Alguna vez contada George Best accedió a ir a terapias de grupo de Alcohólicos Anónimos. Pero en esas reuniones donde se ventilan miserias a fin de encontrar la complicidad y el apoyo de gente que padece la misma adicción que tú nunca se encontró cómodo. Ni confiado. No se levantó jamás para tomar la palabra. Prefería mantenerse en un segundo plano. Una pena, sin duda, para los presentes, porque las historias que atesoraba daban para un jugoso libro. Una narración con un arco dramático bien definido, que arrancara con su ascenso al parnaso futbolístico (la Copa de Europa conquistada con el United en 1968 como cúspide) y siguiera con el descenso a los infiernos del alcoholismo, jalonado este por innumerables episodios de degradación personal que terminaron haciendo del deportista británico más popular -así lo acreditó una encuesta del tabloide Sun- un guiñapo al albur de su dependencia a los espiritosos.
Lo bueno es que ese caudal de vivencias sí lo acabó destilando en una autobiografía, El mejor (The Best: el apellido como marca de la casa). La editorial Contra la ha puesto en circulación aquí en España. Es un tocho en el que el Quinto Beatle, como empezó a llamársele por su estética similar a la de los fab four de Liverpool y su vida disoluta al compás del Swinging London, nos sumerge en una peripecia disparatada, salvaje y desoladora, que comienza con él de niño esprintando en las calles de una Belfast envenenada por el odio religioso.
Su instituto estaba en medio de la zona católica, lo cual, para un protestante como él, suponía una odisea cotidiana. Los chicos de otros institutos de los alrededores le esperaban a la salida y, mientras lo rociaban con insultos, intentaban robarle la bufanda o el abrigo. Aquello le obligó a perfeccionar la técnica driblin. A la fuerza ahorcan. “No era lo más agradable, pero terminó resultando un buen entrenamiento, y mi fútbol lo agradecería”. Vaya que sí: su especialidad en los terrenos de juego fue el regate, amén de una notable capacidad goleadora. Best era un maestro en el arte de sortear tarascadas, como si fuera un esquiador zigzagueando banderines clavados en la nieve.
[Tyson, Mágico, Rodman y Best, campeones entre copas y... copazos]
De aquel calvario juvenil también le quedó una convicción liberal en materia de confesiones religiosas. Aunque saliese a desfilar con la Orden de Oranje cada 12 de julio para conmemorar la batalla del Boyne, recuerda que lo hacía con un ánimo estrictamente festivo. Sin, por tanto, ninguna connotación belicosa contra sus convecinos católicos. “Para mí, el credo y el color de las banderas de cada individuo nunca ha sido un problema. Creo en la verdad de cada persona, excepto cuando esta entrañe el sufrimiento de alguien”, señala en el tramo inicial de su autobiografía, escrita con el apoyo del periodista Roy Collins, amigo suyo que, por cierto, murió hace un par de años en España, donde residía.
Best era otro enamorado de España. A lo largo de sus páginas, abundantes en fiestones desmedidos sin fin, nuestro país aparece como el destino soñado para dar rienda suelta a sus ansias epicúreas. En Las Baleares o en Marbella se cogía unas cogorzas de campeonato. Por aquí acudía cuando terminaba la temporada a fin de desquitarse de la presión sufrida en un club que siempre peleaba por lo máximo, aunque cuando llegó él, en 1963, todavía estaba bajo el trauma del accidente aéreo de Múnich en el que fallecieron 23 pasajeros, 8 de ellos jugadores de los devils. Ocurrió en 1958 y dejó a la institución devastada.
Bobby Charlton fue uno de los pocos supervivientes de la tragedia. En torno al resistente mediocampista, se edificó la reconstrucción del bloque mancuniano. Relata Best que el gran capitán siempre se endilgaba un chupito de whiskey antes de saltar a la cancha. “Beber un poco era habitual en cualquier vestuario de la época, especialmente en los días fríos, aunque la costumbre de Bobby era toda una ironía, especialmente habida cuenta de que sería a mí a quién le caería el sambenito de bebedor mientras él sería siempre un modelo de sobriedad”. Y confiesa que nunca faltaba la botella a buen recaudo en un contenedor junto a las equipaciones y las botas.
Pero, claro, Charlton supo nadar y guardar la ropa. Best, en cambio, perdió el control. Hito de esa deriva autodestructiva es lo acontecido en la celebración de la orejona conquistada en Wembley. Best fue el único devil que intercambió su camiseta con un rival. Por eso él aparece en las fotos festejando el título vestido de blanco, lo que contrasta con sus compañeros. De lo que vino después nada recuerda. “Es estremecedor admitirlo, lo sé. Pero le había pillado el gustillo a la bebida cada vez más, y terminé tan borracho después del mejor día de mi carrera que todo lo que sucedió después es una auténtica laguna”, admite.
