A buen seguro, uno de las últimas alegrías que le procuró la vida a Javier Marías fue ver coronado a su querido Real Madrid como rey de Europa por décimo cuarta vez en su historia. Alegría multiplicada por la manera en que lo hizo: encadenando, antes de llegar a la final de París, tres epopeyas ante el PSG, el Chelsea y el City. Remontadas tras tener todo perdido y además frente a equipos dirigidos por magnates paracaidistas en la Vieja Europa, que buscan en el fútbol un escaparate en el que lucir obscenamente su ego y agrandar de paso sus incalculables patrimonios. Perfiles, en fin, que le resultaban muy antipáticos, y que zahería en sus columnas a la menor ocasión.
La pasión de Marías por el Madrid arraigaba en la infancia, cuando jugaba de extremo izquierdo y soñaba con vestirse de blanco en el Bernabéu. Tuvo mucha suerte el escritor porque entonces en ese estadio convergían leyendas como Di Stefano, Puskas, Gento… Lo pasaba en grande viéndolos ganar y ganar, que diría Luis Aragonés. Siendo de la capital, y más concretamente de Chamberí, y con esos figurones en la cancha durante aquellos años, quedó ligado emocionalmente para la eternidad al club merengue.
Una relación de amor casi incondicional que tan solo sufrió una crisis. Pero una crisis grave. Tanto que le empujó a apostatar de su querencia por Chamartín. Marías, como otros irredentos madridistas, no fue capaz de perdonar a Bernabéu que le diera la cuenta a Di Stefano tras perder el Madrid la final de la Copa de Europa frente al Inter en 1964. “Fue tal mi indignación que decidí hacerme del club barcelonés [del Español, donde recaló la Saeta Rubia], o más bien ser de Di Stefano y no tanto del Madrid”, recordaba en una de sus columnas.
[Javier Marías, un largo atrevimiento]
Una determinación que, no obstante, se vino abajo cuando a los merengues les tocó enfrentarse esa temporada a los pericos. Ahí ya no pudo sostener el motín, porque, como decía Vázquez Montalbán, uno puede cambiar de todo (mujer o marido, ideología, religión, partido político, casa, coche, gustos artísticos…) pero no del equipo que amaste en tu niñez.
Del calibre de su afición futbolera y madridista en particular da cuenta la cantidad de veces que la sacaba a relucir en sus escritos en prensa, siempre jugosos, muchas veces a la contra (más allá de sintonías o discrepancias, denotaba un valor y una libertad que echaremos de menos), expresados con una prosa cristalina y sencilla, fluyente, sin atisbo de impostación intelectualoide. Era una ‘debilidad’ y la comentaba sin tapujos. En el arranque de una de sus piezas, de hecho, se disculpaba por repetirse.
“Procuro no escribir muy seguido sobre un mismo tema, y soy consciente de que hace unas semanas hablé de fútbol y del Real Madrid. Pero claro, cuando ustedes lean esto [en mayo de 1998] faltarán tres días para que mi equipo se proclame campeón de la Copa de Europa por séptima vez (y la sexta fue hace treinta y dos años)”. Y añadía: “No crean que no me ha temblado el pulso al hacer esta afirmación. Es más, se me ha caído la máquina al suelo del tembleque y además he tocado siete maderas, he cruzado siete veces los dedos y le he rezado jaculatorias a San Di Stefano”. En fin, la humanísima ansiedad del hincha previa a una cita crucial para sus colores.
El desdén de Cabrera Infante
Esta devoción balompédica le procuraba algunos recelos dentro de su gremio. Cabrera Infante, buen amigo suyo, era incapaz de entender que viviera tan pendiente de un deporte que él, básicamente, detestaba. “Cada vez que me oye hablar de él con naturalidad o ve que le dedico un artículo me mira con su mirada más dinamitera y no se priva de afearme el mal gusto y la conducta irresponsable”, describía con guasa el autor de Corazón tan blanco.
Pero Marías no era de esos literatos que se avergonzaban o pedían casi perdón por participar del bárbaro rito de ir al estadio, que así era concebido en los cenáculos ilustrados del país. Ese complejo pervivió en España durante muchos años. Sobre todo si militabas en las filas de la izquierda, porque lo de veintidós tíos vestidos de corto arreándole patadas a una pelota, amén de ser una actividad de nula hondura cultural y política, suponía también una ración dominical de opio para el pueblo. Un factor pues desmovilizador de las huestes proletarias. Tan nocivo como la religión.
[Javier Marías, el monarca del tiempo]
Marías rememora el embarazoso encuentro en el Bernabéu del empresario Querejeta, los novelistas Juan Benet y García Hortelano y el editor Javier Pradera. Se toparon a pesar de ir más o menos disfrazados y de aprovechar esquinas y columnas para no ser vistos. “Al irse descubriendo unos y otros, todavía se sintieron obligados a dar explicaciones: que si el rico empresario había jugado de joven en la Real, que si Pradera era de San Sebastián, que si Benet vivía al lado del estadio y pasaba por allí… Lo contaba Hortelano, el único que no renegaba de su pasión”.
Esto fue cambiando. Lo comprobó en una presentación de un libro de cuentos de fútbol reunidos por Jorge Valdano en la que participó en 1995. En ella estaban también Mario Benedetti, José Luis Sampedro, Julio Llamazares… “Lo mejor del encuentro fue que, pese a estar el estrado lleno de escritores, ninguno se puso a hacer sociología barata, ni a interpretar el juego desde perspectivas psicoanalíticas, ni a buscar burdos paralelismos entre futbolistas y novelistas. No hubo pedantería, ni coartadas para justificar la afición”, apuntaba Marías en una de las columnas recogidas en el volumen compilatorio Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol (Alfaguara).
Él fue siempre con la suya de frente. Nunca mejor dicho. Porque fue en este lugar de su anatomía donde se puso una pegatina de la bandera italiana cuando la Azzurra ganó el Mundial 82. Es una anécdota simpática que no me pude resistir a incluir en Cuero contra plomo, libro en el que reconstruyo el devenir de aquel campeonato al hilo de la violencia terrorista tanto de extrema derecha como de extrema izquierda que azotó, de forma paralela, a España (organizadora) y a Italia (campeona) en la década de los 70 y primeros 80. A pesar de la tensión que marcó el Mundial, y que perjudicó tanto a nuestros jugadores, que hicieron un papel muy pobre, al final estalló la alegría en aquel Madrid de la Movida. La madrugada del 11 de julio fue larga en sus calles y sus bares, pues todo el mundo -al margen, claro, de los derrotados alemanes, que con sus tongos y los brotes psicopáticos de su guardameta se granjearon una hostilidad mayoritaria- salió a celebrar una victoria contra pronóstico.
Le acompañaba Antonio Gasset, en cuya casa vio el partido que elevó a Paolo Rossi a todos los altares itálicos. A su término, se sumaron a la muchedumbre jubilosa que atestaba la Castellana, entre voces y bocinazos. Y ahí estaba él, feliz porque su admirada Italia le había compensado del fracaso la Selección. Con esa pegatina tricolore. Cuesta imaginarlo así, expansivo y radiante, teniendo en cuenta la fama de asocial que se ganó en estos últimos años. A él mismo, cuando lo rememoraba, le resultaba difícil reconocerse en aquel tifoso espóntaneo. “Es la única vez que he salido a la calle con bandera alguna”. ¡Forza Marías per sempre!