Ciencia

El ‘experimento Miller’ cobra vida

15 noviembre, 2007 01:00

El reciente fallecimiento de Stanley L. Miller, fundador de la química prebiótica experimental, ha puesto de actualidad el primer trabajo realizado para estudiar el origen de la vida. Carlos Briones, del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), analiza su legado.

En la historia de la ciencia no es frecuente que los resultados de un experimento concreto tengan gran relevancia en su campo y además trasciendan el ámbito académico hasta llegar al gran público, pasando a formar parte de la herencia cultural de un siglo. Sin embargo todos hemos oído hablar del "experimento de Miller", y muchos incluso recordarán el dibujo que aparecía en sus libros de texto, o esa inquietante fotografía en la que un hombre con gafas miraba, iluminado por unas extrañas chispas, un conjunto de tubos y matraces de vidrio. En efecto, la biografía de este gran científico ha quedado asociada a un dispositivo experimental desde que sus trascendentales resultados fueron publicados en la revista Science el 15 de mayo de 1953.

Unos meses antes, recién licenciado en Química por la Universidad de Berkeley, Stanley L. Miller había decidido realizar su doctorado en Chicago, donde planteó al eminente geoquímico y Premio Nobel Harold C. Urey un experimento en apariencia sencillo, pero radicalmente distinto a los realizados hasta entonces. Si "funcionaba" apoyaría las ideas del propio Urey, fundamentadas en las hipótesis de Aleksandr I. Oparin sobre el origen de la vida en una atmósfera sin oxígeno y compuesta por gases reductores derivados del vulcanismo.

Miller diseñó un dispositivo cerrado de vidrio que incluía dos matraces, en uno de los cuales se mezclaban los cuatro gases que se consideraba habían formado la atmósfera terrestre primitiva: metano, amoníaco, hidrógeno y vapor de agua. En ese matraz de reacción, dos electrodos de tungsteno producían intensas descargas eléctricas para simular los aportes energéticos que los impactos meteoríticos, volcanes y tormentas ejercieron en nuestro planeta antes de la aparición de la vida, hace más de 3.500 millones de años. Evidentemente, en el experimento se excluía la participación de cualquier agente o actividad biológica, es decir, se realizaba en condiciones abióticas.

Para satisfacción del doctorando y sorpresa de su director, pocos días después de comenzar las descargas se había formado materia orgánica que teñía de marrón las paredes internas del matraz. Su análisis demostró que esa sustancia no contenía una mezcla aleatoria de compuestos sino un conjunto limitado de moléculas, entre ellas urea, algunos hidroxiácidos, y unos monómeros fundamentales para la vida: varios de los aminoácidos que constituyen las proteínas. Diversas variantes experimentales permitieron a Miller modificar la composición final de lo que se comenzó a denominar "sopa prebiótica". Lo acertado de esa metáfora, así como el uso de descargas eléctricas en el experimento contribuyeron a que en poco tiempo Miller pasara a ser mundialmente conocido. En el ámbito estrictamente científico, sus trabajos constituyeron la piedra fundacional de la química prebiótica experimental.

A ellos siguieron otros tan relevantes como el llevado a cabo en 1961 por Joan Oró, que permitió sintetizar químicamente adenina -una de las bases nitrogenadas presentes en el ADN y el ARN- a partir de cianuro de hidrógeno. Pero la principal prueba a favor de los resultados de Miller llegó al analizar la composición de un meteorito de tipo "condrita carbonácea" caído en septiembre de 1969 cerca de Murchison, en Australia. Se determinó que su materia orgánica contenía, además de hidrocarburos, una colección de moléculas entre las cuales estaban los aminoácidos que Miller había logrado sintetizar. Dado que las leyes de la física y la química son universales, cabía suponer que las biomoléculas más sencillas -el primer paso del camino hacia la vida- pudieron formarse fácilmente en distintos lugares del cosmos en cuanto las condiciones fueron propicias.

Sin embargo, los experimentos de Miller han estado cuestionados por el hecho de que una atmósfera primitiva menos reductora que la supuesta por Urey -en concreto, con presencia de monóxido o dióxido de carbono- disminuye notablemente la cantidad y el repertorio de biomoléculas producidas. Y precisamente esa atmósfera primitiva relativamente oxidante ha sido considerada la más verosímil durante las últimas décadas. Sin embargo, recientemente los especialistas parecen inclinarse de nuevo por una atmósfera reductora y por tanto favorable a los resultados de Miller. En cualquier caso, el legado de Miller va mucho más lejos que sus hallazgos concretos. En efecto, mientras que la obra de A.I. Oparin y J.B.S. Haldane en la década de 1920 había permitido comprender que la aparición de la vida es un asunto de índole científica, fue S.L. Miller quien mostró que se trata de un problema abordable por la ciencia experimental. Tras más de cincuenta años de intensa labor investigadora, la desaparición de este científico audaz y revolucionario nos invita a seguir profundizando en el reto que él supo plantear: las controversias sobre el origen de la vida no han de dirimirse en los despachos sino en los laboratorios.