Construimos sobre los restos del pasado. Nuestros cuerpos llevan huellas indelebles de él: el coxis, la última pieza ósea de la columna vertebral, es lo que queda de la cola que podemos ver en muchos de los mamíferos con los que, aunque lejanamente, estamos emparentados; el apéndice, del que únicamente nos acordamos cuando sufrimos ataques de apendicitis, es lo que queda de un órgano que en especies anteriores cumplía funciones digestivas; el genoma humano contiene trazas de neandertales, tal vez también de otras especies de homínidos; incluso la estructura de nuestro majestuoso cerebro, con sus pliegues y repliegues y con los “conocimientos ancestrales” –“instintos” los llaman algunos– que alberga en su seno (como el miedo atávico a las serpientes), es buena prueba de lo que le debemos al pasado.
¿Deben pedir perdón –una reclamación ahora frecuente– colectividades emparentadas históricamente con quienes en tiempos ya lejanos cometieron actos desdeñables, injustos o violentos? No lo creo así
Y si miramos a la historia de la humanidad, observamos en ella huellas de otros tiempos en todo tipo de escenarios: construcciones levantadas con materiales de edificaciones anteriores, mezquitas convertidas en catedrales católicas, religiones que no pueden ocultar elementos de creencias otrora existentes, metales de campanas de los que se fabricaron cañones, o monarquías constitucionales que no pueden librarse de la pesada carga histórica que representa el proceder de regímenes en los que los reyes no eran individuos como los demás, pues hasta se les suponía procedentes de dioses. ¿Y qué decir de las herencias socioculturales, psicológicas, económicas, o familiares?
Debemos, sin duda alguna, conocer el pasado. Si nos limitamos al de la humanidad, es obligado someterlo a juicio crítico, para lo cual es necesaria la historia, una historia objetiva, no contaminada por intereses económicos, ideológicos (como los nacionalistas) o religiosos.
Ahora bien, ¿deben pedir perdón –una reclamación ahora frecuente– colectividades emparentadas históricamente con quienes en tiempos ya lejanos cometieron actos desdeñables, injustos o violentos? No lo creo así. Tenemos que aprender del pasado, enmendar hoy sus marginaciones y crímenes, y ayudar a construir un futuro mejor, más justo, pero no me considero culpable de lo que sucedió cuando yo ni siquiera existía. Me apunto a la vieja sentencia de Miguel de Unamuno: “Miremos más que somos padres de nuestro porvenir que no hijos de nuestro pasado”. ¡Existen tantas cosas perversas, según nuestros patrones de comportamiento actuales, que sucedieron en el pasado! Y ¿hasta cuán lejos hay que remontarse en ese pasado? ¿Debemos culparnos como especie porque la nuestra, Homo sapiens, parece que contribuyó, si es que no exterminó, a la de los neandertales?
Una de las exigencias de perdón que han aparecido en los últimos años tiene que ver con el descubrimiento y posterior conquista y colonización de América por parte de España, a la que se exige pedir perdón. Estatuas de Cristóbal Colón o del misionero fray Junípero Serra han sido derribadas en distintos lugares de América; incluso un monumento en homenaje a Cervantes apareció con pintadas en San Francisco. Sin duda, la conquista-colonización española no estuvo exenta de abusos de todo tipo, pero también de no pocas aportaciones que mejoraron el estado social y cultural en el que se encontraban los pueblos y civilizaciones existentes entonces allí.
Entre estas figuran algunas que tienen que ver con la independencia de México, de la que el 28 de septiembre –fecha en la que se firmó el Acta de Independencia en 1821– se cumplieron doscientos años y a la que contribuyeron algunos científicos españoles que habían abandonado su patria para instalarse en el Nuevo Mundo. Uno de ellos fue el madrileño Andrés Manuel del Río (1764-1849), de quien el catedrático emérito de Historia de la Ciencia de la Universidad de Sevilla, Manuel Castillo Martos, ha publicado una documentada biografía, significativamente titulada Andrés Manuel del Río, madrileño mexicano, que descubrió el vanadio y colaboró en la independencia de México (Archivo Histórico y Museo de Minería, Toluca de Lerdo, Estado de México 2021).
En diciembre de 1794, después de haber recibido una espléndida educación en química y minería tanto en España como en el extranjero (trabajó incluso con Lavoisier, el padre de la química moderna, en París), Del Río llegó, en función oficial, a la ciudad de México –entonces parte del virreinato de Nueva España– llevando con él un importante cargamento de instrumentos, máquinas y reactivos químicos, con los que montó un Gabinete de mineralogía (fue el primero del Nuevo Mundo) en el existente Real Seminario de Minería.
En 1801, mientras examinaba una mena de plomo pardo de la mina en el estado de Hidalgo, Del Río concluyó que había descubierto un nuevo elemento químico, al que primero llamó “pancromio”, por la diversidad de colores que presentaba, aunque luego optó por “eritronio” al constatar que al calentarse su color se tornaba rojo (erythrós es “rojo” en griego). Sin embargo, algunos químicos europeos creyeron que no se trataba de un nuevo elemento, opinión que llegó a compartir el propio Del Río. No fue hasta 1831 cuando el pancromio-eritronio fue redescubierto en Suecia por Nils Sefström, quien le dio el nombre que finalmente se impuso: vanadio, que ha perdurado.
Del Río se instaló de manera definitiva en México, país que terminó considerando su verdadera patria. Llegó a ser diputado en las Cortes españolas de 1820 como uno de los representantes del Virreinato de Nueva España. Durante su estancia en España cumpliendo aquella función se le ofreció la dirección de las minas de Almadén, así como la del Museo de Ciencias Naturales de Madrid, ofertas que rechazó prefiriendo regresar a México, que desde hacía tiempo luchaba por su independencia.
En las Cortes, llegó a votar por la independencia absoluta de Nueva España y algunos de sus discípulos participaron activamente en los movimientos insurgentes. Las últimas frases del “Prólogo” que abría su libro más importante, Elementos de Orictognosia (rama de las ciencias naturales que estudia los compuestos minerales y los fósiles encontrados en la corteza terrestre), dan idea del apego que desarrolló hacia su nueva patria americana: “Dichoso mil veces si puedo algún día ser útil a un país que he habitado treinta y cinco años, recibiendo todo género de distinciones. Si mi libro no es proporcionado al noble objeto que me propongo, acreditará por lo menos que aspiro a manifestar, del único modo que me es dado, mi agradecimiento a los distinguidos favores con que me han honrado los Mexicanos”.