La serie Supergarcía se ve como Los Soprano o Breaking Bad: con la duda insoslayable sobre la verdadera catadura moral del protagonista. Toni Soprano y Walter White atornillaban la atención del espectador y desencadenaban un debate constante: ¿son unos redomados psicópatas o, por el contrario, tipos sensibles que deben relegar los principios para hacerse respetar en un entorno competitivo, violento y testosterónico, como, pongamos por caso, el Harry el Sucio de Eastwood? El dilema es una garantía para que el personal se embaule capítulos con curiosa voracidad hasta el desenlace. Con García -mutatis mutandis- sucede lo mismo.

Hay que reconocer que, como periodista, no le faltaron redaños. La altura de sus principales enemigos da la medida de su atrevimiento al micrófono en las distintas cadenas que, dentro del ámbito deportivo, acaudilló: La Ser, Antena Tres, Cope y Onda Cero. En la lista de sus némesis encontramos, por ejemplo, a José María Aznar, al que llamaba censor, con todas las letras, por -decía- su nula capacidad para encajar críticas. Y eso que un principio compadreaba con él...

O a Florentino Pérez, que se le atragantó del todo cuando este le dio la exclusiva del fichaje de Figo por el Madrid a otro acérrimo rival, José Ramón de la Morena, director de El larguero, con el que sostuvo una despiadada guerra por la hegemonía en las ondas durante la franja consagrada al deporte, a partir de la medianoche. El Butano, apodo que le cayó por el chambergo naranja que gastaba (desde luego, para llamar la atención), luego fue a degüello contra el presidente madridista cuando se dio luz verde a la recalificación de la vieja Ciudad Deportiva para alzar sobre su terreno varios rascacielos.

Batirse con figuras tan poderosas, no callarse sus pareceres ante lo que en su opinión eran abusos inadmisibles, se puede interpretar como el noble deseo de hacer prevalecer la verdad en el oficio periodístico. Aunque también es razonable pensar que su empeño por zaherir a ambos no tenía tanto que ver con el sentido de la justicia como con el de la venganza, ya que los dos se convirtieron en amenazas para retener su estatus de informador multimillonario (dos mil millones de pesetas al año llegó a cobrar) e influyente (cientos de miles de españoles perdían el sueño por el nervio y el compás de sus filípicas). Según García, el expresidente popular y actual mandatario del Madrid pidieron su cabeza (de esto último, más en detalle, da cuenta García en la magnífica reconstrucción de su trayectoria profesional realizada por Vicente Ferrer Molina en el libro Buenas noches y saludos cordiales, un título que procede de la frase con la que se despedía García cada madrugada de sus oyentes).

Pero, más allá de sus batallas en esos despachos en los que el poder es una realidad tangible y fulminante, el menudo reportero fue un ariete implacable contra cabildeos y corruptelas en las instituciones deportivas españolas. La primera vez que lo escuché la tengo bien grabada. Debía de andar por los doce o trece años. Su fama era tal que, si te interesaba el fútbol y el deporte en general, era obligatorio prender el transistor en la medianoche. Creo que lo que yo encendí entonces fue ya el flamante walkman Aiwa que me había comprado en los saldos tecnológicos de Andorra durante mi viaje de fin de curso de 8º de EGB, cuando nos fuimos a esquiar (o a estamparnos contra los pinos).

Jose María García. Foto: Movistar

Esa noche la emprendió con el presidente de una federación de un deporte muy minoritario. Tipo vela o piragüismo. Por ahí, me suena, pero que nadie se dé por aludido porque ese dato no lo retengo. A mí aquel tema, por supuesto, me interesaba más bien poco pero su relato de los hechos, trufado de insultos (abrazafarolas, lametraserillos, chupóptero…), me iba metiendo en el capote. Como narrador oral, era formidable, a pesar de la voz atiplada que hizo pensar a muchos que en la radio no haría carrera. Pero fue en este medio donde encontró el registro en que resultó un fuera de serie, porque en la prensa escrita, en concreto en el diario Pueblo, donde se curtió como desalmado reportero capaz acosar y engañar a las fuentes para conseguir una portada, se confirmaron sus limitaciones digitando sobre las Olivettis. No era un redactor fino, digamos.

Los modales cuasi mafiosos que se estilaban en aquel rotativo, recientemente glosados por Jesús Fernández Úbeda en Nido de piratas (Espasa), son clave para entender la manera de hacer periodismo de García durante muchos años. Aquella redacción, situada en la calle Huertas, estaba encabezada por Emilio Romero. Sus redactores, entre otros, Raúl del Pozo, Juan Luis Cebrián, Jesús Hermida, Tico Medina y Arturo Pérez-Reverte, salían a la calle a buscar exclusivas con el cuchillo entre los dientes. Tenían vetado el acceso a la sala de teletipos para que se buscaran la vida. Si había que vender a su madre para conseguirlas, no les temblaba el pulso.

