“Nuestra época ha estado marcada profundamente por la ciencia. Lo que pensamos sobre ella configurará el futuro. Es un gran testamento al poder del hombre y a su razón. Nadie puede haber tenido la experiencia de un nuevo descubrimiento, haber sido testigo de la transmutación del misterio en comprensión, en orden y después en un misterio mayor, sin darse cuenta tanto de nuestro desvalimiento como de nuestra gran fuerza. La ciencia sostiene una visión del hombre, penosa e incluso cómicamente impotente, y sin embargo, sigue poseyendo una dignidad y esperanza muy especial”.
Fue Julius Robert Oppenheimer (1904-1967) quien escribió estas líneas, publicadas en el número de septiembre de 1956 del Bulletin of the Atomic Scientists, revista que ahora se menciona con frecuencia no por sus contenidos sino por el reloj que figura en su portada, que indica lo que sus editores piensan nos separa de la “hora fatal”, otrora relacionada por una guerra nuclear, en la actualidad más con el calentamiento global. Las palabras que Oppenheimer pergeñó hace setenta y cinco años parecen, en principio, adecuarse perfectamente a lo que ha sucedido en ese lapso de tiempo y en cómo vislumbra su futuro la humanidad.
Héroe nacional en 1945, Oppenheimer fue víctima de la intransigencia política y se convirtió en un personaje trágico
Indudablemente los descubrimientos científicos y los subsiguientes desarrollos tecnológicos que se produjeron durante la vida de Oppenheimer y en las décadas posteriores, hasta el presente, configuran nuestra existencia en medidas inimaginables antes. Basta pensar en lo que significan los “teléfonos inteligentes”, cada vez más poderosos y más determinantes en nuestras acciones, relaciones y decisiones. Ahora bien –y por eso decía “en principio”– la racionalidad y poder humanos conviven, y con frecuencia se ven desbordados, por otras características de nuestra especie, una de ellas la capacidad de adaptar la realidad a las conveniencias, perverso uso de la que posiblemente sea la característica humana más distintiva: el pensamiento simbólico.
Es cierto que pese a ser capaces –es nuestra gran fuerza– de descubrir leyes que obedecen los fenómenos naturales, incluso el Universo, no sabemos ni siquiera imaginar el porqué de ellas, o por qué existe el propio Universo, ignorancias de las que se nutren las religiones. De ahí nuestro desvalimiento, pero también nuestra dignidad: la ciencia no nos hace necesariamente más felices –cómo serlo ante la idea de que somos y seremos simplemente polvo de estrellas–, pero sí más dignos. La dignidad de enfrentarse a la conciencia del futuro, armados del que, junto a la compasión, considero nuestro mejor don: la racionalidad.
Oppenheimer fue consciente de otra clase de desvalimiento, uno que mana de las pasiones humanas. Físico brillante y carismático, produjo magníficos trabajos en electrodinámica cuántica y física nuclear, así como dos seminales artículos sobre colapso gravitacional (previó la posibilidad de lo que más tarde se llamarían agujeros negros). En 1943 el general Leslie Groves –encargado de dirigir el Proyecto Manhattan destinado a que Estados Unidos dispusiera de bombas atómicas– lo eligió para liderar el laboratorio de Los Álamos, la pieza final de aquel megaproyecto. Allí Oppenheimer mostró, además de criterio científico-técnico, dotes de organizador. Y no decepcionó al general, como quedó patente en agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki. En este sentido fue un pionero de lo que a partir de entonces se hizo relativamente frecuente: científicos eminentes que a partir de un cierto momento pasan a ser organizadores, “empresarios de la ciencia”.
Convertido en héroe nacional después de agosto de 1945, comenzó una nueva etapa de su vida, una etapa que lo convirtió finalmente en víctima de la intransigencia política, en un personaje trágico, en un mundo dominado por hombres como el implacable director del FBI, Edgard Hoover, el ultradrechista senador Joseph McCarthy y el persistente defensor de fabricar más y poderosas bombas, el físico Edward Teller.
El infortunio de Oppenheimer se debió a que, ya ganada la guerra y demostrada la realidad y poder de las bombas atómicas, se convenció de que no tenía sentido embarcarse en una carrera de armamento nuclear, buscando bombas más destructoras como la termonuclear (o de hidrógeno). Y su opinión no era la de una persona cualquiera, sino la del “padre de la bomba atómica”, de alguien que figuraba en los comités más importantes que aconsejaban sobre estos asuntos. En un informe que envió el 17 de agosto de 1947 al Secretario de Guerra, Henry Stimson, Oppenheimer manifestaba lo siguiente: “Creemos que la seguridad de nuestra nación –como algo opuesto a su habilidad para infligir daño a una potencia enemiga– no puede residir completamente o incluso fundamentalmente en su capacidad científica o técnica. Debe basarse sólo en hacer que las guerras futuras sean imposibles”. Pero cuando en 1949 la Unión Soviética logró estallar su primera bomba atómica, el presidente Truman decidió dar luz verde a la fabricación de la bomba de hidrógeno.
Oppenheimer era, pues, un problema, y se utilizaron sus ya lejanas –y abandonadas– simpatías comunistas para someterlo en la primavera de 1954 a un juicio que evaluase su lealtad. El resultado fue que, aunque no se encontró evidencia alguna de que pudiese constituir un riesgo para la seguridad de los secretos atómicos, se decidió denegarle el acceso a los mismos. A él, que más que nadie los había hecho posibles. Fue, en definitiva, humillado.
Una de las frases que más se recuerdan de Oppenheimer es la de que con sus investigaciones y logros nucleares, los físicos habían “conocido el pecado”. A esto Edward Teller contestó señalando que lo que los físicos habían “conocido es el poder”. Un poder del que, reconozcámoslo, el propio Oppenheimer disfrutó. Y al que todavía aspiran no pocos científicos.