Fernando Aramburu. No sabes, amiga Maria, cuánto te agradecería que descendieras en el curso de esta conversación y hasta donde te sea tolerable a terrenos divulgativos. La cuestión, desde la perspectiva de los que no solemos acercar el ojo a la lente del microscopio, pero no ignoramos nuestra condición de seres perecederos, condenados a la vejez (salvo que lo impida una muerte prematura) y al último estertor, es que nos adherimos como sanguijuelas a cualquier esperanza que nos pongan delante, y no digamos si tal esperanza viene bendecida por la ciencia con pruebas fehacientes de laboratorio, aunque obtenidas a partir de experimentos con gusanos y ratones, no con animales humanos, dicho sea esto con el mayor de los respetos. La evolución, has afirmado alguna vez, no prevé el envejecimiento molecular de las células. A mí me va pareciendo que por ahora tampoco lo niega. Quizá la evolución piense que ya nos ha salvado con hacernos reproductores o considere que todos los seres sucesivos somos partes de uno solo que se renueva sin cesar. Supongo que eres consciente de que suena a miel en nuestros oídos de profanos la idea de rebasar con una salud aceptable los cien, los ciento diez años, e incluso de llegar lúcidos y vigorosos a los ciento veintidós que vivió la francesa Jeanne Calment. Me tienta cortar al punto esta conversación para no distraerte de tus investigaciones. No es por meter prisa, pero estamos todos a la espera de que los biotecnólogos halléis el modo de detener o neutralizar los procesos moleculares causantes del envejecimiento, padre de numerosas enfermedades.
Maria Blasco. Estimado Fernando, decía Richard Feynman, físico y Premio Nobel, que “no se ha encontrado aún nada en la biología que indique la inevitabilidad de la muerte. Esto sugiere que esta no es algo inevitable y que es sólo cuestión de tiempo hasta que los biólogos descubran qué es lo que la causa, y entonces esa enfermedad universal y terrible, la temporalidad del cuerpo humano, será curada” (traducción propia de The Pleasure of Finding Things Out, Richard Feynman, 1999). Esta frase la leí recientemente, casi veinte años después de iniciar mi trabajo, primero con Carol W. Greider y después por mi cuenta, tratando de descifrar uno de esos mecanismos moleculares que nos hacen envejecer: la erosión de unas estructuras protectoras de la molécula de vida o ADN llamadas telómeros. Me sorprendió el razonamiento de Feynman, que tiene toda la humildad y lógica del mundo, y que es prueba de la brillantez de una mente científica como la suya, acostumbrada a liberarse de los adalides del saber establecido y de preconcepciones culturales, y de mirar más allá con esperanza. Sólo tenemos que observar la naturaleza, a los otros seres vivos entre los que vivimos y a los que no hacemos todo el caso que debemos. La vida no tiene fecha de caducidad. No hay una ley física que determine que después de un cierto número de multiplicaciones celulares hay que morir. Hay especies cuyos individuos duran sólo unas horas y después mueren, y hay otros que viven miles de años, algunos incluso son inmortales, como la hidra. Visitando un museo de biología marina en el norte de España, me sorprendió ver un arpón del siglo XVII que había sido encontrado dentro de una ballena cazada 200 años después. Me imaginé entonces cómo sería eso de estar joven y navegando los mares del Norte durante más de 200 años. Pero es que hace poco se encontró un tiburón en Groenlandia con más de 420 años (nacería más o menos el año en que murió Felipe II). Como bióloga molecular, me fascina intentar desentrañar cómo hace la vida para ser tan flexible y adaptarse al tiempo que necesita cada especie. Lo que parece claro es que no hay genes para matarnos o para morir. Hay genes para mantenernos jóvenes y vigorosos, pero estos genes no funcionan por igual en todas las especies. Cada una tiene una estrategia diferente de pervivencia de su bagaje genético. Paro aquí para poder seguir escuchando tus reflexiones sobre estos temas y no aburrirme a mí misma. Termino citando a Stanislaw Lem, que en su libro La Voz del Amo alerta sobre los peligros de sobreinterpretar lo que los científicos podemos llegar a inferir de nuestros descubrimientos. Yo creo que seremos capaces de aumentar la juventud y vivir más años sanos (cual ballena por los mares del Norte), pero no creo que podamos hablar de la inmortalidad o del fin de la muerte.
