Fotograma de la película L'Hippocampe (1933), de Jean Painleve.
La capacidad actual de manipular la materia viva ha llevado a algunos científicos a sugerir que nos encontramos ya fuera de los paradigmas de la evolución. Ricard Solé, de la Universidad Pompeu Fabra, que participa estos días en el ciclo 'Vida artificial cruzando fronteras' de la Fundación Telefónica, analiza un fenómeno que hasta hace poco pertenecía sólo a la ciencia ficción.
Las preguntas anteriores -y otras muchas- han pertenecido al dominio de la filosofía hasta bien entrado el siglo XX. Cuando Mary Shelley publica Frankenstein en 1818, el ambiente intelectual del momento estaba marcado por un desarrollo sin precedentes de la ciencia. La electricidad y su extraordinario poder (aún lejos de ser apreciado) era un tema de conversación que trascendía lo académico.
El círculo de Shelley conocía bien los experimentos llevados a cabo con animales muertos a los que una corriente suministrada mediante una simple pila voltaica hacía que se agitaran. Y su empleo sobre cadáveres de ahorcados, a los que la descarga hacía abrir los ojos, levantar un brazo e incluso hacer el reflejo de respirar, llevaban con facilidad a preguntarse si algo especial en aquella energía misteriosa podía permitir devolver la materia muerta a la vida. Y también en esta época, y a lo largo del siglo XIX, otro frente surge del desarrollo de los autómatas mecánicos, máquinas llenas de engranajes y muelles capaces de imitar la vida y que también estimularon la imaginación y los miedos irracionales. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que pudiéramos retomar el hilo de la imaginación de Shelley para dar un salto cualitativo de enormes consecuencias.
No hay que olvidar que alrededor de 1950 se inician las revoluciones de la biología molecular y de la computación. Por primera vez, era posible manipular la materia molecularmente y la ingeniería genética permitía iniciar un camino nuevo distinto al de la selección artificial convencional. En paralelo, los sistemas de simulación fueron ganando potencia con rapidez exponencial a la vez que se iban comprimiendo en tamaño. De los primeros sistemas que simulaban las trayectorias balísticas para predecir el impacto de obuses hemos llegado a recrear explosiones de estrellas, multitudes humanas e incluso la evolución del universo.
Y también a la simulación de aspectos de la mente humana. Los viejos autómatas mecánicos han sido reemplazados por robots complejos que empiezan a desafiar nuestras expectativas. Con el siglo XXI, la ingeniería genética ha dado paso a una nueva disciplina, la denominada Biología Sintética, que nos permite no ya introducir genes humanos dentro de bacterias, sino diseñar circuitos completos para modificar drásticamente el comportamiento de células y tejidos.
"Toda célula procede de otra"
Esta capacidad de manipular la materia viva ha llevado a algunos científicos a sugerir que nos encontramos ya fuera del paradigma de la evolución tal y como la conocíamos. El físico Freeman Dyson lo ilustraba señalando muy acertadamente que, después de miles de millones de años de evolución, el entreacto darwiniano se ha terminado. La realidad de esta afirmación queda confirmada por los avances y descubrimientos recientes. Se ha construido una célula empleando un ordenador para sintetizar químicamente su genoma y reintroducirlo en una membrana vacía, dando lugar a un sistema capaz de reproducirse y que, después de 3.000 millones de años, ha roto esa cadena sutil que nos había conectado a todos los seres vivos y que podría resumirse por el principio de "toda célula procede de una célula".
Hemos descubierto que es posible reprogramar las de la piel para obtener células madre con las que, posteriormente, podemos generar todo tipo de células con potencial para tratamientos futuros hasta ahora impensables. Esta plasticidad insospechada cambiará nuestra forma de estudiar lo vivo. Modificando un gen que se encarga de recortar el extremo de los cromosomas (los llamados telómeros) es posible detener el proceso de envejecimiento celular. Empleando este procedimiento sobre ratones, se ha comprobado que el proceso de degradación de tejidos parece frenarse, con lo que se obtienen individuos que viven el doble pero mueren aún jóvenes.
Y ha sido posible crear en el laboratorio el embrión de futuros ordenadores vivos, que nos proporcionan las bases para una fusión entre computación y biología cuyo alcance desconocemos. La posibilidad de crear vida artificial, ya sea una célula o un tejido de propiedades nuevas, e incluso el proceso (que realiza mi equipo de investigación) de modificar bacterias para que se comporten como hormigas, nos permite llevar a cabo una nueva exploración de la complejidad biológica.
Robots mentirosos
Libres de las ataduras que impone el diseño biológico, nos disponemos a trazar nuevos mapas del conocimiento cuyas fronteras apenas estamos alcanzando. En ese camino estamos ya con robots mentirosos, ecosistemas y civilizaciones virtuales, proyectos de dinosaurios sintéticos y nuevas formas de entender la mente empleando sistemas de realidad virtual. En todos estos casos, hay un nexo común definido por nuestra capacidad de crear mundos artificiales. Los últimos avances científicos nos acercan a territorios que hasta hace poco eran patrimonio exclusivo de la ficción o de aquellas disciplinas, como la filosofía o la teología, que tradicionalmente han buscado respuestas a los grandes interrogantes de la humanidad.
A caballo entre la vida artificial y nuestra capacidad para recrear la realidad mediante ordenadores, e incluso sumergirnos en realidades alternativas, nos reencontramos con las grandes preguntas y damos lugar a otras, tan profundas como las anteriores. Estamos quizás todavía lejos de la vida construida en el laboratorio, de un robot pensante y (aunque no tanto) de la célula artificial, pero las luces y sombras de Blade Runner son cada día más reales.