Los tres investigadores de Atapuerca Jose María Bermudez de Castro, Eudald Carbonell y Jose Luis Arsuaga, posan en el nuevo Museo de la Evolución Humana.

Tal y como publica elmundo.es, ciertos medios británicos han puesto en duda algunas conclusiones de los hallazgos de Atapuerca. Con este motivo, y como respuesta a estas informaciones, elcultural.es reproduce varias páginas del libro Exploradores, recientemente publicado por Debate, en el que José María Bermúdez de Castro, codirector de los yacimientos, narra con rigor y detalle, cómo llegaron a los pies del Homo Antecessor.




Decisiones trascendentales

Entre el 8 y el 14 de septiembre de 1996 viajé con Eudald Carbonell a la ciudad de Forlì, en Italia, para participar como invitados en el congreso de la Unión Internacional de Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas. Allí tuvimos ocasión de visitar el yacimiento de Monte Poggiolo de la mano de su director y buen amigo, el profesor Carlo Peretto. La antigüedad de este yacimiento puede ser similar a la del nivel TD6 de la Gran Dolina, y se encontraba entonces en la lista negra de lugares controvertidos. En Monte Poggiolo se han recuperado miles de herramientas de piedra de manufactura muy arcaica. La datación de Monte Poggiolo y la autenticidad de las herramientas recuperadas siguen siendo objeto de debate, aunque no me cabe duda de que los homínidos estuvieron en esta bella región de la península Itálica durante el Pleistoceno Inferior. En agradecimiento por la invitación de Carlo Peretto, ofrecimos sendas conferencias en dos localidades próximas del valle de la Padania, una de las regiones más fértiles y ricas de Europa por la acumulación de sedimentos dejados por el río Po, y lugar de origen del famoso vinagre de Módena.



En Forlì tuve ocasión de recalcar con Eudald la necesidad de realizar una publicación conjunta sobre los fósiles humanos de TD6 en una revista científica de prestigio y proponer una nueva especie del género Homo. Bromeamos sobre el nombre que deberíamos ponerle a la especie. Y el lugar para hablar de esta cuestión era muy apropiado, porque el latín sigue siendo la lengua que se emplea para denominar a las especies. Aún conservo la hoja de papel en la que, medio en serio medio en broma, escribí unos cuantos nombres para bautizar la muestra. En realidad, no tenía muchas esperanzas de conseguir ese objetivo, puesto que la comunidad científica seguía siendo muy reticente a aceptar nuestro descubrimiento en TD6. Acordamos convencer a Juan Luis Arsuaga para que apoyara la publicación. La apuesta era muy fuerte, pero necesaria para el éxito de un proyecto que se ahogaba en debates interminables y falta de decisión.



Éste no fue el único viaje que realicé con Eudald en 1996 para explicar nuestros hallazgos en la Gran Dolina. También fuimos invitados por nuestro colega holandés el arqueólogo Wil Roebroeks, de la Universidad de Leiden, uno de los mayores defensores de la hipótesis de la cronología corta. Wil encajó perfectamente el hallazgo y cambió su posición proponiendo hipótesis alternativas. No sucedió lo mismo con el paleontólogo Thijs van Kolfschoten, profesor de paleontología de la misma universidad holandesa, que junto con su colega Roebroeks había participado en las publicaciones más controvertidas sobre la primera colonización de Europa. En Leiden tuvimos ocasión de explicar nuestros hallazgos en un seminario, que fueron bien recibidos por los allí presentes. No podremos olvidar su hospitalidad, la abundante y exquisita cena homenaje ni, cómo no, la excelente cerveza holandesa. En ese mismo viaje visitamos también la Universidad de Heidelberg, invitados por el geólogo Günter Wagner. Estuvimos en el yacimiento donde en 1907 apareció la mandíbula de Mauer, cuyo original pudimos ver de manera fugaz durante una reunión con varios colegas alemanes. La guinda de nuestro periplo europeo fue una breve estancia en el Instituto de Arqueología de la Universidad de Tubinga, una de las más antiguas de Alemania, donde nos recibió el profesor Nicholas Conard, toda una autoridad en la arqueología europea más reciente. Impartimos nuestra conferencia a los profesores y estudiantes de la universidad en el aula magna, donde a buen seguro habían disertado el astrónomo Johannes Kepler, el poeta Friedrich Hölderlin, los filósofos Georg Friedrich Hegel y Friedrich Schelling, y tal vez el ex presidente de Alemania Horst Köhler y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).Toda una experiencia difícil de olvidar. Finalmente, la prehistoria española empezaba a ser tenida en consideración. Se nos escuchaba con respeto. Al menos para el ámbito científico de la prehistoria, Europa estaba dejando de comenzar más allá de los Pirineos.



