El responsable de la unificación del Reino de Escocia con Inglaterra no fue un ejército. Tampoco los sobornos a los parlamentarios que aprobaron el Acta de Unión. Ni siquiera el ansia expansionista de un país que deseaba la hegemonía en la isla de Gran Bretaña. O, al menos, no únicamente. El culpable fue, también, un mosquito.
La historia del ser humano viene marcada por los límites que impone la fragilidad de su cuerpo. Los derroteros que ha seguido la humanidad desde sus albores han sido tomados en detrimento de otros no por capricho, sino porque así se lo ha exigido el entorno. La historia del hombre —que no deja de ser un animal que busca sobrevivir— se explica por los obstáculos que le han ido apareciendo en la naturaleza.
Esa es la premisa de la que parte Lewis Dartnell en Ser humano: cómo nuestra biología ha moldeado la historia universal (Debate, 2024). El divulgador científico, autor también de Abrir en caso de apocalipsis (Debate, 2015), defiende que cada uno de los peldaños que ha subido la civilización en su camino hacia el presente han venido determinados por causas que se pueden explicar a través de la biología, la física y la bioquímica. Para demostrarlo, el autor británico trufa las páginas de su obra de anécdotas en las que esto ha sucedido de forma más flagrante.
En el caso de Escocia, fue precisamente un entorno adverso lo que impidió que el país se codeara con el resto de potencias coloniales gracias a una alocada empresa en las Américas. El ocaso del siglo XVII fue testigo del florecimiento de Inglaterra como uno de los principales actores globales. Poco a poco, el pequeño reino que flotaba en una isla más allá del Canal de la Mancha fue haciéndose sitio en la supremacía que habían establecido España y Portugal gracias a sus conquistas de ultramar.
Las trece colonias de la costa atlántica de Norteamérica empezaban a tomar forma. También estaban logrando importantes enclaves en el Caribe. Cuenta Dartnell que Escocia, mirando a su vecino del sur con envidia y miedo a partes iguales, también quiso parte del pastel.
El plan, bautizado proyecto Darién, era cuanto menos quijotesco, pero era una buena época para esa clase de locuras: en 1698 la aristocracia escocesa decidió financiar una expedición a la región de Panamá con 1200 colonos. Estos fundarían una ciudad, Nueva Edimburgo, y, más tarde, construirían un canal por el que los barcos podrían cruzar de un océano a otro pagando un módico peaje con el que las arcas de Escocia se llenarían.
Sin embargo, el proyecto resultó un fiasco. Uno de los motivos fue que el terreno, situado a 200 kilómetros del actual canal de Panamá, era inexcavable con la tecnología que disponían entonces. La otra razón son los mosquitos del género Anopheles. Estos dípteros, que llegaron al continente americano en los barcos esclavistas que venían desde África, son los responsables de la transmisión de la malaria. Como si se tratase de una maldición, los colonos escoceses sucumbieron a las fiebres: de los 1200 que habían llegado al Nuevo Mundo, solo 300 volvieron vivos y aterrorizados a Europa.
El país quedó arruinado. Antes de que llegaran noticias a Escocia de los problemas que estaban viviendo sus colonos al otro lado del océano, habían mandado dos expediciones más como refuerzo. En el momento en el que se vio a todas luces que el proyecto había resultado un fracaso, se había invertido entre una cuarta parte y la mitad del capital líquido de Escocia. Ante esta situación, el país cedió su soberanía al parlamento británico a cambio del levantamiento del bloqueo económico y de una compensación a los accionistas de la aventura de Nuevo Edimburgo.
El ser humano se ha enfrentado a la malaria desde mucho antes de que la aventura escocesa se fuera al traste. De hecho, Dartnell afirma que es una contienda más antigua, incluso, que la invención de la agricultura. No es extraño que, por esa misma razón, las sociedades que vivían en territorios por donde los anofelinos pululaban a sus anchas buscaran un tratamiento para la enfermedad.
Una panacea con gradación alcohólica
La corteza del árbol de la quina, una especie originaria de Sudamérica, se ha utilizado desde hace siglos como remedio tradicional para prevenir y tratar la malaria. Sin embargo, no fue hasta 1820 cuando se aisló la quinina, el principio activo responsable de su efecto terapéutico. El descubrimiento de este tratamiento supuso el pistoletazo de salida para una nueva oleada de colonialismo en África y otras regiones que, por la incidencia de la malaria y otras enfermedades vectoriales, se habían mantenido a salvo del escamoteo de las fuerzas coloniales europeas hasta el momento.
Ciertas regiones selváticas de la India se vieron afectadas por esta nueva andanada imperial. Las fuerzas británicas, provistas de enormes cantidades de polvo de quina, se lanzaron a la conquista. Sin embargo, había un problema: la sustancia era extremadamente amarga. Para solucionar este escollo, decidieron mezclarlo primero con agua carbonatada, receta que bautizaron como tónica de las indias. Como aún notaron cierto amargor, añadieron ginebra, lo que resultó en la invención del gin tonic.
Yersinia pestis y el auge del islam
Las enfermedades son, precisamente, uno de los factores que, según Dartnell, han condicionado en mayor medida el devenir histórico del ser humano. Así ha ocurrido con las diferentes epidemias que han asolado todo el mundo conocido a lo largo de la historia. De aquellas catástrofes, que en repetidas ocasiones redujeron la población mundial en más de un tercio, resultaron nuevos paradigmas sociales e, incluso, geopolíticos.
Uno de los ejemplos a los que recurre Dartnell para afirmar esto es el de la epidemia de peste bubónica que azotó Eurasia durante el siglo VI y casi un milenio más tarde volvería con el nombre de peste negra. Provocada por la Yersinia pestis, una bacteria que se trasmite por la picadura de la pulga, causó la muerte de un 25% de la población de la Constantinopla del rey Justiniano cuando llegó a la ciudad en el año 542. Del mismo modo, también causó estragos en su vecino oriental y enemigo milenario, el Imperio persa.
El pronunciado descenso de la población en ambos imperios provocó una crisis no solo demográfica, sino también económica y geopolítica. El Imperio bizantino, que se había logrado expandir hasta España, no podía pagar a sus ya de por sí diezmadas tropas repartidas por el mapa mediterráneo debido a la caída en la recaudación de impuestos.
El declive de ambos imperios, hasta el momento principales potencias en el orden mundial, despejó el camino para una nueva fuerza emergente. El profeta Mahoma comenzó a reunir en torno a una nueva religión a multitud de tribus pocas décadas después de la epidemia.
Debido a su naturaleza nómada, estos pueblos no se habían visto afectados por la Yersinia pestis, más proclive a infectar a poblaciones hacinadas en ciudades donde humanos, animales y alimañas convivían más estrechamente. Así, los antiguos imperios no pudieron hacer frente a una nueva fuerza en expansión que, obedeciendo al más puro darwinismo, tenía imbricado en su ADN unas costumbres más aptas para la supervivencia en aquel nuevo ecosistema.