El radiotelescopio de Arecibo, con un disco de 305 metros de diámetro y sobre el que ya traté en estas páginas en abril de 2016, cierra. O dicho de otra manera, los ingenieros no han podido encontrar una forma segura de repararlo, después de que dos de los cables que soportaban la estructura se rompieran, el primero el 10 de agosto y el segundo el 6 de noviembre, por lo que su propietario, la Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos, ha decidido poner fin a su ya larga vida. Esos cables ayudaban a sostener un elemento vital: una plataforma con instrumentos científicos de 900 toneladas de peso que colgaba por encima del disco. Si algún cable más se rompiese esta estructura caería sobre el disco; de hecho, ahora se está intentando bajarla con seguridad. El tiempo lo degrada todo, y esos cables también han sido sus víctimas. Con anterioridad, el 15 de noviembre de 1988, el radiotelescopio construido en 1962 en Green Bank (Virginia, Estados Unidos), un paraboloide de 90 metros, colapsó completamente (en su lugar se construyó uno nuevo, el en aquel momento radiotelescopio dirigible más grande del mundo, de 100 metros de diámetro), que comenzó a operar en 2001.
En 2016 se instaló el que es actualmente el segundo radiotelescopio más grande existente, de 500 metros, capaz de observar el mismo rango de cielo que Arecibo, pero que cubre un rango menor de frecuencias que éste. No debería sorprender que se encuentre en una cuenca natural de Da Wo Dang (suroeste de China). Un paso más en el aparentemente imparable camino del gigantesco país asiático hacia la supremacía mundial. Saben muy bien que la ciencia y la tecnología constituyen elementos esenciales para ello.
Si en la Primera Guerra Fría, que enfrentó a la Unión Soviética con Estados Unidos, el elemento central de la confrontación fueron dos ideologías fieramente incompatibles, la comunista y la capitalista, apoyadas en la disponibilidad de un fruto de la ciencia y la tecnología, el armamento nuclear, en la presente Segunda Guerra Fría, en la que el oponente norteamericano es China, las diferencias ideológicas están más difuminadas (un comunismo no democrático pero capitalista, frente a un capitalismo “individualista”), pero uno de los principales escenarios del enfrentamiento es el de los desarrollos y mercados tecnológicos: Huawei versus Microsoft et al. (aunque no se deben olvidar otras compañías, como la surcoreana Samsung, la finlandesa Nokia, la sueca Ericsson o la también china ZTE), y el mercado 5G, TikTok versus Facebook y Google, Alibaba versus Amazon.
Sí, la de Arecibo ha sido una larga vida, que comenzó oficialmente con su inauguración el 1 de noviembre de 1963. Durante décadas fue el mayor radiotelescopio del mundo, hasta que en 1974 entró en funcionamiento el RATAN-600, el radiotelescopio ruso de 576 metros de diámetro. Diseñado inicialmente para estudiar la ionosfera de la Tierra, la químicamente activa capa superior de la atmósfera que ioniza la radicación solar, las investigaciones desarrolladas en Arecibo transcendieron aquella meta inicial. Con él se detectó (1974) el primer púlsar binario y (1992) el primer exoplaneta. Y entre las investigaciones pioneras que se han realizado en esa hondonada natural de Puerto Rico, no se deben olvidar los estudios de asteroides próximos a la Tierra, utilizando la detección ondas radio procedentes de ellos, que permite determinar la forma y giro de esas amenazadoras rocas espaciales.
No es posible olvidar, por supuesto, que fue desde Arecibo donde los astrónomos enviaron en 1974 el primer mensaje al espacio, con la esperanza de que en el futuro algún extraterrestre lo recibiera y descifrara. Se dirigió hacia el grupo globular de estrellas M13, situado a 25.000 años-luz. Un intento de este tipo más reciente se llevó a cabo en 2009, utilizando un gran radiotelescopio en forma de T situado en Ucrania, el UTR-2, el mayor del mundo para bajas frecuencias, enviando cincuenta fotografías, dibujos y mensajes de texto al sistema planetario de la enana roja Gliese 581, ubicado a 20,3 años-luz de nosotros, que alberga exoplanetas que se consideraron entonces candidatos a cobijar vida. Mensajes que seguirán vagando por el cosmos esperando que se cumpla el optimista destino para el que fueron emitidos.
La gran y decisiva pregunta es si existirá ese tipo de vida inteligente. Una pregunta ante la que solo se puede especular. Uno de los científicos que se ha atrevido a hacerlo es el físico y divulgador Paul Davies, con quien, por cierto, me une un “parentesco”: tuvimos el mismo director de tesis, Sigurd Zienau, en el University College de Londres. Yo fui, digamos, su sucesor, y último doctorando del doctor Zienau. En su libro Un silencio inquietante. La nueva búsqueda de inteligencia extraterrestre (Crítica 2011), Davies concluía: “Puedo asignar algún tipo de probabilidad a la existencia de extraterrestres en función de los hechos y observaciones recogidos, ponderados según la importancia relativa que atribuya a distintos argumentos. Cuando destilo todo eso, mi respuesta es que probablemente seamos los únicos seres inteligentes de todo el universo, y no me sorprendería que el sistema solar contuviese la única vida del universo. Llego a esta conclusión porque veo que en el origen y la evolución de la vida intervienen muchos factores contingentes, y porque todavía no he visto ningún argumento teórico convincente de un principio universal de aumento de la complejidad”. Se refería a una complejidad que pueda dar origen a seres “inteligentes” capaces de producir ciencia y tecnologías si no iguales a las nuestras, sí con parecidos propósitos.
Pero no nos desanimemos. Simplemente, no sabemos.