Un hecho trascendental en toda esta historia fue la visita que nos hizo el conocido antropólogo estadounidense Francis Clark Howell, respondiendo a una invitación de su amigo y colega Emiliano Aguirre. El profesor Howell falleció el 11 de marzo de 2007 a los ochenta y un años de edad, dejando tras de sí una trayectoria muy fructífera en el campo de la prehistoria y una verdadera escuela de profesionales en la Universidad de Berkeley. Clark Howell había trabajado en medio mundo, incluidos algunos yacimientos españoles, y era uno de los mejores conocedores de la evolución humana en Europa. El profesor Howell examinó con mucha atención los fósiles de TD6 en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Quedó muy impresionado y nos confirmó lo que ya sabíamos. Aquellos fósiles eran distintos de cualquier otro homínido europeo. La única crítica que nos planteó fue pedirnos que limpiáramos mejor los fósiles, porque aún tenían demasiada arcilla calcificada e incrustada. Con los medios disponibles entonces era muy difícil disponer de profesionales de la restauración. Pero su dictamen nos animó más aún si cabe.



Mi determinación de proponer una nueva especie se volvió entonces inquebrantable. En 2008, los familiares del profesor Howell viajaron por medio mundo esparciendo algunos gramos de sus cenizas en todos los yacimientos en los que había trabajado. Mis compañeros Alfredo Pérez González, Eudald Carbonell y yo mismo fuimos al conocido yacimiento de Ambrona, en Soria, para participar con sus familiares en un sorprendente acto de homenaje al viejo profesor. Aún conservo en mi despacho el pequeño recipiente que contenía sus cenizas con una etiqueta que reza: "Human Evolution Research Center.Ambrona Paleo Ash Sample, Bed # 638 (3, 10, 7) 25.11.27. Ref 61". Me correspondió esparcirlas en el campo antes de pronunciar unas palabras de agradecimiento por su labor en el ámbito de la evolución humana y por su apoyo en la publicación de la nueva especie de la Gran Dolina, que uno de sus hijos grabó con una cámara para la posteridad.



Después de varias conversaciones con Juan Luis Arsuaga, en las que me confesó su hipótesis de que los fósiles de TD6 podían pertenecer a la especie antecesora común de los neandertales y de las poblaciones humanas modernas, decidimos por fin poner en común nuestras conclusiones. La hipótesis de Juan Luis y de su grupo de trabajo rivalizaba con la de paleoantropólogos como el británico Chris Stringer y el norteamericano Phillip Rightmire, que proponían a la especie Homo heidelbergensis como la mejor candidata para ser la última antecesora común de Homo sapiens y Homo neanderthalensis. Para defender su propuesta, estos colegas tenían que extender el rango de distribución de Homo heidelbergensis al menos por el continente africano, donde se originó nuestra especie. Para Juan Luis y su equipo, Homo heidelbergensis era una especie exclusivamente europea, antecesora directa de los neandertales y sólo de ellos; así que había que encontrar una candidata más apropiada, y los fósiles de TD6 parecían responder con sus características a esa candidatura. En el capítulo final del libro tendremos ocasión de examinar estas cuestiones a la luz de los últimos hallazgos, pero por el momento es mejor continuar con nuestra historia, tal y como se desarrolló.



Homo antecessor

Recuerdo muy bien el día que propuse a Juan Luis y su equipo un nombre para la futura especie. Mis visitas al Departamento de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid, donde había cursado mi licenciatura, realizado mi tesis doctoral y dado clases como profesor de paleontología durante un par de cursos académicos, eran muy frecuentes. Era una cuestión de nostalgia, aunque también de necesidad de comunicación con Juan Luis y su equipo.