FA. Pues es una lástima que no baste con tragarse un arpón para alcanzar una dilatada longevidad. Confiemos entonces en los efectos de la telomerasa, que, según he averiguado, se descubrió en 1985. Los científicos nos habéis enseñado que esta proteína, de las muchas que integran el cuerpo humano, es capaz de frenar o de reducir el acortamiento paulatino de los telómeros (hermosa palabra, por cierto). Afirmas que dicho acortamiento constituye “uno de los mecanismos básicos del envejecimiento”. Extraigo la cita del libro Morir joven, a los 140, que firmaste con la periodista Mónica G. Salomone. Dicho de otra manera, la telomerasa ralentiza los procesos de envejecimiento, cosa probada en roedores. Yo no sé a qué esperan las células para activar o expresar un gen que les granjearía un beneficio inmenso. Muy espabiladas no parecen. Pero volvamos al dato de 1985. Más de treinta años del descubrimiento de la telomerasa y seguimos envejeciendo con cada día, cada hora, cada segundo que transcurre, aunque es innegable que la esperanza de vida ha mejorado en las sociedades desarrolladas y que la gerontología ha experimentado avances considerables en las últimas décadas. Me gustaría saber cuál es, en líneas generales y a despecho del poco espacio de que disponemos aquí, el estado actual de las investigaciones biomoleculares relativas a la telomerasa.
"La vida no tiene fecha de caducidad. No hay una ley que determine que después de cierto número de multiplicaciones celulares hay que morir. Hay especies cuyos individuos viven miles de años", Maria Blasco
MB. Un 25 de diciembre de 1985, Carol W. Greider, una joven estudiante de tesis, reveló una radiografía donde vio por primera vez una reacción enzimática que mostraba que las células tenían algo que podría alargar sus telómeros. Años después Carol y su jefa, Liz Blackburn, bautizaron a esta actividad como telomerasa. Hasta 1995, sin embargo, no se consiguió conocer la identidad genética de la telomerasa, algo a lo que tuve el honor de contribuir desde el laboratorio de Carol. No fue hasta 1997 cuando, aún con Carol, demostramos que un ratón sin telomerasa acortaba antes sus telómeros y que esto era malo para sus cromosomas y hacía que envejeciera antes. Y no fue hasta 2008 cuando, ya desde España, demostramos por primera vez que la telomerasa podía alargar la vida. Y no fue hasta la semana pasada cuando se obtuvo por el grupo de Kathy Collins y de Eva Nogales, en la Universidad de Berkeley, la estructura de la telomerasa ¡en 3D! (y cito todos estos nombres de científicas, no sólo para reconocer su trabajo, sino para que el lector vea que la ciencia está hecha también por mujeres). También a propósito menciono todas esas fechas para que veas que la investigación no es una tarea a corto plazo. Descubrir cosas tan fascinantes como estas requiere de ingenio, tiempo y financiación adecuada. Aun así, avanzamos contra viento y marea. En mi grupo pudimos demostrar, aun sin conocer su estructura exacta, que vale con reactivar la telomerasa en ratones para alargarles la vida sin efectos indeseables como el cáncer, y que además puede tener efectos terapéuticos en muchas enfermedades degenerativas del envejecimiento, contribuyendo a frenar su progresión. No creo que pase mucho tiempo hasta que el primer humano se trate con telomerasa como estrategia terapéutica para curarlo de alguna enfermedad degenerativa mortal, como la fibrosis pulmonar. Las compañías farmacéuticas ya están interesadas, pero me resulta más difícil saber si llegará el día en que los humanos nos administremos telomerasa no ya para curarnos de enfermedades asociadas al envejecimiento, sino para retrasar el envejecimiento y así evitar sufrir estas enfermedades. Pero sobre tu comentario de por qué nuestras células son tan tontas que no tienen más telomerasa…, la telomerasa no se necesita todo el rato y sólo se activa al inicio de la vida para tejer unos telómeros largos y después nos dedicamos a acortarlos. Mientras los telómeros se mantengan por encima de una longitud mínima no pasa nada. La naturaleza nos ha dotado de unos telómeros suficientemente largos para llegar a los 40 años perfectos, y eso quizás era suficiente antes, pues muy pocos sobrevivíamos más allá. Ahora que la mayoría superamos los 40 años, sí que podría tener sentido otra dosis de telomerasa. Me gustaría aprovechar para preguntarte si alguna vez te ha interesado escribir sobre temas relacionados con la ciencia o la ciencia ficción.
