El día 31 comenzará en Glasgow una nueva Conferencia sobre el Cambio Climático que, organizada como las que le precedieron por la ONU, se prolongará hasta el 12 de noviembre. Leo en los anuncios oficiales que “los paladines del clima de alto nivel seguirán acelerando la acción inmediata y promoviendo una mayor ambición para luchar colectivamente por el objetivo de 1,5 °C de temperatura y por un mundo con cero emisiones de carbono”.
Lo leo y me suena a viejo soniquete, otro de esos que de tanto repetirlos se convierten en agua pasada que pocos molinos moverá. Entiendo que son anuncios de conveniencia, que llenan titulares, airean, renovándolos, temores y medidas posibles a tomar, y dan pie a algunos acuerdos internacionales. Mas mi escepticismo se nutre de varios elementos.
Por un lado, el hecho de que lo esencial, no los detalles, de la ciencia del Cambio Climático, del por qué está en marcha, es bien conocido; véase, por ejemplo, el reciente libro del físico Lawrence Krauss, El cambio climático. La ciencia ante el calentamiento global (Pasado & Presente). Por otro lado, la larga historia de estas reuniones que, lo reconozco, desempeñaron un papel importante en la toma de conciencia del Cambio Climático y de la necesidad de combatir las fuentes de que se nutre. Una existencia tan larga que hace pensar que su momento ya ha pasado. Lo que se necesita ahora es actuar, no explicar o negociar.
Un momento importante de esa toma de conciencia tuvo lugar en 1988 cuando, como una iniciativa conjunta de dos agencias de la ONU, la Organización Meteorológica Mundial y el Programa Medioambiental de la Naciones Unidas, se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) “para facilitar evaluaciones integrales del estado de los conocimientos científicos, técnicos y socioeconómicos sobre el cambio climático, sus causas, posibles repercusiones y estrategias de respuesta”. En 1990 el IPCC emitió un primer informe en el que participaron 170 científicos de 25 países, estando involucrados en su revisión otros 200 científicos más.
Un segundo informe se publicó en 1995, seguido de un tercero en 2001, un cuarto en 2007, un quinto en 2014, un sexto en 2020 y el último muy recientemente, en agosto de 2021. Las conclusiones no dejan duda de que las actividades humanas están afectando al clima global; en el informe de 2021 se señala, además, que aunque se consiguiera reducir a cero las emisiones de los gases de efecto invernadero, algunos daños del calentamiento global son ya irreversibles, entre ellos la subida del nivel de mares y océanos, que continuará ascendiendo hasta más allá del 2100. Y ya se ha iniciado el tan temido derretimiento del permafrost siberiano, fuente de otro activo gas de efecto invernadero: el metano.
Lo que se necesita ahora en torno al Cambio Climático no es explicar o negociar, sino actuar
No es posible olvidar la famosa Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebró en Kioto a finales de 1997 y que condujo a un acuerdo internacional para la reducción de las emisiones de seis gases de efecto invernadero. Firmado el 11 de diciembre de 1997, debido al complejo proceso de ratificación no entró en vigor hasta el 16 de febrero de 2005 (en noviembre de 2009 lo habían firmado 187 Estados).
El acuerdo señalaba que se debía conseguir una reducción de al menos el 5 % en las emisiones de esos gases entre 2008 y 2012, aunque posteriormente el plazo se extendió hasta 2020. También hay que recordar la “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro cinco años antes, en junio de 1992, que parecía indicar que el mundo se tomaba en serio los problemas medioambientales, pero los objetivos que se acordaron allí nunca se cumplieron; y menos éxito tuvieron aún sus secuelas, “Río+10”, celebrada en 2002 en Johannesburgo, y “Río+20” que tuvo lugar en 2012, de nuevo en Río. Está, asimismo, el Acuerdo de París, cuya entrada en vigor está prevista para este mismo año, o la Alianza de Marrakech.
Un grave problema del que adolecen todas estas iniciativas es que se enmarcan dentro de las negociaciones intergubernamentales, regidas, ¿inevitablemente?, por intereses nacionales particulares y por las normas de comportamiento de la diplomacia. Pero ésta, la diplomacia, conlleva un ritmo lento y, precisamente, de lo que ahora no se dispone es de tiempo. Lo que está en juego son los pilares sobre los que se sostendrá el futuro. Entiendo las dificultades que existen para implementar soluciones radicales.
Soluciones o mejor, “atenuantes”, porque creo que ya no será posible evitar que se cumpla la largamente anunciada previsión de que se producirá un aumento de la temperatura global de 1,5 y 2º C en un futuro muy próximo (estimaciones recientes lo sitúan para dentro de entre 5 y 20 años). Acabo de leer una novela fascinante, que aunque etiquetada como de ciencia ficción, contiene numerosas y acaso no descabelladas propuestas-disquisiciones sobre cómo actuar política, económica e científico-tecnológicamente –bombeos de agua subglaciar que al llegar a la superficie se congelaría aumentando el grosor de glaciares, regímenes fiscales que utilizan monedas digitales rastreables, y un largo etcétera– para combatir los motores del cambio climático: El Ministerio del Futuro (Minotauro, 2021), del celebrado autor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson.
Hablar menos y hacer más es la única receta. He leído hace unos días un programa de acción prometedor que ha presentado el presidente francés Emmanuel Macron. Reactores nucleares de pequeño tamaño y una mejor gestión de sus residuos, producir un avión con baja emisión de CO2, energía basada en el hidrógeno y coches eléctricos son algunos de los puntos de ese esperanzador programa.