ser apreciado por los otros (cada interacción social lleva implícita una valoración online, por lo que es casi obligatorio ser simpático) en una envenenada y angustiante sátira en torno a la identidad. Como ocurre en otros episodios de la serie, en este caso la premisa del relato es superior al relato en sí mismo, que resulta fascinante (y aterrador) en la construcción formal y el planteamiento de la trama, pero que patina hacia la caricatura en su desarrollo. El descenso a los infiernos de Lacie (Howard) en su oportunista intento por adquirir relevancia social se abisma hacia el retrato grotesco de una sociedad de élites abocada a la sociopatía cibernética.
[caption id="attachment_1047" width="560"]En todo caso, son tan brillantes y lúcidas todas las claves y soluciones formales del gélido mundo que imagina Brooker –una verdadera carrera de ratas bajo el totalitarismo de la hipocresía y la corrección política–, y guarda una relación tan estrecha con el mundo que estamos construyendo, que una vez más Black Mirror demuestra por qué sigue siendo una serie tan relevante en la elaboración de un imaginario visual y moral para nuestro futuro inmediato. Algo similar ocurre en Playtest, que explora, como de algún modo lo hacían los episodios Fifteen Million Merits, de la primera temporada, y White Bear, de la segunda, los espejos virtuales del mundo del entretenimiento, esta vez centrándose en la industria del videojuego. Playtest presenta a un joven americano que viaja por el mundo para huir de sus miedos (su madre, sobre todo) y acaba en Londres participando en la prueba experimental de un juego de realidad virtual aumentada (hasta hacerla indistinguible de la realidad física) que tiene por propósito precisamente que el jugador se enfrente a sus miedos más profundos.
La energía y tensión que va acumulando el primer bloque del capítulo se entrega con demasiada facilidad a los elementos comunes del horror tale, en el escenario de una mansión decimonónica poblada de fantasmas, y la historia va perdiendo interés a medida que avanza. También propone Shut Up and Dance un juego perverso, de consecuencias aún más trágicas, y también se alinea con un subgénero claramente definido como son los survival, los relatos de supervivencia, pero su singularidad y energía y resultados son más estimulantes. La pesadilla por la que pasa el adolescente Kenny (Alex Lawther) cuando cae víctima de una trama online al instalar un malware en su portátil retuerce el relato hacia el pánico y la tensión máxima. El joven es amenazado y forzado a aliarse con un extraño para obedecer las órdenes criminales de un grupo de desconocidos, abocándonos a un perpetuo cuestionamiento moral.
Si Shut Up and Dance es hasta ahora (aún debo ver los otros tres) el epidosido que más me ha interesado (no necesariamente el más fascinante o el que más he disfrutado, ese sería el primero), es probablemente por el tema que desarrolla (el espionaje cibernético y el control social) y por el cambio de paradigma ético que propone su desenlace. No contaré más de lo necesario, pero merece la pena destacar el cambio de perspectiva que propone la resolución del episodio, o que al menos sugiere, de ahí su inteligencia. Si hasta entonces podemos sentirnos plenamente identificados con la angustia del protagonista –que vive y actúa bajo la amenaza de que un vídeo de extrema intimidad entre en el buzón de todos sus contactos–, una relevante información que hasta entonces se nos mantenía oculta (y que pudiera ser cierta o no) transforma necesariamente nuestra mirada sobre esta historia en torno a abusos sociales, agresores y víctimas.
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