Es la leyenda que se ha ido asentando en torno a aquel periódico vespertino. Una leyenda que tiene un trasfondo de verdad: basta ver la triquiñuela de la que se valió García para conseguir una entrevista con Oriana Fallaci tras ser tiroteada en la plaza de Tlatelolco, durante la brutal represión de una revuelta estudiantil en el 68 (se cuenta en el comienzo del tercer capítulo, pero no se lo destripo por si aún no lo han visto y tienen interés).

De esa vena competitiva ajena a cualquier código deontológico también ofrece pormenores la serie en algún otro momento. Hay que ver el rapapolvo que le echa a Ana José Cancio en una meta de La Vuelta Ciclista a España. La periodista de Televisión Española lo amonesta verbalmente por haberle interrumpido mientras entrevistaba a Óscar Freire, metiendo desabridamente su alcachofa. “¡Lo cojo las veces que me salga de los cojones!”, le contesta García gritando, como poseído por el diablo del periodismo, en plan machirulo matón. He leído en entrevistas que ha dado recientemente que se arrepiente mucho de aquella ansiedad. Dice que si empezara su carrera de nuevo hoy se preocuparía sobre todo de hacer la mejor entrevista, mucho más que de hacer la primera. Es un apunte que puede tener interés para los que le seguimos en el oficio.

El efecto benéfico que, por otro lado, tuvo en la ronda española es ampliamente glosado en el documental (o mejor dicho: reportaje) de tres capítulos. Con García pasó de cero a cien. El despliegue que hizo con Antena 3 fue tremendo, movilizando una gran flota de coches, motos y -lo más impactante- helicópteros. Dentro de estos se jugaba la vida para conseguir el don de ubicuidad, aterrizando en los sitios más recónditos e inaccesibles. El ciclismo, gracias a él, alcanzó cotas de seguimiento popular insospechadas. Algo parecido quiso hacer con el fútbol sala (es fundador y propietario del laureado Interviú), aunque en este caso la jugada no le salió tan redonda, por más que diera la matraca con el tema a los redactores jefe de algunos periódicos.

[Bahamontes y Loroño, la España invertebrada en bicicleta]

Impagables son las imágenes de García subido en su papamóvil, embutido en un chándal de táctel rojo y blanco, hortera a los ojos de hoy, y saludando a los parroquianos que, en olor de multitudes, le recibían por cientos de pueblo de España. Realmente, parece un prócer, un míster Marshall, un sumo pontífice. Alfredo Relaño recuerda que hasta había padres que le acercaban sus hijos para que los besara Su Santidad García.

Ese cariño al factótum mediático se enturbió cuando a este le dio por cuestionar al gran héroe español del pelotón, Perico Delgado. Ya contaba en el anterior post cómo tuvo que azuzar a su motero cuando en las cuestas de los Lagos de Covadonga un fan del corredor segoviano le increpó y se lanzó a por él con violentas intenciones. Una escena que Delgado paladeaba desde dentro de uno de los coches de su equipo. El ganador del Tour declinó participar en la serie, al igual que José María Aznar y José Ramón de la Morena :no todas las porfías que abrió García han sido superadas.

Reveladora es, a su vez, la lealtad que tuvo siempre hacia Antonio Herrero, al que veía casi como un hermano pequeño. Este siempre lo arropó cuando su periodismo beligerante generaba respuestas igualmente beligerantes. O cuando los resultados de audiencia suponían un revés doloroso para el potente orgullo de García, como ocurrió cuando la batalla frente a El larguero se inclinó del lado de De la Morena.

Herrero fue un escudo, un valedor y un confidente para García, que nunca se repuso enteramente de su muerte por aquel fatídico accidente de buceo en Marbella. La lealtad quedó acreditada cuando rechazó un contrato de cifras desorbitantes de Onda Cero porque el tránsito a esta cadena no incorporaba a Herrero. Miguel Durán, que entonces partía el bacalao en Onda Cero, no lo quería por querellas previas. Entonces, explica Luis Herrero, García perdió bastante pasta pero no falló a un amigo. “Eso era García también”, apunta Luis Herrero.

Así, con destellos edificantes y borrones de baja estofa, se va perfilando al periodista que mantuvo en vela a un país durante décadas. José Luis Garci decía que una estampa icónica de la Transición era la que formaban “un marido y su mujer en la cama, y García sonando en el transistor sobre la mesita de noche”. Ese retrato de cotidianidad conyugal se prolongó hasta bien avanzada la democracia.

En 2002 se marchó sin despedirse. Nunca ha vuelto, aunque dice que se fue con exclusivas guardadas en su caja fuerte. A saber… No sé si tendrá muchas ganas ahora que ha cumplido 80 años y está embelesado con su nietas (estando a su lado purga las ausencias que les prodigó a sus hijos). El caso es que, cuando entra por primera vez en el estudio que se ha recreado para la serie, la fijeza de sus miradas y la sigilosa manera de moverse recuerda a la de un animal salvaje reintroducido en su hábitat natural. Como un lince de vuelta en Doñana, dispuesto a dar zarpazos en cualquier momento.