En este año de la pandemia ningún desarrollo científico puede superar los avances producidos en el campo de la obtención de vacunas que permitan combatir el Covid-19. Que se hayan creado y producido algunas con tanta celeridad constituye un testimonio de las capacidades de la ciencia actual (recordemos que a comienzos de enero ni siquiera existían pruebas para detectar el virus, ni tratamientos). Pero además se ha abierto una nueva era en el diseño de las vacunas, en la senda que inició en 1986 el bioquímico chileno Pablo Valenzuela cuando produjo una vacuna contra la hepatitis B utilizando la técnica del ADN recombinante.
La vacuna de Pfizer es la primera en el mercado que contiene un elemento tomado del propio virus, el denominado ARN mensajero (ARNm), un tipo de molécula cuya función es transportar instrucciones genéticas para guiar la formación de proteínas, biomoléculas esenciales para la vida, en este caso para crear anticuerpos. Se trata de una molécula muy delicada que puede ser perturbada fácilmente, de ahí que necesite ser mantenida a una temperatura muy baja, unos 73 grados centígrados bajo cero, estado en el que los movimientos moleculares adquieren dinámicas cuasi estáticas. La idea –la misma que subyace a toda vacunación– es conseguir que las células activen los mecanismos inmunitarios que combatan los patógenos invasores (el coronavirus).
La vacuna de Pfizer es la primera en el mercado que contiene un elemento tomado del propio virus: ARN mensajero
Un detalle interesante es que para proteger el ARNm y ayudarlo a que se introduzca en las células, tanto la vacuna de Pfizer como la de Moderna utilizan nanopartículas de lípidos (moléculas orgánicas formadas básicamente de carbono e hidrógeno) de alrededor de 100 nanómetros de tamaño, aproximadamente el mismo que el propio coronavirus. Una muestra más de que la nanotecnociencia se ha instalado firmemente en prácticamente todas las ciencias y tecnologías.
Existen, no obstante, cuestiones muy importantes que aún deben ser investigadas y respondidas, como el tiempo de inmunidad que aseguran las nuevas vacunas y su seguridad (las pruebas clínicas han dejado fuera hasta ahora a mujeres embarazadas y a las que estaban amamantando a sus bebés, así como a los niños menores de doce años). Y no olvidemos que todavía se desconoce cómo infecta el virus y sus consecuencias, y que una parte de personas que han superado la enfermedad se ven afectadas después por patologías muy variadas.
Otra novedad destacable es la detección en los observatorios de radiación gravitacional LIGO y Virgo del choque de dos agujeros negros de 85 y 66 masas solares, colisión de la que surgió –hace 7.000 millones de años– un agujero negro con unas 140 veces la masa del Sol. Lo sorprendente de esta observación son los tamaños de estos agujeros negros. Si estos enigmáticos cuerpos nacen cuando la masa de una estrella es tan grande –unas 3 o 4 veces la masa del Sol– que ni siquiera la fuerza repulsiva, producida por los procesos mecano-cuánticos que se producen cuando los núcleos atómicos y las partículas subatómicas se aproximan a escalas atómicas, puede detener la contracción debida a la atracción gravitacional, ¿cómo es que existen estrellas de 85 y 66 masas solares? Otra cosa son los supermasivos agujeros de millones de masas solares que se han detectado en el centro de algunas galaxias.
Pero, ay, este año también nos ha dejado una mala noticia. El cierre del radiotelescopio de Arecibo, del que traté recientemente en estas páginas. ¡Un año maldito, sí, aunque la ciencia nos haya provisto de esperanzas!