Días antes de mi propuesta había consultado un viejo diccionario de latín, que sigo conservando como un tesoro. Pensaba nombres en castellano para la especie y luego consultaba el diccionario para comprobar el vocablo en latín. Enseguida consideré la circunstancia de que los homínidos de TD6 representaban por el momento a los primeros homínidos que habían conocido las tierras de Europa. Eran pioneros, exploradores de un nuevo territorio. En latín, el vocablo correspondiente era antecessor, que para el mundo de la Roma imperial tenía una cierta connotación bélica, acorde con la filosofía de aquellos tiempos. Durante sus conquistas territoriales, los generales romanos enviaban exploradores (antecessor) para reconocer el terreno y evaluar el potencial de las posibles fuerzas enemigas. La palabra antecesor me agradó mucho. Para nuestras investigaciones tenía un significado que se ajustaba perfectamente al viejo debate: los primeros europeos, pioneros y exploradores de un nuevo continente. Antonio Rosas, compañero entonces en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, conoció pronto el nombre que se podía proponer a la comunidad científica y su reacción fue muy positiva. Cuando visité al resto de los paleoantropólogos del equipo en la Universidad Complutense, tenía la premonición de que mi propuesta sería aceptada. Y así fue. Dejé caer el nombre a las primeras de cambio. Los primeros en reaccionar muy positivamente ante el nombre fueron Ana Gracia e Ignacio Martínez. Juan Luis Arsuaga también se sintió cómodo desde el principio con el nombre Homo antecessor. Fue como un verdadero amor a primera vista, y la decisión se tomó en cuestión de minutos. Los primeros exploradores del continente europeo y posibles antecesores de la humanidad moderna no podían recibir otro nombre. Creo que ese día fue definitivo para unir a todo el equipo en un objetivo común y conseguir crear un clima de confianza en nuestras posibilidades de denominar una nueva especie del género Homo.



Acordamos redactar cada uno su texto correspondiente, y yo me encargaría de unir todas las partes en una versión final. En poco más de un mes, el artículo estaba listo para ser enviado a la revista Science. El título original, traducido al castellano, era el siguiente: "Homo antecessor, una nueva especie del Pleistoceno Inferior de Europa". Cruzamos los dedos y enviamos el artículo al editor de la revista. Era cuestión de esperar tal vez unos días o unas pocas semanas, porque tanto esta revista norteamericana como la británica Nature contestan en muy poco tiempo, bien para rechazar el artículo (aproximadamente, el 90 por ciento de los trabajos enviados), bien para comunicarte que tu trabajo ha superado un primer filtro y que va a ser enviado a varios revisores anónimos elegidos por los editores. Superamos ese primer filtro y nuestra esperanza en el éxito de la empresa se acrecentó. Hacía treinta y tres años que la revista Science había publicado una especie del género Homo. En 1964, los científicos Louis Leakey, Phillip Tobias y John Napier habían conseguido convencer a los editores y revisores de entonces para publicar la especie Homo habilis.



La mañana en que descargué los correos en mi ordenador y comprobé que tenía una comunicación del editor de Science me quedé sin respiración. Abrí el correo con ansiedad y lo leí de manera atropellada. El artículo había sido aceptado y los revisores y el editor nos pedían sólo algunos cambios para mejorar los contenidos. Volví a leer el correo antes de descolgar el teléfono y comunicarme primero con Juan Luis, que al principio se mostró escéptico y pensó que estaba bromeando; pero no era así. Más tarde conseguí hacerlo con Eudald, que se encontraba en la Universidad de Tarragona. Conseguí calmarme para leer las recomendaciones de los revisores anónimos. Siempre he estado convencido de que uno de los revisores fue el propio Clark Howell, por la exquisitez de sus comentarios. La única nota negativa provenía del propio editor y de uno de los revisores, que nos sugería un nuevo título para el artículo. Había que suprimir el nombre de la especie del título original, porque el revisor tenía ciertas reticencias. No importaba; la especie quedaba nombrada y definida de manera formal en el texto del artículo conforme a las normas establecidas en el Código de Nomenclatura Zoológica, y su presencia en el título era lo de menos.



Esa misma mañana pedí que me recibiera el director del Museo Nacional de Ciencias Naturales, Roberto Fernández de Caleya, para darle cuenta de la decisión de la revista. No era para menos. En la actualidad empieza a ser frecuente que los científicos españoles publiquen sus artículos en revistas como Science o Nature, pero en 1997 estábamos todavía despegando. Roberto Fernández había sido director general de investigación del Ministerio de Educación y Ciencia durante la década de 1990 y apoyó desde el principio las solicitudes que cada tres años nos permiten renovar el proyecto Atapuerca. Roberto era un hombre inteligente e increíblemente ingenioso, al que apreciábamos no sólo por su apoyo, sino también por su calidad humana. El tabaquismo acabó tristemente con su vida en enero de 2004.



