El verano y las vacaciones se prestan siempre a placeres con un alto potencial adictivo: comidas muy sabrosas, el juego, las redes sociales de internet, la pornografía, los teléfonos móviles, e internet en general. Por supuesto, también a una buena cantidad de sustancias exógenas al organismo como la nicotina, el alcohol, la marihuana o la cocaína.
La repetida activación de muchos de esos placeres, particularmente el que proporcionan las drogas, genera tolerancia y dependencia, un estado corporal y mental en el que el consumidor tiene que incrementar progresivamente la dosis del producto para mantener sus efectos, y en el que, además, la abrupta interrupción del consumo, es decir, la abstinencia de la droga, altera el equilibrio corporal manifestándose en un conjunto de síntomas vulgarmente conocido como "el mono", que pueden incluir alteraciones en la regulación de la temperatura corporal, como escalofríos y sudores, alteraciones gastrointestinales, como retortijones y diarreas, irritabilidad y nerviosismo, alteraciones del sueño, pérdida de motivación por los placeres naturales, etc.
En el caso de determinadas drogas, como el alcohol o los opiáceos (heroína), el cuadro de esas alteraciones puede llegar a ser muy intenso y dramático. Pero el malestar siempre puede reducirse recurriendo de nuevo al consumo de la droga, lo que puede acabar potenciando el comportamiento adictivo.
Algunos investigadores consideran que las drogas adictivas lo son porque activan la producción en el cerebro de dopamina, una sustancia que, en presencia de los estímulos asociados al consumo de la droga, genera un alto deseo, una alta motivación por obtener el placer que proporciona al ser consumida, y por ello la conducta de búsqueda de ese placer se hace adictiva. La dopamina, de ese modo, potenciaría la conducta adictiva. Pero otros expertos creen que la adicción resulta de los cambios que ocurren en el cerebro y el cuerpo del consumidor, precisamente para adaptarlo a la presencia de la droga. Siendo así, la droga en el adicto funcionaría como una automedicación para evitar los efectos indeseables que acaba generando su dependencia. El problema es que los alcohólicos, por ejemplo, no dejan de beber ni siquiera cuando ya desaparecen esos efectos indeseables. El adicto, por tanto, no bebe sólo para evitar el malestar de la abstinencia, lo hace por algo más. No siempre resulta fácil, por tanto, establecer las causas de la adicción.
Sí sabemos, por otro lado, que las mismas hormonas que controlan el metabolismo energético, es decir, el hambre y la ingesta de alimentos, afectan también a la producción cerebral de la dopamina y, de ese modo, influyen en la sensibilidad de las personas respecto a las drogas adictivas. Así, la leptina, una hormona producida en el tejido adiposo, que inhibe el hambre y la ingesta de comida, reduce también los efectos placenteros de drogas como la cocaína. Contrariamente, la grelina, una hormona que se sintetiza en el estómago cuando llevamos tiempo sin comer e incrementa el apetito y la ingesta de comida, aumenta el efecto placentero de las drogas adictivas en roedores. Quizá por eso, los altos niveles de grelina que se observan en las personas que dejan de fumar han sido asociados, además de a engordar, a un alto riesgo de recaídas en la adicción a la nicotina.
En definitiva, si no somos capaces de controlar nuestro comportamiento, lo que inicialmente se presenta como una motivación incentiva, es decir, deseo de consumir algo que produce placer, puede acabar convirtiéndose en una motivación homeostática, es decir, en necesidad de consumir algo que ahora necesita nuestro organismo para sentirse bien y no enfermar. Cuando se cae en esa trampa siempre es difícil (pero nunca imposible), salir de ella.
Ignacio Morgado es catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona
y autor del libro Deseo y placer, publicado por Ariel.