“A la mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi temor, temor tan triste que la muerte no lo es tanto! […]. No sabré decir fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una pendiente, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba y vi su cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia”.
Weinberg no se limita a acercar la historia del Universo, su obra aborda los intereses humanos más profundos
Con estas líneas, aunque versificadas, comienza la inmortal Divina comedia de Dante Alighieri, de cuya muerte se cumplen ahora setecientos años. Las he recordado al conocer otro fallecimiento, este muy reciente, el 23 de julio pasado, el del físico teórico Steven Weinberg. Tenía 88 años. Las he recordado porque es posible imaginar que en algún momento de su vida Weinberg pudo haber sentido algo similar a lo que en sus versos escribió Dante, aunque para el físico la “selva oscura” no fuese el “pecado” sino la ignorancia de las leyes que rigen el Universo. O también cabría pensar que somos todos los que podríamos tomar el lugar de Dante y esperar la llegada de un Virgilio transustanciado en Weinberg que nos guiara por los enigmáticos caminos del cosmos. Y atravesar, atemorizados, el Infierno de la Ignorancia, continuar por el Purgatorio de la Esperanza, y llegar al Paraíso del Conocimiento que da la Ciencia.
Steven Weinberg nos dio conocimientos, a la cabeza sus trabajos sobre la unificación de las fuerzas débil (responsable de la radiactividad) y electromagnética – el primer paso hacia una teoría que unificase las cuatro interacciones de la física (todavía no lograda)– que le valieron el Premio Nobel de Física de 1979, compartido con Abdus Salam y Sheldon Glashow, pero también se esforzó por presentar a estudiantes y profesionales la física cuántica y la cosmológica de formas satisfactorias y en general originales.
Recuerdo lo mucho que aprendí de su libro Gravitation and Cosmology (1972), en el que desarrollaba la teoría general de la relatividad y la cosmología relativista de manera muy diferente a los tratados clásicos de la materia; lo utilicé durante años en los cursos de relatividad general y cosmología que impartía. Era la suya una construcción idiosincrásica a la vez que rigurosa y transparente, las características del verdadero genio científico, que entiende lo que otros hicieron reconstruyéndolo en su propia mente y manera.
Otro buen ejemplo en este sentido fue Richard Feynman –también Nobel de Física– que construyó su propia versión de la mecánica cuántica (desde mi punto de vista más intuitiva), la denominada “integral de caminos”, que desarrolló en un libro escrito junto a Albert Hibbs, Quantum Mechanics and Path Integrals (1965). Otros libros de Weinberg, menos familiares para mí por la especialidad que escogí como físico, son los tres volúmenes que componen su The Quantum Theory of Fields (1995, 1996 y 2000), pero en breve intentaré encararme con su último texto, Foundations of Modern Physics (2021). Lo debo estudiar, pues aunque hace mucho que me dedico a la historia de la ciencia, mi idea de cómo elaborar esa historia presupone no olvidar lo muy conveniente que es un buen conocimiento previo de las ciencias cuyo pasado intenta reconstruir.
Pero Weinberg no se limitó a transitar por el exigente mundo de la física teórica; para él no existían “dos culturas”, la científica y la humanística. Con sus escritos construyó un sólido y atractivo puente que las unió y por el que millones de lectores, no sólo científicos, circularon. El mejor ejemplo de ese “puente” fue un libro publicado por primera vez en 1977 y mil veces reeditado y traducido (en España por Alianza Editorial), Los tres primeros minutos. Una visión moderna del origen del universo.
Esta obra ejerció una influencia considerable entre los físicos de altas energías, mostrándoles que ellos también podían contribuir a la cosmología, especialmente a los primeros instantes de vida del Universo, en los que la energía implicada era casi inimaginable. Pero si este libro fue y es leído por todo tipo de lectores es porque no se limita a acercar la historia temprana del Universo a todo tipo de audiencias; va más allá, abordando cuestiones que forman parte de los intereses humanos más profundos. Su, digamos, moraleja, no es optimista pues, como le sucedió a Charles Darwin, la ciencia alejó a Weinberg de cualquier esperanza que implicase algún tipo de transcendencia amparada en un Dios creador.
Para muchos, semejante conclusión es trágica, mas Weinberg encontró que también significaba dignidad y nobleza: “Pero si no hay alivio en los frutos de nuestra investigación – escribió–, hay al menos algún consuelo en la investigación misma. Los hombres y las mujeres no se contentan con consolarse mediante cuentos de dioses y gigantes, o limitando sus pensamientos a los asuntos cotidianos de la vida. También construyen telescopios, satélites y aceleradores, y se sientan en sus escritorios durante horas interminables tratando de discernir el significado de los datos que reúnen. El esfuerzo para comprender el Universo es una de las pocas cosas que eleva la vida humana sobre el nivel de la farsa y le imprime algo de la elevación de la tragedia”.