Tenía ganas de echarle el guante a Hijos del fútbol de Galder Reguera. Recuerdo haber visto hace unos años la portada de la primera edición, publicada por Libros del Lince, en la marabunta libresca de la redacción. Supongo que, aunque me sentí poderosamente atraído, no lo cogí en su momento porque andaría, como es norma en el oficio de periodista cultureta, hasta arriba de lecturas obligadas y urgentes. Por eso no lo metería en la mochila. Se quedó pues orillado en la memoria. Pero parece que el destino me tenía preparada una segunda oportunidad. Resulta que la relación de Reguera y Libros del Lince se emponzoñó y Seix Barral, tras pleitear, se hizo con los derechos. La batalla judicial ha permitido que el sello del grupo Planeta haya puesto en circulación una nueva tirada bajo su impronta. Y ahora sí: ya no lo he dejado escapar.
Hijos del fútbol, una especie de compilación de recuerdos y reflexiones en torno al balompié (no en vano Reguera es licenciado en Filosofía), me habla desde muy cerca, desde una intimidad compartida por diversos motivos. El principal es la pasión por un deporte que marcó nuestra infancia y adolescencia, que fue el centro de nuestro existir en ese tiempo y que, aunque por determinados periodos intentamos soslayar o relegar de entre nuestras prioridades siempre acabó emergiendo y abriéndose hueco. Cuando uno se conjura firmemente a desarrollar su vocación de ‘intelectual’, por ejemplo, es inevitable preguntarse si el arrebato tribal del fútbol sigue siendo sostenible. Sobreviene el conflicto en el fuero interno.
Por otra parte, la simetría generacional (Reguera es del 75; yo, del 77: hijos de la Transición) es un factor que me vincula emocionalmente al libro. Las idolatrías por los jugadores de los 80, ya nunca reemplazadas: yo con mi Quinta del Buitre, esos chicos de barrio que modernizaron el balompié patrio, y él con los tótems del Athletic Club que desamarraron la gabarra: Sarabia, Dani, Zubizarreta y el secundario Sola, demasiado esteta y frágil para el concepto viril del juego de Javier Clemente pero una debilidad de Reguera instilada por su aita. Una de las primeras imágenes futbolísticas que retengo es precisamente la de San Mamés invadido por la gente tras ganar la Liga del 84 (algo que le dio mucha pena a Sarabia porque los jugadores debieron evacuar el pasto a la carrera). Esa tarde bajé contrariado por la victoria a casa de mi vecino Dani. Echamos un partido de chapas para corregir el resultado opuesto a nuestros intereses en la cancha levantada en medio del pasillo.
Hay en Hijos del fútbol referencias que activan en mí una corriente de simpatía inmediata: como el libro Locos por el fútbol, el favorito en la niñez de Reguera, y uno de los más demandados en la biblioteca de mi cole, donde, como él en Vizcaya, entreverábamos varias pachangas en un mismo espacio: decenas y decenas de chavales jugando diversos partidos a la vez. Qué magnífica manera de trabajar la visión de 360º que todo buen futbolista debe poseer. Y ese balón de goma imitación al Tango oficial con el que se podía chutar como si fueras un profesional: mandándolo lejísimos en un pase elevado o chutando a la escuadra sin la dificultad de aquellos Mikasa que te hundían el cráneo cuando tenías que disputarlos por alto. En fin, el mordisco de la nostalgia…
El chispazo que activó en Reguera la necesidad de escribirlo fue el nacimiento de su hijo Oihan. Ver cómo poco a poco se iba, igual que él, enciscando con el fútbol. Algo que, por un lado, celebra pero, por otro, le suscita viejos temores. Sin tapujos, confiesa que fue víctima sistemática del desprecio de sus compañeros de equipo por ser un chaval cuya dedicación al balón no estaba en sintonía con el rendimiento en el campo de juego. Era de los que chupaba banquillo. Un manta. O un paquete. Particularmente sangrante es que ese acoso de los machitos alfa del vestuario era reforzado, cuando no iniciado, por algunos entrenadores. Es decir, personas adultas capaces de decir, tras apalizar a un rival, cosas como: “Estos de hoy eran tan malos que hasta Galder ha marcado”.
