El presente artículo es, si mis cuentas no fallan, el número 300 que publico en El Cultural. Si el 16 de diciembre de 2019, cuando apareció el número 200, escribí que cuando inicié esta sección –el 2 de octubre de 2015– no imaginé que duraría tanto, más lo puedo decir ahora, otros dos años después. Lo primero que debo manifestar es mi agradecimiento a los responsables de El Cultural por la confianza que han puesto en mí durante estos ya más de seis años, confianza renovada en esta nueva etapa, al menos por el momento; uno debe estar siempre dispuesto a aceptar que lo que escribe deja de tener interés.
Los acontecimientos recientes han dejado claro la fragilidad de nuestra civilización y el desequilibrio existente entre países pobres y ricos
Y puesto que estoy de, digamos, “celebración”, permítanme, respetados lectores, que aproveche para hacer un pequeño ejercicio de introspección. A veces me pregunto por qué sigo escribiendo estos artículos, esforzándome, poco o mucho, en encontrar asuntos sobre los que tratar. Al fin y al cabo, tengo una carrera, alguna que otra obligación, y todavía no pocos libros que quiero escribir. Libros de historia de la ciencia, en los que intento que no estén ausentes las conexiones de la ciencia, y de la tecnología, con los mundos de la política, la economía y la sociedad en su sentido más amplio.
Y aunque sé que la mirada de un historiador es hacia el pasado, que su trabajo es reconstruir lo más fielmente posible lo que sucedió entonces, desvelando las relaciones causales que pudieron existir entre diferentes elementos y situaciones, procuro no olvidar lo que expresó el historiador, filósofo y político italiano Benedetto Croce en uno de sus libros, La storia come pensiero e come azione (1938; La historia como hazaña de la libertad, Fondo de Cultura Económica 1992): “La cultura histórica tiene por fin conservar viva la conciencia que la sociedad humana tiene del propio pasado, es decir de su presente, es decir, de sí misma; de suministrarle lo que necesita para el camino que ha de escoger, de tener dispuesto cuanto, por esta parte, pueda servirle en lo porvenir”. En otras palabras, sé que estudio el pasado, pero al mismo tiempo me esfuerzo por aportar algo al futuro.
Y en este punto intervienen los artículos que voy pergeñando aquí ya que, por mucho que desee comprometerme con el presente y el futuro, como historiador puedo extrañarme con facilidad de lo que sucede ahora, no apreciando lo que ello implica para la construcción de lo venidero. La autoimpuesta obligación de escribir estos artículos me fuerza a estar alerta ante la actualidad, y a reflexionar sobre lo que significa y sus posibles consecuencias. Por supuesto, la ciencia debe estar en su epicentro, pero como indica el mismo título de esta sección, “Entre dos aguas”, mi intención es, además de “contar algunas historias”, mostrar cómo se relaciona la ciencia con el conjunto de la sociedad, incluyendo las consecuencias que ocasiona en esta.
Al hilo de semejante propósito, espero que pueda ayudar a que se comprendan algunos resultados y hechos científicos, pero me gustaría que quedase claro que lo que escribo no pertenece al, por otra parte noble y necesario, género de la divulgación científica. Soy, o pretendo ser, un historiador y no un divulgador, a pesar de que con frecuencia se me etiquete de esta manera, algo que seguramente no es sino una consecuencia más de cómo se percibe la ciencia: si mis libros y escritos se entienden y puesto que tratan de ciencia, entonces parece que se considera que son de divulgación, calificación que no se adjudica a textos de, por ejemplo, historia general.
Otro de mis propósitos con estos artículos es ofrecer un espacio en el que reine la racionalidad y el discurso equilibrado. La ciencia no permite situaciones como las que, desgraciadamente, se repiten constantemente en numerosos escenarios de la vida pública española, a la cabeza, debo señalarlo con profundo pesar, nuestro Parlamento, en el que dominan las descalificaciones, las preguntas cuyas respuestas no se refieren a la cuestión planteada, y los aplausos enfervorizados de las correspondientes claques. En la ciencia semejantes comportamientos no pueden existir, lo que no quiere decir que en ella no estén presentes pasiones o intereses particulares. No puedo imaginar a un científico al que se le haga una pregunta en, por ejemplo, un seminario o un congreso, y responda introduciendo un asunto alejado del planteado. Y los errores, o las falsedades –que ocasionalmente también aparecen– terminan siendo desveladas. De otra manera simplemente no habría ciencia.
Cuando miro hacia atrás, a lo que ha sucedido y de lo que me he ocupado desde mi artículo 200, querría destacar algunos temas que han aparecido con frecuencia. Como no podía ser de otra forma, me he ocupado repetidas veces de los asuntos vinculados con la pandemia producida por el coronavirus SARS-CoV-2; de sus características, consecuencias y mutaciones. Se sabía que una pandemia zoonótica (que se transmite de animales a humanos) podía tener lugar, que seguramente ocurriría, pero no estábamos preparados, ni probablemente podíamos estarlo. La medicina ha respondido rápida y exitosamente con vacunas, pero aun así ha quedado claro: (1) la fragilidad de nuestra civilización; (2) que las soluciones médicas se ven constreñidas por las necesidades económicas; (3) las consecuencias del desequilibrio –en el acceso a vacunas– entre países pobres (los africanos a la cabeza) y ricos; y (4) que una vez instalado un virus sus “ejércitos” van cambiando de “tácticas”, las llamadas “mutaciones”.
Al hilo de esta tragedia planetaria, he continuado ocupándome del cambio climático y de la pérdida de biodiversidad, una historia sin fin que nuestros descendientes sufrirán con mucha más intensidad que nosotros. Y no han sido las anteriores las únicas situaciones que han mostrado nuestra fragilidad. Aunque limitadas en el espacio afectado, es preciso recordar las erupciones en dos islas, las de los volcanes Cumbre Vieja en La Palma y Semeru en Java. No es sorprendente, por consiguiente, que alertados por tales sucesos, estén proliferando novelas, películas o series de televisión que traten de cataclismos, como devastadores choques de meteoritos sobre la Tierra o erupciones solares con consecuencias catastróficas en los sistemas informáticos y eléctricos terrestres. Vivimos, en definitiva, sobre pilares resbaladizos, unos naturales y otros producidos por nosotros mismos.