Durante un tiempo consiguió disimular el vicio, incompatible con jugar al fútbol de élite. La juventud le hacía recuperarse rápido de las farras. Seguía entrenando duro, por otra parte, muy motivado. Pero tras tocar techo en la Copa de Europa el equipo perdió fuelle. También Best, que el curso anterior había sido elegido como mejor jugador inglés (el más joven hasta entonces en cosechar tal distinción) y había recibido el Balón de Oro de la revista France Football, imponiéndose a su compañero Charlton y al kaiser Beckenbauer. Matt Busby, el entrenador que lo acunó en Manchester, renunció, otra circunstancia que le minó la moral.
Los reveses en la hierba azuzaban su querencia por las barras de los pubs. Además, cual zorro puesto a guardar gallinas, se embarcó en el negocio de las discotecas. Le fue muy bien para el bolsillo pero no tanto para el hígado. Todo el mundo quería tomar una copa con él, incluidas alguna que otra miss mundo que terminó beneficiándose. Lo de su relación con las mujeres da para cientos de páginas. De hecho, ocupa una parte sustanciosa del libro. Libérrimo donjuán, sedujo a centenares. Y casi se puede decir que engañó a todas. Lo hizo con otras mujeres y con el alcohol. No tenía remedio.
Se cansaba rápido de su partenaires femeninas, como un crío caprichoso de los de hoy con la cesta de su habitación repleta de juguetes. Hay que entender, no obstante, que la vida de Best era la de un hombre enfermo en origen. Su madre, de hecho, también cayó pasto del alcohol. Huía de sí mismo, de un desasosiego interior que le impidió incluso ocuparse de su propio hijo. El vodka y el juego se impusieron al instinto paternal, que era fuerte en su corazón. Esa decisión le pasaría factura en la conciencia, hasta el punto de acariciar el suicidio.
Fue endiosado demasiado joven, en una ciudad, Manchester, a la que llegó siendo apenas un crío. Lejos de sus familiares, fue maleducado por la fama y el dinero. Hoy lo podemos ver como un precedente de Beckham, pero sin los asesores y el sentido del cálculo del también símbolo del United y posteriormente galáctico de Florentino. Eso sí, Best hacía gala de mucho más ingenio y más gracia. Basta recordar su frase más famosa, que es un alarde de guasa e ironía, aunque no deja de traslucir una debacle humana colosal: “Gasté mucho dinero en alcohol, coches y mujeres, el resto lo desperdicié”.
Rutina etílica en Marbella
A medida que iba perdiendo facultades, se alejaba (lo alejaban) del fútbol de primer nivel. Primero, se despeñó por categorías inferiores de Inglaterra. Luego dio el salto a los Estados Unidos, donde, más allá de algún arreón de orgullo, se dedicó a soplar y sestear. Igual que cuando venía a degustar el sol español, que tanto le atraía. Sus jornadas aquí se resumen rápido, con sus propias palabras: “Unas claras matutinas tras levantarme, para afrontar el día; cervezas en la piscina; unas copas para empezar la tarde con los viejos del bar de tapas de al lado, y finalmente, por la noche, a Puerto Banús”.
Para combatir su irrefrenable sed, Best se tenía que coser en el estómago pastillas de Disulfram, un medicamento que provocaba tal intolerancia al alcohol que, si lo probaba, le hacía sentirse como si estuviera ardiendo. Un tratamiento brutal, sí, pero que decidió aplicárselo después de tocar fondo. Lo hizo, en realidad, tantas veces… En una ocasión, le acusaron del robo que se produjo en la casa de enfrente de su residencia en Estados Unidos. El pobre, que era inocente, no podía ni defenderse porque, como era muy habitual en él, ni se acordaba de dónde había estado el día de autos.
Es otra más de las revelaciones de una autobiografía descarnada, que no es autocomplaciente, aunque Best se defiende de algunas difamaciones y advierte que dejar el alcohol no es tan sencillo como algunas almas cándidas creen. Viene a reconocer que fue en amplios tramos de su vida una cabeza hueca, un capullo, pero que en el fondo era un buen chico destrozado por una enfermedad casi incurable: la dipsomanía.
La autobiografía se lee muy bien. El estilo es funcional y simple, lo que casa perfectamente con el nivel intelectual del yo narrante. No hay piruetas literarias ni un vocabulario, digamos, amplísimo. Sería algo que chirriase. Por eso está bien escogida la posición desde donde se escribe. Acaso le sobra algo de metraje. Son más de 400 páginas de letra apretadita. Y por momentos uno se cansa de tantas botellas, pintas, juergas, coitos… Es, ciertamente, un libro que embriaga. Pero, por encima de todo, es un testimonio muy valioso del periplo vital de un hombre que, como muy pocos, experimentó el fracaso y el éxito en sus variantes más extremas. “He tenido una vida extraordinaria y a veces, cuando la divido en dos, pienso: los primeros veintisiete años fueron pura felicitad y, los 27 últimos ha sido un desastre”.