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Si The Shield fue en su momento la metadona de The Wire, acaso Happy Valley sea la de Fargo. Desconocía por completo hacia dónde se encaminaba esta serie de la BBC con apenas dos temporadas, creada por Sally Wainwright. Son doce episodios para doce horas de calidad televisiva, pero ya en la primera entrega podemos sentir que estamos frente a algo valioso, a pesar de todas las resonancias que puedan conducirnos al universo de los Coen.
También aquí, al frente de la comisaría de un pueblo rural, en Yorkshire, hay una sargento con mano de hierro y guante de terciopelo, prodigiosamente interpretada por Sarah Lancashire. También aquí se va creando una bola de nieve de crímenes brutales a partir de las estúpidas decisiones de ciudadanos comunes que se han creído criminales temporales. Hay secuestradores inoperantes, victimarios y víctimas de la perversión y la sombra incesante de una entidad incontrolable llamada Mal, en mayúsculas. El absurdo como sistema.
El relato está gobernado por un trauma, algo que ocurrió ocho años atrás en la vida de la sargento Catherine Cawood, divorciada y criando al nieto díscolo de su hija fallecida. El pretérito insondable, el rencor y el tormento, resurgen en su vida cuando se enfrenta a un caso de secuestro, narcotráfico y ambiciones erradas cuya investigación la conduce directamente al padre no reconocido de su nieto. Happy Valley es al cabo una dramatización que gravita alrededor de las relaciones paterno-filiales, trazando distintas posturas éticas (la ley civil, la ley personal, la ley biológica) sobre los límites del amor, el sacrificio y el sufrimiento paternal ante la seguridad de los hijos. Y coloca todo ello en colisión con las energías destructivas de la psicopatía sexual, con la abyección y los horrores de la violencia, sobre los que la serie se cuida de cargar las tintas.
La singularidad británica realmente se apropia de la trama criminal, que nunca pierde interés y está construida con tensión, sobre todo por la vigorosa captura de un contexto que resta todo artificio a la puesta en escena, mediante el rodaje en movimiento, con la higiénica crudeza de Ken Loach, de observación paradocumental, de interiores tan vivos y reales como los exteriores, y también con un humor y un permanente comentario social recorriendo las escenas. De manera que el retrato social, de corte costumbrista, se disuelve en el melodrama familiar y el thriller negro en el retrato de una comunidad.
La energía de la serie procede de los personajes y el grado de verdad que destilan. Las conexiones con Loach están concentradas también en la sargento Cawood, que podría ser la versión femenina de uno de sus héroes proletarios con vocación de ciudadano modélico, integridad y principios herméticos, cuyas debilidades se contrarrestan con sus sobradas virtudes. La buena noticia es que la extraordinaria interpretación de Sarah Lancashire nos permite verla como un ser humano y no como un estereotipo. Y el emparejamiento con Siobhan Finneran, en la piel de su hermana soltera Clare, con quien vive, aguarda algunas de las escenas más conmovedoras de la última teleficción.
El cine negro puede ser expresionista, simbolista, tenebroso, fantasmagórico y hasta metafísico, pero esta crónica negra transcurre a la luz de día y, como siempre ha hecho el mejor noir británico (de El tercer hombre a Down Terrace), va acompañada de la glosa histórica (la crisis económica y, en concreto, la del periodismo), del retrato social (los determinismos de clases) y de la intervención política. Happy Valley tiene además la virtud de la contención dramática y expresiva, de saber terminar el relato donde le corresponde. Dos temporadas, doce horas, de verdadera calidad: inteligencia, drama y entretenimiento.