Confieso que por momentos El chico que soñaba con ser Gianni Bugno (Contra) me ha tensado la fibra sensible. El repaso de la historia del ciclismo desde su eclosión mediática en España, cuando empezó a televisarse y José María García se volcó en las coberturas de la Vuelta, hasta la abrupta decadencia de Indurain, culminada al poner pie en tierra justo antes de ascender los Lagos de Covadonga en 1996, ha supuesto una emocionante regresión que ha removido estos días un tesoro íntimo: el que conforman los recuerdos de infancia y, en parte, de adolescencia.
Guillermo Ortiz, mitómano de este deporte, repasa en sus trescientas páginas largas las grandes gestas de los campeones en esa década, sin pasar por alto su reverso oscuro de fármacos y médicos rasputinianos que dominaban voluntades de equipos y corredores. Al tiempo, evoca mediante un sutil y habilidoso trenzado narrativo su propia experiencia vital de muchacho crecido en el madrileño barrio de Prosperidad. O sea: amores y desamores, desajustes familiares, amistades tóxicas y edificantes, el costoso y retardado proceso de maduración personal, los gustos musicales al son del momento… La amalgama resultante brinda así una original ‘autobiografía’ y un vívido retrato de los excesivos 80 y de la oscilante primera mitad de los 90, con su encadenamiento de fastos celebratorios y resacas finacieras.
Que el autor naciera en el 77 me une a él estrechamente en este viaje retrospectivo. Yo nací ese mismo año, justo el día -15 de octubre- en el que se aprobaba en el Congreso la Ley de Amnistía, hito inevitable para ir apuntalando una reconciliación nacional todavía pendiente de completar. Sus vivencias, por tanto, me interpelan y me reflejan. Como él, me veo empolvando mis manos para abrir con sus palmas rutas en la arena de parques y descampados por las que circulaban, impulsadas a tobazos, chapas de refrescos con las caras de los ciclistas más populares pegadas en su interior. Cuántas horas pasamos así…
También jugaba en mi casa, solo. Aprovechaba la hora de la siesta los fines de semana. Mientras mis padres dormían, desplegaba un pelotón guardado en botes de Nocilla por el pasillo. No era ninguna casualidad que en esas carreras en las que yo era el único soberano ganaran indefectiblemente ciclistas españoles, sobre todo Alberto Fernández, el malogrado corredor del Zor. En mis aposentos corregía la desilusionante realidad de la Vuelta de 1984, que perdió por tan solo unos segundos ante al francés Eric Caritoux. Aparte de compatriota, se llamaba Alberto, detalle que selló mi predilección por él, crudamente cercenada por el accidente de tráfico que -maldito destino- le mató solo unos meses después de aquella amarga derrota.
El patriotismo deportivo, alimentado por las sucesivas decepciones que debimos digerir los aficionados españoles en los 80, tenía mucha influencia en el resultado de esas competiciones domésticas. Un buen amigo, también de la quinta del 77, me comentaba, además de su ingeniosa manera de recrear las etapas de montaña metiendo cajas de zapatos bajo la alfombra, que en el podio de su casa podían coincidir perfectamente Perico, Indurain y Gorospe.
En cambio, frente a esta imparcialidad tribal, Ortiz reivindicaba una alternativa puramente estética. Su devoción por Gianni Bugno se fundaba en su porte elegante sobre la bicicleta, del que se enamoró una tarde de julio del 91, durante una etapa llana del Tour, idónea para un final al sprint. El campeón italiano, uno de los favoritos, lanzó un demarraje contra toda lógica. “Es un momento mágico. Pedalea pero no parece moverse. La sensación que queda al ver la imagen es que él está quieto y es todo lo demás -las familias, los arbustos, los manteles- lo que se mueve, como en una película de los años 50. Está completamente acoplado en su bicicleta y no hay un solo gesto de sufrimiento en su rostro. No es solo elegancia, es la belleza”, explica gráficamente Ortiz, licenciado en filosofía por la Autónoma, colaborador de Jot Down y autor también Todo los que siempre quiso saber sobre el deporte (Debate).
Ese deslumbramiento juvenil le acarreará innumerables desencantos. Bugno estaba llamado a marcar una época. Su potencial físico y su versátil talento, capaz de rendir a gran altura en cualquier terreno, le predisponían a acumular un copioso palmarés. Un pronóstico que fundamentó su dominio desde la primera hasta la última etapa en el Giro de 1990. Pero su inestabilidad mental y su falta de ambición rebajaron las expectativas en torno a sus formidables cualidades. Pedaleaba bonito, sí, pero sin hambre ni mala leche. Pronto quedó claro que no era un tipo psíquicamente preparado para aguantar la presión a lo largo de tres semanas, duración estándar de las grandes vueltas. Por otra parte, le tocó medirse con una verdadera máquina, Indurain, que no le dio ninguna opción esos años. Fue un muro contra el que no consiguió otra cosa que estrellarse repetidamente. Ortiz enuncia un acertado paralelismo para definir su impotencia. “Bugno fue un Federer obligado a jugar toda su carrera en tierra batida y con Rafal Nadal al otro lado de la red”.
