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Ciencia

Test, test, test...

El investigador de la UAM insiste en la importancia de las pruebas diagnósticas para atajar la pandemia y critica las bravatas de Trump y la falta de evidencias de algunos estudios

20 abril, 2020 18:59

Nada; tampoco ha podido ser esta vez. Sigo sin saber si tuve o tengo SARS-CoV-2. He pasado una semana bastante delicada con náuseas, sudor y cansancio, parecida a la primera que sufrí hace ya casi un mes. Posteriormente, cesaron los síntomas. ¡Curado!, me dije. Una oveja más para el redil de los inmunoprotegidos. Estaba equivocado. Hace un par de días, preocupado y débil, me fui a urgencias de uno de los hospitales de referencia para la COVID-19. Me aseguraron que no tenía ningún síntoma compatible con el “bicho”. Me hicieron una radiografía torácica; ¡limpia! Total, que volví a casa, igual de débil, sin serología y con un diagnóstico de “molestias gástricas inespecíficas”. Ayer mismo por la mañana, completamente desesperado, pido una ambulancia y de vuelta a urgencias. Analítica completa —pero no serología—, electrocardiograma, un protector gástrico y, de nuevo, ¡a casa! Seguramente no sea coronavirus, ¿o sí? 

Me consta que hay pacientes en los que la infección cursa con síntomas de lo más difusos y variados, al fin y al cabo, receptores ACE-2 —la puerta de entrada del virus en la célula— están presentes, con distinta densidad, en múltiples tejidos: respiratorio, cardíaco, renal o digestivo, entre otros. De hecho, en el diagnóstico que tengo en mi poder reza “dolor abdominal inespecífico. Probable infección COVID-19”. Y mi primera reflexión: si en una sala de urgencias de un hospital no le pueden hacer un test, ya sea antigénico, genómico o serológico, a un paciente con síntomas difusos, ¿dónde se lo pueden hacer? Según he visto en algún programa de televisión parece ser más fácil conseguir un test contra el SARS-CoV-2 en una ferretería que en la sala de urgencias de un hospital. Se supone que el Ministerio de Sanidad iba a llevar a cabo una amplia campaña-sondeo sobre la situación serológica contra el coronavirus pandémico. Si hacerle la prueba a los “probables” infectados no es un buen comienzo, algo se está desvirtuando. 

Insisto, esta es la verdadera urgencia, el arma más efectiva para el principio de todo; de la contención definitiva de la expansión vírica, del inicio del desconfinamiento y de la vuelta al carro de la economía que ahora tenemos con un “palo vírico” entre las ruedas. Y no lo digo yo, que también. Lo ha dicho la OMS —esa organización chivo expiatorio de la ineptitud del presidente del país con el mayor número de casos actualmente—: test, test, test. Por cierto, y antes de volver a la acusación sin fundamento de Donald Trump sobre el posible origen del virus en un laboratorio de Wuhan, mi segunda reflexión del día: cuando se dice que “un país no investiga porque sea rico, sino que es rico porque investiga” o que “sin ciencia no hay futuro”, no son eslóganes huecos propios de una campaña electoral. Es una triste pero contundente realidad. Ahora que estamos hablando de “trabajos esenciales”, que todos tenemos identificados, o de “trabajos NO esenciales”, aquellos que desde hace una semana vuelven a estar operativos… ¿dónde está la investigación? Al menos en mi universidad, la UAM, o en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, todo aquello que no tenga que ver directamente con investigación de la COVID, ¡está cerrado! ¿No hay necesidad, al parecer, de investigar otras patologías, otros campos, otras innovaciones punteras? Si la investigación de un país no es esencial, y tampoco parece ser NO esencial… ¿qué es?

Volvamos a los delirios de uno de los hombres más poderosos de este mundo globalizado. Seguramente apoyándose en un artículo aparecido en The Washington Post —donde no se citan fuentes precisas ni van más allá de suposiciones y sospechas—, Trump ha acusado y retirado su apoyo económico a la OMS por, supuestamente, ocultar datos y por connivencia con China, la cual, además, y según el presidente estadounidense, sabría y habría ocultado al mundo el origen y escape del SARS-CoV-2 desde un laboratorio de virología de alta seguridad de Wuhan. Trump ha llegado a lanzar un “habrá consecuencias” refiriéndose al país asiático. ¡Tiemblo! Y lo que es peor, ¡tiembla la bolsa! No obstante, y más allá de esta nueva demostración de incorrección y bravuconada internacional, los hechos siguen siendo tozudos y desmienten ese bulo. Según Edward Holmes, conocido virólogo de la Universidad de Sídney, “no hay evidencias de que el SARS-CoV-2, el virus de la COVID-19 en humanos, se originara en un laboratorio en Wuhan, China”.

