Hay libros que quisieras no haber leído jamás, pero que te enorgullece haberlo hecho. Libros cuyo contenido nos duele en lo más profundo, pero que iluminan nuestro entendimiento contribuyendo no a que seamos más felices, pero sí más dignos. Uno de esos libros es Ante todo no hagas daño (Salamandra 2016), del neurocirujano inglés Henry Marsh. El dolor que produce su lectura deriva de que en él describe, con sinceridad, un buen número de operaciones que realizó para tratar de remediar males que afectan al reducto más delicado e importante de la esencia humana, el cerebro: tumores, aneurismas, hidrocefalias, glioblastomas, derrames y mil patologías más. Para tratar de remediar, algo que, desgraciadamente, no siempre conseguía, que no siempre se consigue, sea quien sea el neurocirujano en cuestión. El dolor, el profundo dolor que sus explicaciones producen es consecuencia de que nos muestra con claridad –decir “brutal claridad” no sería justo: ¿es “brutal” decir la verdad?– el delicado e inestable equilibrio en que se encuentra la “cabina de mando” que dirige las funciones de nuestro cuerpo y que configura nuestra identidad.
Cuando hace unos días me enteré que se acababa de publicar un nuevo libro de Marsh, Confesiones, supe inmediatamente que mi sentido de la dignidad no me permitiría dejar de leerlo, aunque estaba seguro de que esa lectura me dolería, que haría de mí una persona más temerosa del futuro, de un futuro que no podré controlar. Así ha sido, pero de nuevo no me arrepiento. Lo he dicho muchas veces, la ciencia ilumina nuestro pensamiento, nos libra de mitos, nos ayuda a sentirnos parte del inabarcable Universo en el que existimos, pero nada de esto necesariamente nos hace más felices. ¿Cómo puede hacerle a uno más feliz enfrentarse a la idea de dejar de ser? Henry Marsh transmite con nitidez semejante hecho en este libro, escrito recién jubilado: “Yo no creo en la otra vida. Soy neurocirujano. Sé que cuanto soy, pienso y siento, de manera consciente o inconsciente, se origina en la actividad electroquímica de mis muchos millones de neuronas, que interaccionan en una serie casi infinita de sinapsis –las que me queden, al menos, a medida que envejezco–. Cuando mi cerebro muera, yo moriré con él. Ese yo es una efímera danza electroquímica formada por una miríada de fragmentos de información; y la información, como nos dicen los físicos, es puramente física. No hay manera de saber qué forma adoptará esa miríada de trocitos dispersos de información cuando se recombinen después de mi muerte. Antaño confiaba en que se transformaran en hojas y ramas de roble. Quizá ahora se trasformarán en nogales y manzanas en el jardín de la casa del guarda, si mis hijos deciden esparcir mis cenizas allí”. Qué bien te comprendo, lúcido Marsh, pues yo he pedido a mis hijas que esparzan mis cenizas al pie de un pino que vi crecer en mi querida parcela segoviana.
La razón, la explicación científica, puede llevarnos, como dice Marsh, a que no debamos temer a la muerte: “¿Cómo podemos tenerle miedo a la nada?”. Aunque, claro, inmediatamente añade: “Por supuesto, todavía me asusta la perspectiva. También lamento profundamente el hecho de que nunca llegaré a saber que le ocurrirá a mi familia, a mis amigos, a la raza humana”. Y a ese dolor, que todos sentimos (o deberíamos sentir) más que nuestro propio final, que sabemos inevitable, se añade otro, incluso peor: “Pero mi temor instintivo a la muerte asume ahora la forma del miedo a morir, a la indignidad de ser un paciente indefenso a merced de médicos y enfermeras indiferentes, que trabajarán por turnos en un hospital semejante a una fábrica y que apenas me conocerán. O, peor incluso, a morir incontinente y presa de la demencia en una residencia de ancianos”.
Estas palabras me recuerdan a otras que no he podido olvidar, unas que François Jacob, Premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1965, escribió en su fascinante autobiografía, La estatua interior (Tusquets 1989): “Lo que no se puede olvidar es el miedo al miedo. El asco de volverse repulsivo. La incapacidad de evitar la impotencia. Ni tampoco el terror de ser dominado como un niño, de ser manipulado. El temor de convertirse en un ser distinto al de ahora, de pensar de otra manera o incluso de dejar de pensar”. En una época como la presente, en la que los temas médicos de los que más se habla son aquellos que tienen que ver con cómo la genética médica puede ya, o podrá en el futuro, combatir males de origen génico del tipo de la fibrosis quística, la corea de Huntington, la hemofilia o diversos tipos de cáncer hereditarios, más aún de cómo hará posible intervenir, para mejorarlo, en el acervo genético de nuestra especie, es oportuno recordar que nuestro cerebro es un órgano tan poderoso como delicado, sujeto a desajustes y deformaciones que ni la genética, ni la medicación ni la cirugía son siempre capaces de corregir.
Esta es la lección de las Confesiones de Henry Marsh, de sus miedos y de sus pesadillas: el temor de lo que le puede suceder a él (de lo que nos puede suceder a todos), especialmente ahora que se está adentrando en “la última etapa del camino de la vida”; de las pesadillas de las veces que no pudo o no supo corregir los males neurológicos de enfermos a los que operó, o, peor, que comprendió más tarde que podía y debía haber utilizado otros procedimientos; esto es, que se equivocó. No le culpemos. En absoluto. Compadezcámosle y agradezcámosle por los riesgos que aceptó asumir y por las cargas emocionales que su profesión –de auténtico orfebre– le ocasionó. Y participemos con él de sus reflexiones acerca del respeto que la sociedad, sus códigos legales, debe a quienes se adentran en la tortuosa senda de decidir cuándo y cómo morir. Porque puede llegar un momento en que la vida no merezca, para el que la vive, para el que la sufre, continuar siendo vivida. Claro que no todos pueden llegar a plantearse con lucidez semejante disyuntiva. “La medicina científica”, explica Marsh, aunque no hacía falta que lo recordase pues es algo bien sabido, “ha obrado maravillas, pero también nos ha generado un dilema al que nuestros antepasados jamás tuvieron que enfrentarse. En el mundo moderno, la mayoría llegamos a la vejez, una etapa en la que el cáncer y la demencia se vuelven cada vez más comunes”.