No me resultan extraños comentarios tan nauseabundos. Reguera, responsable de proyectos de la Fundación Athletic Club, evoca la humillación que sintió al oírlo, el daño moral que le causó. Y le asusta que lo pueda sufrir su pequeño. Antes era común que los equipillos de barrio de los chavales estuvieran en manos de tipos de dudosa reputación. Acaso el padre de alguno de los chicos que tenía más tiempo porque estaba desempleado. Y que ‘sabía’ mucho de fútbol porque se pasaba el día en el bar viendo partidos, amarrado el copazo y el palillo entre los dientes. Ahí estribaba toda su autoridad científica. Recuerdo haber presenciado escenas bochornosas de personajes de esta ralea, como una agresión (puñetazo) a un árbitro en un encuentro de infantiles. Algo que ningún niño debería ver con sus propios ojos. Qué mal cuerpo nos dejó. La inocencia enturbiada.
El fútbol pues puede ser muy edificante, ayudando a moldear personalidades con la arcilla de valores como el compromiso, la solidaridad, la disciplina (en su justa medida), la rebeldía… Ya conocen la reveladora frase de Camus: “Todo lo que sé de la moral lo aprendí jugando al fútbol”. Pero ojo con su reverso, que Reguera no escabulle. Es el que nos asusta a los padres cuando llevamos a nuestra prole al estadio, un entorno que, en los modales, deja mucho que desear. Hijos del fútbol no es una visión idealizada, lo cual se agradece. Sino unas memorias futboleras que sacan a relucir lo bueno y lo malo, y que, dada la ‘deformación’ académica de Reguera, licenciado en filosofía, están cuajadas de jugosas encrucijadas para ser rumiadas.
A saber: si los chicos deben jugar con marcador o no para atemperar el sentido competitivo (Podemos, creo recordar, puso este debate sobre agenda educativa), si sus celebraciones imitando a Cristiano son un síntoma preocupante o no dado el narcisismo del fantástico jugador portugués, si es una irresponsabilidad paternal azuzar la vinculación a un determinado club (algo que, en el peor de los casos, hasta puede degenerar en el brutalismo hooliganesco), si hay una manera de jugar de izquierdas (hacerlo colectivamente bonito al margen del marcador) y otra de derechas (apostarlo todo a la victoria sin miramientos estéticos), si el fútbol es un encantamiento que nos abstrae de la cotidianidad (qué bien entiendo eso que cuenta de que cuando el árbitro pitaba el final en San Mamés, con el resultado que fuera, Reguera sufría un bajón, la sensación del fin de fiesta), si el odio que percibía en los muchachos del pueblo de La Rioja a los que se enfrentaba en los torneos de verano se debía al hecho de ser vasco (ETA y su emponzoñadora actividad mediante) o a que pertenecía a una clase económica superior…
Experiencias y cavilaciones imbricadas. Ese es el esquema sobre el que se sostiene esta obra confesional de Reguera, que consigue ensamblar ambos planos emulando el caprichoso decurso del flujo de la memoria y el de las anotaciones en un diario. Reguera da cuenta de cómo evoluciona la personalidad de su hijo al hilo de vivencias futbolísticas que, a su vez, contrasta con las suyas propias. Algo que hace urgido por la tendencia natural de todo padre de rememorar el niño que fue para entender al que ha alumbrado. O sea: la gran jugada de la vida.
P. D. Un apunte final. Reguera consigna un sueño recurrente. Está en el banquillo de San Mamés. Forma parte del primer equipo. El míster le llama para salir. Él dice que mejor que salga Sola, que aportará más al equipo. Pero nada: le toca saltar al verde. Y no da pie con bola. Un desastre. Tierra trágame.
Yo tengo también mi pesadilla futbolera que me persigue hasta hoy. No ocurre en un estadio en concreto. Me llaman para echar un capote algún amigo. En su equipo se ha producido una vacante repentina y necesitan a alguien que cubra el hueco. Entro en la cancha con la mejor intención. Ganas de responder a la confianza depositada en mí. Pero mis botas son demasiado grandes. Dos o tres dedos de más. Imposible controlar el balón. Yerro pases y tiros. Es frustrante a más no poder. Creo que es un trauma de infancia. Mi madre me compraba siempre las botas dos tallas por encima de la mía para que me duraran más tiempo. Algo comprensible. Pero las primeras semanas, ni metiéndome las medias sobre calcetines, conseguía rellenar el espacio sobrante. Mi juego se resentía inevitablemente. Eran tiempos inflacionarios aquellos también.