Y ahí radica también su identificación con él. Más allá de la gran belleza de su estampa embutida en el maillot tricolor de campeón de Italia, Ortiz se enganchó al paradigma del perdedor que Bugno encarnaba, al igual que su propio padre, meteorólogo dipsómano con el que compartía la afición por el ciclismo. También le gustaba encarnarlo a él mismo por entonces, cuando se tomaba demasiado en serio las letras de Nirvana, magníficas coartadas para la pose de desgarro artificioso… Los efectos del grunge, ciertamente, fueron devastadores entre los adolescentes, ya de por sí propensos a sentirse incomprendidos y víctimas de una sociedad que desprecian. “Tener diecisiete años siempre es jodido, pero con esa banda sonora lo era mucho más”, apunta en el libro.
Bugno, ciclotimia perenne, siempre a caballo entre la ilusión y la decepción, era pues otro arquetipo atractivo al que aferrarse. Desaparecía de los primeros puestos y, cuando ya parecía que depositar cualquier esperanza en él era absurdo, siempre se las apañaba para ganar una etapa importante o una clásica de relieve y engrasar así de nuevo la maquinaria de las expectativas. Pero nunca, quitado ese Giro de los 90, alcanzó las alturas en que las habían situado sus fieles tifosi, que ingenuamente le escribían en el asfalto de los puertos de montaña “Facci sognare, Bugno”. Este respondía con indolencia, como si no fuera con él la cosa.
Una frialdad también detectable en Indurain, aunque en su vertiente victoriosa. Miguelón era una apisonadora que nos acostumbró a victorias aplastantes durante un lustro. Rictus impertérrito, pulsaciones bajo mínimos y desarrollos imposibles. Al final éramos adictos a su implacable seguridad. Así que el imprevisto de empezar a rezagarse en las montañas del Tour del 96 se vivió como una tragedia nacional. No dábamos crédito. Ortiz cuenta que vivió la etapa de la pájara de Les Arcs, un puerto sin solera en la historia del Tour, precisamente en Pamplona. Había ido a desparramar un fin de semana a los Sanfermines. Siguió la retransmisión radiofónica de García en una piscina donde había acudido con sus amigos a dormir la mona tras la ingesta industrial de calimocho la noche anterior. “Tragedia en Pamplona. Se jodieron los Sanfermines, se jodió todo. Funeral en una ciudad en fiestas”. Esa fue la sensación.
No salieron bien las cosas en ese viaje, desde luego. Aparte del estrepitoso fracaso del tótem navarro, Ortiz confiesa que ya no se sintió cómodo en medio de aquel desenfreno multitudinario. Estaba fuera de lugar. Es curioso que yo también percibiera lo mismo en una experiencia simétrica: también fui de manera más o menos improvisada a unos Sanfermines un fin de semana provisto de saco y aislante para dormir en cualquier parque, también acabé sesteando en una piscina, también sentí una especie de ‘reventamiento’ físico y mental por el punkviaje y la falta de sueño, también permanecí ajeno a esa gran cogorza comunal (no me puse ni el preceptivo pañuelo rojo) y también pensé que una etapa de mi vida, lúdica e inconsciente, iba tocando a su fin. Ya no estaba para aquellos trotes. Haciendo cálculos, diría que pudo ser alrededor de ese año 96, por lo que incluso nos pudimos cruzar en aquel pringoso macrobotellón.
El chico que soñaba con ser Gianni Bugno es, al cabo, un emocionante retrato del paso de la niñez a la vida adulta. De sus costes: fin de la impunidad y asunción de, ya en serio, algunas responsabilidades. Y de sus efectos liberadores: soltando el lastre de tantas angustias e inseguridades que se agolpan en esa etapa vital. Si el libro fuera una novela (que no lo es), hablaríamos de una bildungroman en la que el joven protagonista, al cruzar la línea de sombra conradiana, se ve obligado a situar sus mitomanías en una nueva dimensión: menos protagónicas, menos influyentes y menos graves. Un rito de paso que nos salva del ridículo del forofismo barrigudo y tabernario.
Ortiz lo cumplió cuando se cruzó en Navacerrada cara a cara con su ídolo en una de sus últimas apariciones en la Vuelta a España. Tardó tanto en llegar a la 'cita' que hasta temió que había podido abandonar la carrera. Se mascaba la decepción, otra más. Pero casi media hora después de pasar los primeros corredores asomó finalmente el italiano, relajado e incrustado en un grupo de segundones que no se jugaban nada. Corrió Ortiz a su lado durante cien metros. Bugno tuvo tiempo hasta para mofarse de él preguntándole si iba a subir hasta la meta a su vera. Broma expresada con ironía distante, a lo Jep Gambardella, con el que Ortiz encuentra también fundadas similitudes, sobre todo la elegancia en la derrota.
Cuando al fin se abrió algo de distancia, ya sin la presión de estar encarado con el mito, Ortiz acertó a gritar, con el corazón instantáneamente rejuvenecido palpitándole a mil por hora: “Facci sognare, Bugno!”. Una escena patéticamente sublime.