FA. A mí me interesa todo, pero particularmente aquello que me permita ser creativo con la lengua escrita. El problema es que entiendo de poco o de nada, soy un ajedrecista regular, un visionario de tercera división y nunca se me han dado bien el golf o las matemáticas. ¡Hay tanto que aprender! Así y todo, me huelo que a mí me vincula con mi actividad el mismo entusiasmo y perseverancia que a ti con la tuya. Soy de letras, tú de ciencias. O sea, que si concibiéramos la humanidad como un todo existente del cual ambos fuéramos unas células entre muchas (con los telómeros cada vez más cortos), habría que aceptar que hemos sido elegidos o programados por la conformación genética del todo para cumplir funciones distintas. Permíteme que nos remontemos a la época del colegio, cuando tanto en tu caso como en el mío se produce un encuentro proverbial con sendos docentes que nos impulsarán por el camino que después hemos seguido. En mi caso, un profesor de Lengua y Literatura que me inoculó la pasión por la lectura y al que estoy infinitamente agradecido; en el tuyo, siendo una muchacha, barrunto que empollona, matriculada en el instituto de San Vicente del Raspeig (que ahora, por cierto, se llama IES Maria Blasco), un orador que llega y da una charla de orientación universitaria que será fundamental en tu vida. Cuéntalo, por favor, tú misma, que es un episodio muy hermoso y quizá pueda servir de estímulo a quien nos lea.
MB. Comparto contigo lo de no saber jugar al golf. Lo mío es correr mientras intento calmar o anular, si es posible, el atropello de pensamientos diarios. Barruntas bien, era una chica empollona y amante de las matemáticas, porque no me fallaban nunca, y un poco más recelosa de las ciencias experimentales, pues me parecían más caprichosas y menos exactas. Sin embargo, un día vino a mi instituto un investigador de carne y hueso, alguien que se dedicaba a eso de hacer ciencia. Nos habló del ADN y de cómo este se podía modificar. De cómo se podían producir proteínas humanas en bacterias y de cómo se podía así diseñar nueva vida. Nos habló de algo que se llamaba ingeniería genética y vi claro que eso era lo mío. Si bien la vida es un universo de reacciones moleculares casi infinitas, con la ingeniería genética los científicos podían interrogarla para así avanzar en el conocimiento. Cuando acabó la clase me acerqué al investigador y le pregunté qué tenía que estudiar para dedicarme a aquello. Me respondió que Biología Molecular. Como yo no había oído hablar jamás de aquello, le pregunté que dónde tenía que ir a estudiar y me dijo que a la Universidad Autónoma de Madrid. Y, la verdad, hasta que no lo conseguí no paré. Hace un año, una compañera de instituto me puso en contacto con ese investigador. Se llama Paco Rodríguez Varela y trabaja ahora en la Universidad de Elche. Y no es un investigador cualquiera, es quien también dirigió la tesis doctoral de Francis Mojica (quizás uno de los candidatos españoles más serios al Premio Nobel de Medicina o Fisiología). Durante su tesis doctoral con Paco, Francis hizo los descubrimientos fundacionales de la tecnología de corta-pega del ADN, que se llama CRISPR-Cas, y que ha revolucionado la biomedicina. Así que tuve suerte. Di con un buen profesor, con alguien que fue capaz de inspirarme la pasión por la ciencia, y no sólo a mí. Por ello le estoy inmensamente agradecida.