El apoyo de Roberto volvió a ser esencial en aquella entrevista en su despacho. Mi énfasis en la trascendencia de la publicación lo convenció en pocos minutos y descolgó el teléfono para llamar enseguida al responsable de prensa del Ministerio, que se presentó en su despacho en poco menos de una hora. La gestión me pareció de una eficacia admirable. Puesto que los artículos científicos de estas revistas se mantienen bajo embargo mediático hasta el momento de la publicación, diseñamos una estrategia para convocar una rueda de prensa en el Museo de Ciencias Naturales el mismo día del lanzamiento del número en el que aparecería publicado el trabajo. Y ese día fue el 29 de mayo de 1997. Tuvimos la fortuna de contar en la rueda de prensa con el propio editor de la revista Science en Europa, que habló de la trascendencia de la publicación, así como con el presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, César Nombela, que anunció la candidatura del Equipo Investigador de Atapuerca al Premio Príncipe de Asturias de ese año.



No habíamos visto tal cantidad de medios salvo en las presentaciones de grandes jugadores de fútbol. La repercusión de la noticia a escala internacional nos sorprendió a todos. Quizá no éramos todavía conscientes de que la prehistoria de Europa había dado un paso muy importante. Los años que siguieron a este acontecimiento fueron muy intensos. Las investigaciones continuaron para refinar las conclusiones y en 1999 se publicó un número monográfico especial en la revista británica Journal of Human Evolution, que contenía todo lo que sabíamos entonces sobre el nivel TD6. Además de nuevos estudios sobre paleomagnetismo, se publicaron las primeras dataciones numéricas mediante el método de ESR y series de uranio. Esas dataciones confirmaron que los fósiles humanos del Estrato Aurora tenían más de 780.000 años y que podían alcanzar una antigüedad de hasta 850.000 años.



Sin embargo, las críticas a la denominación de la nueva especie fueron feroces. Lo curioso del caso es que ninguna de ellas fue publicada en revistas científicas, por lo que resultaba imposible rebatirlas. Tan sólo podíamos defender nuestras conclusiones en los foros donde se planteaba lo que habían dicho algunos colegas. Por ejemplo, una crítica muy común era que la definición de la especie Homo antecessor se basaba en datos de un individuo muy joven. Nuestra respuesta era que algunas especies aceptadas por toda la comunidad científica están basadas en muchos menos datos y también en individuos infantiles. Así sucedió con la especie Australopithecus africanus, nombrada y definida por Raymond Dart a partir de un cráneo parcial de un individuo infantil de tres años de edad del yacimiento de Taung, en Sudáfrica. Los que argumentaban esa crítica demostraban escasos conocimientos de biología, puesto que en muchas de las especies vivas se deben conocer bien los diferentes estados de desarrollo antes de proceder a su identificación. Sirvan de ejemplo las especies que sufren metamorfosis a lo largo de su desarrollo. Si no se conocen las diferentes fases de ese cambio ontogenético, podemos cometer el error de nombrar varias especies diferentes cuando en realidad sólo existe una.Además, podíamos comparar al Chico de la Gran Dolina con el Turkana boy, los dos fallecidos a una edad muy similar, o con individuos juveniles de la Sima de los Huesos y con ciertos neandertales. La morfología facial de todos esos especímenes era muy distinta de la del Chico de la Gran Dolina.



Otras especies, como Homo heidelbergensis, habían sido denominadas a partir de un único ejemplar. El holotipo3 de la especie Homo antecessor era también una mandíbula, aunque menos completa que la de Mauer, pero con un conjunto de datos dentales muy completo. Por fortuna, la colección de fósiles de TD6 se amplió en la década siguiente con ejemplares aún más completos.



La crítica más importante al artículo que publicamos en 1997 fue quizá la propuesta de que Homo antecessor podía ser la especie antecesora común de los neandertales y de las poblaciones humanas actuales. En 1997 nos pareció que esta especie era la mejor candidata, y de ahí la propuesta. Si nuestra hipótesis era correcta, se deberían encontrar restos fósiles de esta especie en África, cuna de la humanidad actual. Éste era sin duda el punto más débil de nuestro trabajo, como nos recordaron muchos de nuestros colegas en los diferentes congresos científicos a los que acudimos durante esos años. La crítica más ácida provino de un colega (cuyo nombre prefiero obviar) que se burló de nosotros en público comentando que, según nuestras teorías, el origen de Homo sapiens estaba en España. Aparte de su poca delicadeza y falta de cortesía, este colega desconocía que desde 2003 habíamos comenzado a proponer hipótesis diferentes en artículos científicos, que sin duda no había tenido ocasión de leer, muy probablemente por falta de interés.