Parece que Luis García Berlanga consideraba a Calabuch (1956) una de sus peores películas. Quizás se debió a que terminó pensando que, en el fondo, era demasiado “amable”, “tierna” incluso, protagonizada por “buena gente”, a la cabeza el físico nuclear que, harto de ayudar a fabricar bombas atómicas, se había escapado de Estados Unidos para recalar en un imaginado pueblecito mediterráneo, Calabuch (Peñíscola, en la realidad). Más aún, aunque al final el ejército estadounidense lo localiza, obligándolo a regresar a su país, la película termina relativamente bien con unos espectaculares fuegos artificiales, el legado benéfico de aquel experto en explosivos.
Si Berlanga terminó arrepintiéndose de haber hecho esta película, ¿por qué la hizo? No creo que le hubiese sido difícil imaginar otra historia
Desde luego, no hay en esta película la amargura, la tristeza casi insoportable que produce en ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952) ver pasar la caravana norteamericana rápidamente, sin darse casi cuenta de su existencia, por el pueblecito de Villar del Río, ante el desolado estupor de sus habitantes que esperaban recoger algo del maná que anunciaba el famoso Plan Marshall. En los guiones del cine de aquellos años de pobreza y de retrógrada ideología no escaseaba ese tipo de miserias, camufladas bajo el disfraz de “comedias”.
Todavía recuerdo uno de los episodios de otra película memorable, Historias de la radio (1955), dirigida por José Luis Sáenz de Heredia, en la que un programa de radio anuncia que un patrocinador ofrece 2.000 pesetas a la primera persona que se presente en el estudio disfrazada de esquimal; tras muchos esfuerzos e incidentes, un inventor (protagonizado por el inolvidable –ahora se consideraría uno de esos dinosaurios desaparecidos hace millones de años– José Isbert), que necesita ese dinero para patentar un invento, consigue llegar a la emisora, para toparse en las escaleras con otro “esquimal”, que se le ha adelantado. Aquello rompía el corazón más endurecido. La pobreza, la necesidad, el abandono, no conoce vergüenzas pero sí humillaciones.
Pero volvamos a Calabuch. Si Berlanga terminó arrepintiéndose de haber hecho esta película, ¿por qué la hizo? No creo que le hubiese sido difícil imaginar otra historia. Probablemente la respuesta se encuentra en que tampoco él pudo escapar del “espíritu de la época”, un espíritu en el que la energía atómica aparecía por todas partes, como una de las grandes esperanzas para un futuro mejor. Hoy eso de “un futuro mejor” gracias a la energía nuclear puede sonar ridículo –aunque no es seguro que las centrales nucleares no reaparezcan en el futuro (no emiten dióxido de carbono)–, pero juzgar el pasado con los valores del presente constituye uno de esos anacronismos que impiden entender de dónde venimos.
Sí, las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 produjeron un escalofriante número de víctimas y desolación material, pero se argumentó que evitó la masacre que habría significado continuar con la guerra hasta que Japón se rindiera (todavía se discute si las cifras que se manejaron para sustentar tal argumentación eran reales). Y sobre todo había que considerar lo que representarían las aplicaciones pacíficas de esa energía.
Lewis Strauss, director de la todopoderosa Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, dibujaba en 1954 un horizonte, que a lo más tardaría unos quince años, en el que “no será excesivo esperar que nuestros hijos disfruten en sus casas de energía eléctrica demasiado barata como para ser medida en el contador; en el que sabrán de hambrunas regionales endémicas en el mundo únicamente a través de los libros de historia; en el que viajarán sin esfuerzo por los mares o bajo ellos y por el aire con un mínimo de peligros y a grandes velocidades; y en el que gozarán de una expectativa de vida mucho más larga que nosotros”.
La fe en las posibilidades de la energía nuclear llegó al extremo de poner en marcha el denominado Proyecto Orión que pretendía enviar a Marte, y más allá, un vehículo espacial de 4.000 toneladas, 100 metros de largo y 50 de ancho, con capacidad para 20 o más personas, que sería impulsado por unas… ¡800 bombas atómicas de ‘bajo nivel’! El viaje duraría entre 3 y 5 años. Pura locura, pero se trabajó intensamente en él, participando científicos tan notables como Freeman Dyson.
El 8 de diciembre de 1953, esto es algo menos de tres años antes de que se estrenara Calabuch, el presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, presentó ante la Asamblea General de Naciones Unidas un programa de utilización pacífica de la energía atómica, el plan Átomos para la Paz. La propuesta de Eisenhower era que se crease una agencia internacional, bajo los auspicios de la ONU, a la que Estados Unidos suministraría 5.000 kilogramos de uranio-235, el isótopo fisionable del uranio, para su utilización en aplicaciones nucleares civiles en medicina y generación de energía.
El 30 de agosto de 1954 Eisenhower firmaba una ley sobre energía atómica por la que EE.UU. podía facilitar información y ayuda a los países amigos a través de acuerdos bilaterales. España fue uno de esos “países amigos”: el 19 de julio de 1955 ambas naciones firmaron un convenio de cooperación “relativa a los usos civiles de la energía atómica” que fue aprobado por las inanes Cortes de entonces. Antes, en octubre de 1951, se había creado una Junta de Energía Nuclear (JEN), que durante muchos años no sólo fue el centro de investigaciones relacionadas con las centrales nucleares que se construyeron en España, sino también un hogar para la física experimental de partículas elementales. En 1986, la JEN fue transformada en Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT). De nuevo, la poderosa fuerza del espíritu del tiempo.
Los motivos de Eisenhower para lanzar Átomos para la Paz fueron diversos. Uno de ellos fue, ciertamente, el propagandístico, o, si se prefiere, una versión moderna de imperialismo cultural. Recuerdo bien que siendo niño mi padre me llevó a ver una exposición itinerante sobre Átomos de la Paz preparada por Estados Unidos y destinada al gran público, que se inauguró en Madrid (estaba ubicada en la Ciudad Universitaria) en mayo de 1958. Debí de quedar fascinado pues lo recuerdo. Imagino que todo esto influyó algo en la decisión de Berlanga de dirigir Calabuch. Algunos se lo agradecemos