"A mÍ me interesa todo, pero particularmente aquello que me permita ser creativo con la lengua escrita. El problema es que entiendo de poco o de nada, soy un visionario de tercera", Fernando Aramburu
FA. Antes has pegado una especie de puñetazo al tablero de la mesa para llamar la atención de los lectores sobre la circunstancia de que también la ciencia está hecha por mujeres. Se me ocurre pensar ahora que te iniciaste en tu carrera de bióloga molecular con cartas a primera vista desfavorables. Naciste mujer en una provincia periférica de un país que no ha destacado en los últimos siglos por su aportación a la ciencia, a buen seguro no por falta de cerebros, sino de cultura científica, de apoyo institucional, de medios y de igualdad de oportunidades. Te agradecería que hablases sobre este asunto, tú que diriges el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, has trabajado en Estados Unidos, escribes para revistas especializadas, frecuentas laboratorios y, en fin, estás en contacto continuo con gentes de ciencia de primer nivel. Acudí recientemente a la presentación de un libro de contenido histórico en la Residencia de Estudiantes; coincidí con dos catedráticos; nos transmitieron, a mí y a otros acompañantes, una imagen negativa de sus respectivas universidades. Baja la moral enterarse de que algunos centros funcionan como redes clientelares, de que en ciertos sitios es práctica común obtener un máster de esa o aquella manera o de que un plagiario ejerza de rector magnífico. Aún peor sería, digo yo, que el cirujano que va a operarme no dominara los rudimentos de su oficio. ¿Merece la pena quedarse en España a formarse e investigar?
MB. Cuando me entrevisté con Margarita Salas para hacer la tesis doctoral con ella, me preguntó si estaba dispuesta a irme al extranjero a investigar cuando acabara la tesis. Nunca lo había pensado, pero dije que sí. Me fui a Nueva York y aquel fue el periodo más feliz y donde más crecí como científica. Tuve ofertas para dirigir mi grupo de investigación en muy buenos sitios de EEUU y de Europa, pero no dudé ni un segundo en volver a España. ¿Por qué descubrir para otros países cuando podía descubrir para mi propio país? Un famoso científico me dijo que los científicos que volvíamos a España éramos un test sobre el estado de salud de la ciencia española. Volvimos muchos y la ciencia española ha crecido hasta ser irreconocible, con nuevos centros de investigación que están entre los mejores del mundo, donde se habla en inglés porque en ellos trabajan científicos de distintos países. Y esto con un apoyo tímido a la ciencia por parte de los sucesivos gobiernos. Estos últimos años, sin embargo, han sido duros. Es urgente que la ciencia tenga protagonismo en las agendas de los políticos, que ellos la vean como una de las inversiones de futuro para este país. Hay que reconocer la naturaleza internacional y flexible de la carrera investigadora en las leyes y hay que aumentar la financiación de la ciencia, al menos hasta llegar a la media de la Unión Europea. España ya es un país de ciencia y creo que este ha de ser uno de los nuevos rasgos de identidad de nuestro país.
FA. Por los días en que se publicó Morir joven, a los 140 años, liderabas en el CNIO un grupo de dieciocho investigadores. Se dice en un pasaje del referido libro que una gran parte de la investigación giraba en torno al estudio de los telómeros y se proponía, consiguientemente, la búsqueda de estrategias terapéuticas encaminadas al tratamiento de enfermedades asociadas al envejecimiento. Al margen de que hayan podido variar de entonces acá el número de integrantes, los métodos y los fines, me pica la curiosidad (a mí, que soy un hombre que desarrolla su actividad en solitario) por saber cómo funciona un equipo como el que diriges, cómo se coordina de manera eficaz el trabajo de los distintos implicados, hasta qué punto un investigador tiene capacidad de decisión propia o ha de seguir a rajatabla unas pautas preestablecidas. Supongo que no será una cosa baladí el que exista un clima de confianza entre todos los miembros del equipo, pero también una dirección coherente y clara.
MB. Siempre me gusta poner el símil de que dirigir un grupo de investigación es como dirigir una película. Lo primero es tener la idea, la visión de lo que queremos hacer. Una buena película tiene que ser original y sobre todo tiene que ser capaz de cambiar las cosas, de dar un paso adelante. Es importante tener financiación para contratar a los mejores actores y a los mejores profesionales, que pueden ser nacionales o internacionales (la calidad y profesionalidad no tienen país). Hay que trabajar con un buen estudio de grabación y conseguir publicar la película con las mejores distribuidoras. Todos, actores, profesionales, productores, ayudan a mejorar la película y hacen aportaciones muy valiosas, pero al final la película es la visión y la responsabilidad de un director o directora, que ha de coordinar el equipo y conseguir que la película sea un éxito.
FA. En confianza, Maria, ¿qué quieres que te regale en el día de tu 140 cumpleaños?
MB. Si llegara a los 140, que seguro que no, me gustaría llegar con todas las personas a las que quiero. Ese sería el mejor regalo.