Coronavirus parecidos al que nos mantiene recluidos en nuestras casas son, por desgracia, bastante comunes en la naturaleza, en muchos animales. Con frecuencia saltan de especie. El coronavirus más parecido al SARS-CoV-2 es el virus de murciélago conocido como RaTG13. Este virus, efectivamente, lo estaban estudiando en el Instituto de Virología de Wuhan. Sin embargo, la divergencia genética entre RaTG13 y nuestro terrible coronavirus es de unos 50 años —cerca de 100 años si lo comparamos con algunos virus de pangolín—. Es decir, aunque muy próximos, el salto de especie no parece haber sido posible, al menos directamente, sin otros animales reservorios intermedios. Además, tal y como se mostró hace ya casi un mes en un artículo de Nature, las mutaciones que han hecho posible la adaptación del coronavirus a nuestra especie eran del todo impredecibles “a priori”. La ingeniosa estrategia que SARS-CoV-2 llevó a cabo para optimizar su espícula —su llave— y poder abrir la puerta celular y expandirse con tanta eficacia entre nosotros no había mente, a este lado de la galaxia, que lo hubiera podido prever. Si es que, este maldito patógeno, para no ser un ser vivo, sabe latín; y para muestra, otro botón…

El catedrático de Biología de la Universidad de Otawa, Xuhua Xia, es el autor principal de un estudio que acaba de publicarse en Molecular Biology and Evolution donde sugieren —creo que con más temeridad que pruebas— que algunos perros salvajes chinos podrían haber sido el “animal X” que sirvió de intermediario entre el coronavirus de murciélago —seguramente el RaTG13— y el virus de la COVID-19. El estudio genético que han llevado a cabo es, todo hay que decirlo, bastante interesante. Nuestras células tienen un mecanismo antiviral asociado al IFN (interferón) que nos protege contra muchos virus con ARN como material genético. Una proteína celular, enzima, llamada ZAP, reconocería una secuencia de dinucleótidos —dos unidades del genoma del virus— presente en muchos virus de ARN denominada CpG inhibiendo su traducción, es decir, la expresión de las proteínas del virus. Claro está, la evolución juega también a favor de los patógenos. Muchos virus reducen su contenido en CpG para resistir a ZAP. Cuanto más adaptado esté un virus a una especie, y más ZAP exprese una célula, supuestamente menos CpG acabará expresando el virus. El sistema virus-especie deja huella. Con estos mimbres, los autores del trabajo concluyen que el virus evolucionó en el intestino de algún mamífero aislado antes de saltar a nuestra garganta; probablemente, algún perro salvaje donde ZAP es muy abundante. Ahí, el SARS-CoV-2 habría reducido, como se ha visto con otros virus, su herencia en CpG hasta estar listo para el gran salto. Eso sí, el propio Xia concluye su artículo diciendo que su conclusión no pasa de ser especulativa. Y aquí mi tercera reflexión: Hay que tener cuidado con las especulaciones no plenamente basadas en datos experimentales contrastados. La especulación del efecto afrodisíaco del cuerno del rinoceronte blanco lo ha situado literalmente en la senda de la extinción.

Finalmente, otra especulación, una estupidez y una ignominia. Por una parte, y aunque es más que probable que, efectivamente, el SARS-CoV-2 se convierta en virus estacional sensible a las altas temperaturas y horas de radiación ultravioleta de la primavera-verano, he encontrado algo preliminar el estudio que acaban de publicar la Agencia Estatal de Meteorología y el Instituto Carlos III sobre la relación entre las variables meteorológicas y la incidencia del Covid-19, estudio donde se concluye que el calor y la humedad juegan en contra de la viabilidad del virus. Sin haber tenido en cuenta todas las variables posibles, como el efecto real del confinamiento que estamos llevando a cabo o la densidad poblacional no deja de ser, como digo, un estudio preliminar, eso sí, esperable, plausible y deseable. En cuanto a la estupidez, sobre la que no voy a gastar más de dos frases, la afirmación del ya completamente enajenado de la ciencia, el tristemente premio Nobel Luc Montagnier, afirmando que unas secuencias —muy comunes en muchos seres vivos— vistas en el SARS-CoV-2 es la prueba de que este virus ha sido creado —terminamos como empezamos, con conspiraciones varias—. Este hombre, descubridor del VIH, ha acabado asegurando que el ADN se puede teletransportar o apoyando a los grupos antivacunas —en lugar de dedicarse a conseguir una contra su pequeño monstruo vírico—. ¡Una pena! Una pena como la que sinceramente me invadió cuando vi en las noticias la ruindad, crueldad y mezquindad de algunos vecinos —pocos, muy pocos— que “invitan” a marcharse a aquellas personas que, poniendo sus propias vidas en peligro, están en primera línea de batalla contra el enemigo invisible, tan invisible como la cobardía de quien pinta en un coche “rata contagiosa”. ¡No sabía que acabar siendo un/una imbécil fuera otro de los síntomas de la nueva pandemia!